Los ricos de Chamberí, De Quincey y «Bésame, Hardy»
«En principio me desagradaban aquellos tipos, porque, como suele pasar, sobre todo en España, en ausencia de mujeres, hablaban demasiado alto, prodigando además los tacos»
La apofenia es una afección mental que consiste en la percepción de conexiones y de significados entre cosas y entre fenómenos que en realidad no guardan relación entre sí. Oliver Sacks habla de ello, creo, en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Es peligrosa, puede derivar, supongo, en alguna variante de la paranoia.
Pero, pensándolo bien, ya que todo lo que sucede en este mundo está inscrito en una unidad universal, resulta que en realidad sí que hay conexión entre todas las cosas. Sólo que éstas están tan lejos, vistas desde el punto de vista humano, que el mundo sería incomprensible si no nos ajustamos, si no nos reducimos, si no nos conformamos con grados de familiaridad más cercanos, más reducidos.
De la misma manera, podemos amar a una persona, querer a unas pocas, y sentir simpatía y afectos que no nos comprometen con toda la humanidad. Así entiendo también la sentencia que no me canso de repetir, leída en una carta de Joseph Roth: «No es que el hombre no tenga corazón; lo tiene, lo que pasa es que es pequeño, y en él sólo cabe él mismo y su familia». Es bueno tenerla en cuenta cuando sintamos la tentación de juzgar a nadie.
El otro día estaba en mi cafetería de referencia de Chamberí, y mientras tomaba el café y leía el librito, recién publicado por la nueva editorial Firmamento, Los últimos días de Kant, de Thomas de Quincey, y cuando levantaba la vista de la página observaba de reojo a un grupo de vejetes ricos apretados en torno a una mesa, todos varones, unos canosos, otros calvos, vestidos con ropa informal pero de buena calidad, fachaleco, pantalones de pana, mocasines con borla etc.
Por cierto, que en principio me desagradaban aquellos tipos, porque, como suele pasar, sobre todo en España, en ausencia de mujeres, hablaban demasiado alto, prodigando además los tacos. Lo cual entre gente de posibles es doblemente imperdonable. Penoso defecto español. Así pues, de entrada me hubiera gustado abofetear a aquellos señores. Pero, luego… me fijé mejor…
Habían pedido una tortilla de patatas, y uno de ellos, al que bauticé mentalmente como Vejete número 1, manejaba los cubiertos, cortaba la tortilla, proyectaba hacia delante el mentón señalando a alguno de los demás para que acercase su plato, y le servía una porción. Y toda la operación iba acompañada de bromas, chistes, risas y comentarios. ¡Estaban de muy buen humor!
En el hilo musical sonaba el saxo de Paul Desmond tocando una de las piezas de jazz más conocidas de la historia. Avisé a la camarera, le dije que prestase atención, que aquella pieza se titula Take five, o sea, «tómate cinco minutos de descanso», y que era excelente. Y ella asintió, pensando, seguramente, «qué pelma», y se alejó.
Pero ¿por qué le dije aquello a una camarera que no sé ni cómo se llama? Se lo dije porque el otro día sonaba allí mismo una música hispana repugnante que estorbaba mi lectura, y alzando la voz exclamé: «Quite esa basura, es insoportable». Desde el fondo de la barra, llena de sorpresa, me preguntó: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa?» Yo le dije: «¿Pero es que no se da cuenta de que esta música no se puede aguantar? ¡Quítela, por favor!». Se acercó a mí y alzando las cejas volvió a preguntarme: «¿Qué pasa? ¿No le gusta?» Y yo: «No, no me gusta, quítela, o por lo menos bájela, haga el favor»: Y ella la quitó.
En consecuencia, cada vez que voy a La Belle Époque voy avergonzado, pensando que me han de tener allí por un energúmeno. Por eso, cuando ayer sonó Take five, quise enmendarme instruyendo a la camarera, hacerle el regalo de descubrirle una joya que no conocía y a la que no estaba prestando la debida atención, invitarla a que después del trabajo la escuchase otra vez, en el teléfono o en algún otro dispositivo electrónico que seguro que tendrá en casa. Así puede empezar una afición musical. Iniciativa estéril.
O sea, digámoslo claro: me movió a esa transmisión de conocimiento un amor desinteresado, una pulsión fraternal y humanitaria. Según yo lo veo, era como si le hubiera tendido la mano desde mi universo al suyo, o incluso como si le hubiera enviado un beso por el aire, desde el otro lado de la barrera.
Ya desentendiéndome de ella me di cuenta de que el vejete número 1, después de haber servido a los vejetes número 2, 3, 4 y 5, y a un joven, o más bien un cuarentón de cara bobalicona y pulcra camisa a rayas blancas y azules, el vejete número 1, digo, procedía a servirse a sí mismo.
En ese momento su expresión cambió. El rostro, que hasta entonces había estado deformado por las risas y las muecas, se recompuso. Las facciones volvieron a su sitio, el sitio de la seriedad, el sitio que ocuparán cuando el rostro, desprovisto de todas las pasiones que lo animan, entre en el sueño eterno.
¡Qué bien entendí aquella seriedad súbita con que se servía a sí mismo, y en la que me era fácil leer: «Ya he repartido entre todos vosotros, ahora viene también mi parte!». Por haber servido a los demás llegaba tarde, llegaba el último a la comunión en la tortilla, y a la satisfacción del apetito o al placer gustativo, pero llegaba y se integraba en la comunidad. En su gesto servicial y ritual de grupo vi un reflejo de mi consejo a la camarera de que, como yo, disfrutase de los compases de Take Five, lo escuchase luego en casa, como hago yo a veces. Por verlo así, ¿padezco apofenia?
Quizá lo que pasaba es que estaba yo un poco sentimental porque, precisamente en Los últimos días de Kant, estaba leyendo el momento en que, ya privado por las dolencias que lo están matando de la facultad de hablar, el filósofo «Sus tres Críticas de la razón son, aún hoy, la meta final de la filosofía clásica. Luego ya vendría Hegel y a partir de él la desintegración modern», resume Azúa en su elogiosa reseña, y todo lo que Azúa elogia yo corro a leerlo) le hace una señal a su devoto amigo Ehregott Wasianski, autor de las memorias en las que se inspira muy directamente De Quincey para su famosa relación:
«Él estaba sin voz, pero volvió el rostro hacia mí y me hizo una señal para que lo besara. Al inclinarme para besar sus pálidos labios, una profunda emoción se apoderó de mí, pues sabía que, con ese solemne acto de ternura, quería expresarme su gratitud por nuestra larga amistad y simbolizar al tiempo su último adiós. Nunca lo vi conferir a nadie más una demostración de amor semejante, excepción del día en que, unas semanas antes de su muerte, atrajo hacia sí a su hermana y la abrazó. El beso que ahora me daba era de alguna forma su último signo de reconocimiento».
Ese beso me ha hecho recordar (ay, ¿entro en apofenia?) Veo clarísimos vínculos entre todas estas cosas, pero es posible que se me haya aflojado algún tornillo o, como se dice ahora, que me patinen las neuronas) a un amigo que al saberse mortalmente enfermo y condenado sin remedio se transformó, mejoró su carácter infinitamente, cambió a mucho mejor, se volvió cordialísimo, simpático y aún más generoso de lo que ya era, sonreía en seguida, se mostraba feliz de vernos, sin que (descartada la posibilidad de que su propia mortalidad le hiciera feliz), se pudiera discernir si se había vuelto así porque, llegando al final de su vida, las cosas y las personas le parecían más valiosas y preciosísimas y una fuente de sorprendida y sostenida felicidad, o bien era que quería dejarnos de sí el mejor recuerdo posible. Sea como sea, en mi caso desde luego que lo consiguió. Siempre lo recuerdo con la sonrisa de aquellos días postreros.
«More frailer than the flowers, / those precious hours / that keep us so tightly bound… / You come to my eyes / like a visión from the skies / and I’ll be with you when the deal goes down». El otro día, cuando leí en De Quincey ese beso funeral entre Kant y Wasianski, inmediatamente me vinieron a los labios los versos de esta canción y a la memoria el famoso Bésame, Hardy, últimas palabras que le dijo el almirante Nelson a un oficial suyo, al caer mortalmente herido en la batalla de Trafalgar. Naturalmente De Quincey no ignoraba la anécdota, que es famosa, especialmente entre los británicos, y la relata al final de Los últimos días de Immanuel Kant, en la sección de notas, con una explicación que no me convence. Tras un largo exordio dice así:
«…En naciones tan inexorablemente masculinas como la inglesa, cualquier acto que parezca distanciarse de los patrones habituales de la masculinidad se vuelve relevante en grado sumo, pues conduce los pensamientos del espectador hacia el prodigioso poder que ha sido capaz de desencadenar una revolución semejante: el poder de una muerte próxima. El hombre deja de ser, así pues, un hombre en cualquier sentido exclusivo, y, en su fragilidad, se convierte en un niño. En su ansia de ternura y piedad, se transforma en una mujer. Forzado por la agonía, renuncia a su carácter sexual para conservar sólo su carácter genérico de criatura humana. Y el más masculino entre los espectadores es también el más inclinado a solidarizarse con esa conmovedora transformación. (…) Todos recordarán aquella escena inmortal a bordo del Victory, a las 4 de la tarde del 21 de octubre de 1805, cuando el poderoso almirante Nelson, tras haber sido mortalmente herido por un tiro de mosquete en la batalla de Trafalgar, se despidió del capitán Thomas Hardy con la frase «¡Bésame, Hardy». También aquí en la despedida final del estoico Kant, recibimos una advertencia oracular de los labios moribundos de la más firme de las naturalezas humanas, a saber, que la última necesidad –esa llamada que sobrevive a todo lo demás en los hombres de corazón noble y apasionado—es la necesidad del amor, el deseo de una caricia compasiva que por un breve instante estimule en nosotros la fantasmagoría de la ternura femenina, en un momento en que la presencia real de la mujer no resulta factible».
Felicidades a la traductora, Julia García Olmedo, por su excelente y melodioso trabajo. En fin, la apofenia, o acaso la secreta armonía universal, me lleva a circular sin contratiempo ni extrañeza entre el último beso de Kant, o de Nelson, a mi recomendación de Take Five y la escena de los vejetes ricachones comulgando en La Belle Époque una tortilla de patatas, versión prosaica y sin pathos de la Última Cena en la que Cristo instauró el sacramento de la Eucaristía compartiendo el pan y el vino con sus apóstoles: es, por todas partes, como dice de Quincey, «la necesidad del amor», y es secundario si se manifiesta en versión sacra, trágica o bufa. En fin, deseo al lector que cuando le llegue el momento pueda también decir, como Kant y Nelson: «Bésame», y no, como Diderot y el explorador Shackleton, en tono de reproche: «¿Qué quieres prohibirme ahora?…».