THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Regreso al Algarve

«Este Distrito de Faro, que se extiende por 4.960 kilómetros cuadrados entre el océano Atlántico y la orilla del Guadiana, ofrece mucho más que sol, playas y deportes acuáticos. Y se disfruta mejor fuera de temporada»

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Regreso al Algarve

Europa Press

Hacía mucho que no volvía al Algarve. Desde aquel viaje con mi añorado amigo Alfredo Hervías, en el que pudimos descubrir los rincones ocultos y la suculenta gastronomía de esta región meridional portuguesa, eminentemente turística y estival. Ya entonces, aprendimos que este Distrito de Faro, que se extiende por 4.960 kilómetros cuadrados entre el océano Atlántico y la orilla del Guadiana, ofrece mucho más que sol, playas y deportes acuáticos. Y se disfruta mejor fuera de temporada, cuando las hordas de visitantes foráneos –sobre todo, británicos e italianos– han hecho las maletas de vuelta a casa.

Cuentan las guías al uso que desde estas costas los navegantes lusitanos iniciaron en el siglo XV la epopeya de los descubrimientos. Que la región vivió su boom turístico a partir de los años 60 y no ha dejado de crecer en ese campo, a medida que se iban construyendo más urbanizaciones y hoteles para albergar a un público internacional hambriento de temperaturas benignas, acantilados dorados, aguas azules, arenales infinitos y el sol casi por castigo… porque aquí no se ve una nube en 300 días al año. 

Desde la costa sudoeste hasta el extremo opuesto hay 200 kilómetros de playas bien distintas que conforman un escenario idílico, si uno sabe huir del ruido y la civilización en dirección a la Costa Vicentina o al Parque Natural de Ría Formosa. Lagos, Portimão, Armaçao de Pera o Albufeira nunca han sido de mis destinos favoritos, si no media una excusa culinaria suficientemente consistente. Siempre he preferido Tavira, con su iglesia y su castillo; Silves, con sus vestigios del pasado árabe, y por encima de todo Vila Real de Santo António, con ese urbanismo en cuadrícula ortogonal que se remonta a 1773,  cuando el Marqués de Pombal reconstruyó esta ciudad fronteriza tras ser devastada por un maremoto.

Pero rara vez los lugares más queridos van parejos a los bocados más deliciosos. Así, en múltiples ocasiones hemos tenido que acudir a bulliciosos paseos marítimos y otros terrenos abonados para el hortera y la chancla, porque allí se ocultaba un chef consagrado o una brillante guisandera. 

Berberechos, percebes, coquinas, calamares, almejas en cataplana, arroz en cacerola con navajas, feijoada de choco o de búzios (caracoles de mar), açorda de mariscos y sustanciosos pescados del Atlántico como la sardina o el jurel, hechos a la brasa o a la sal, están esperando al gourmet más intrépido en una callejuela escondida a la vuelta de cualquier mercadillo. Y, fuera de los meses de julio y agosto, la excursión no resulta tan molesta como pudiera parecer.

También hay destinos que justifican el viaje para descubrir una especialidad local, como el atún desmigado de Tavira, el pulpo estofado en vino que elaboran en Santa Luzia, las ostras de Cancela Velha, los pollos de Guía, la miel de la Sierra de Monchique o los magníficos pescados grelhados del Gigi’s Beach Bar, un chiringuito idílico en la playa de Quinta do Lago. O sea, que el Algarve gastronómico no te lo acabas en un par de días…

Conservo igualmente recuerdos gratísimos de aquellos días en que Dieter Koschina organizaba en su Vila Joya de Albufeira jornadas culinarias a las que acudían la flor y nata de los profesionales europeos, con un formidable despliegue de alta cocina elaborada en la mejor tradición centro-europea y ambiente relajado absolutamente sureño para todo lo demás.

Y todavía cuelga en el pasillo de mi casa madrileña un cuadro de José Vila, entrañable pintor y tabernero en cuya Adega Vila Lisa (Mexilhoeira Grande, Portimão) siempre se huyó de la influencia de la nouvelle cuisine, tan presente en las grandes mesas de la costa. En aquel mesón rústico, decorado con sus obras abstractas, estaban prohibidos la cerveza y los refrescos y sólo se servía abundante vino para acompañar reconfortantes platos autóctonos como la sopa de garbanzos con rabo de toro, el xerém de navajas, el guiso de cazón o el jarrete de cerdo al horno. En nuestra última visita a su casa nos cruzamos con el gran James Gandolfini, lo cual demuestra que el inmenso –en todos los sentidos– actor que daba vida a Tony Soprano tenía criterio para comer. El risueño José falleció el pasado mes de marzo a los 77 años, pero su recuerdo pervive en mi memoria cada vez que regreso a esta tierra.

En esta ocasión, hemos vuelto para conocer algunos hoteles-restaurantes que están destacando en la escena gourmetista de los últimos tiempos, empezando por dos establecimientos afiliados a Relais et Châteaux: el Bela Vista Hotel & Spa en la Praia da Rocha y el Grand House de Vila Real de Santo António. Pero antes de contarles la experiencia, procede hacer un breve apunte sobre tan prestigiosa asociación.

Creada en 1954, Relais & Châteaux reúne 580 hoteles y restaurantes independientes, situados en enclaves únicos de 64 países y de los cinco continentes, que comparten los valores de difundir el art de vivre en relación a la cultura de cada lugar, preservando el medio ambiente y el patrimonio local y promocionando los productos de proximidad, como bien resume el manifiesto de noviembre de 2014 presentado ante la Unesco. Si han oído ustedes recientemente que ya no se estila hablar de menús, estancias o viajes, sino de experiencias, sepan que este concepto tan fascinante lo inventaron ellos, igual que ese latiguillo comercial –no por trasnochado menos evocador– de los hoteles con encanto

Todo empezó cuando Marcel y Nelly Tilloy, una pareja de artistas de cabaret, propietarios del hotel-restaurante La Cardinale en la orilla derecha del Ródano, tuvieron la feliz idea de asociarse con otros siete establecimientos con cocina sólida y entorno atractivo, que ofrecían mesa y cama en las proximidades de la autopista A7, que enlaza París con la Costa Azul y se conoce popularmente como la Autoroute du Soleil. Adoptaron entonces el eslogan de La Route du Bonheur y el resto es historia. 

Nuestra particular ruta de la felicidad algarvía arranca esta vez en una casa familiar del siglo XIX, asentada frente al océano en la magnífica playa de Praia da Rocha, al sur de Portimão. En pleno enjambre de pizzerías y heladerías,  el Bela Vista se yergue como un refugio para la tranquilidad y el buen gusto con piscina privada y acceso directo a una playa de arena blanquísima. ¿Un aperitivo en la terraza para ver el atardecer? ¡Por supuesto! Luís Pereira Nunes y su equipo de sala manejan una bodega más que atractiva con profusión de esos pequeños productores lusos que tanto nos gustan.  

Antes, nuestro anfitrión Gonçalo Narciso nos ha contado la historia de esta mansión del litoral transformada en 1934 en uno de los primeros hoteles del Algarve. Su primer propietario, el industrial António Júdice de Magalhães Barros, la mandó construir como residencia particular en 1918 y aquí llegó a pernoctar el Presidente da República Sidónio Pais. Aquella Vila de Nossa Senhora das Dores, como se llamaba entonces, terminaría convirtiéndose en un negocio hotelero en 1934, cuando pasó a manos del primo del fundador, Henrique Bívar Vasconcelos. Ahora conserva todo el espíritu de casona aristocrática con detalles decorativos en tonos marineros por obra de la reputada interiorista Graça Viterbo, acoge un spa de L’Occitane, un anexo con habitaciones de estilo contemporáneo y un restaurante con estrella Michelin donde oficia el chef João Oliveira.

Oliveira, de 31 anos, es un profesional norteño formado en Oporto, que había trabajado previamente en casas de prestigio como el antes citado Vila Joya o The Yeatman en Vila Nova de Gaia, antes de hacerse cargo hace seis años de los fogones de Vista. En 2019 fue merecedor del premio Chef de L’Avenir de la Academia Internacional de Gastronomía, que recayó también aquel curso en el español Kiko Moya de L’Escaleta (Cocentaina, Alicante) y que en ediciones anteriores han obtenido figuras como Ángel León, David Muñoz, Albert Adrià o Elena Arzak. O sea que no le falta nivel.

Comedor luminoso, en tonos blanquiazules, mirando las olas lejanas teñirse de carmesí, decorado con simpáticas porcelanas que evocan la iconografía de los fondos marinos: corales, algas, conchas y plantas de formas caprichosas que nos preparan mentalmente para el ágape. En sus platos, João reivindica la despensa local (algarrobas, sepia, aceitunas, jurel…) y juega con las formas y colores, permitiendo que el ingrediente principal se exprese sin rodeos. No tiene miedo a los puntos de cocción al borde de lo crudo ni a las combinaciones atrevidas (ostras de Alvor con coliflor ahumada), ni al picante ni al ácido. Más que bien.

Su dominio de los pescados y mariscos es admirable, pero nada purista, a tenor de la alegría de sus aderezos, más cerca de la escuela viajera de Olivier Roellinger que de la austeridad de Elkano. Y tampoco desfallece en los postres, donde enlaza un divertido homenaje a la naranja del Algarve, poniendo sobre el tapete un arbolito del que cuelgan frutos con forma de dicho cítrico y textura de mousse, con un armonía salada de manzana verde, apio, queso de cabra y wasabi y luego una versión iconoclasta del clásico pudding Abade de Priscos, que incorpora zanahoria, avellanas y leche de oveja. ¡Una fiesta sápida!

Al día siguiente, la ruta nos conduce a la localidad fronteriza de Vila Real de Santo António, justo enfrente de Huelva, donde el Grand House acaba de reabrir sus puertas tras una larga reforma. «Con él renace el esplendor de los años locos y la Belle Époque», nos explica su directora, la encantadora y vital Marita Barth. 

Este edificio modernista situado frente al puerto recreativo conserva todo el sabor de otros tiempos y la reciente remodelación le ha conferido un atractivo aire entre british y colonial, como de novela de Agatha Christie con trajes de lino y sombreros canotier. ¡Me encanta! Desde la recepción, se contemplan los veleros que navegan por el Guadiana en dirección al litoral atlántico o quizá más allá, rumbo a otras latitudes. Pero no hay tiempo para la saudade marítima porque es mediodía y toca ir a almorzar al Grand Beach Club, a pocos minutos en coche. 

Por el camino, Marita narra los orígenes del que fuera Hotel Guadiana, diseñado por el arquitecto suizo Ernesto Korrod, que en la época de su inauguración (1926) fue the place to be en esta esquina remota de la raya. Antes, el solar albergaba una cooperativa pesquera. «Pero el empresario Manuel Garcia Ramirez quiso construir una residencia con glamour para acoger a los mejores clientes de la floreciente industria conservera local y, para que todo fuera perfecto, contrató al veterano director de hotel alemán Konrad Wissman, que antes había estado al timón de instituciones como el Palace Buçaco, el Grande Hotel da Curia o el Metrópole de Lisboa. Aquella fue la época dorada de la región», apunta Marita.

Hoy la quinta generación de la familia Ramirez sigue al frente de esta empresa fundada en 1853, que es a decir de los nativos la firma conservera más antigua del mundo aún en activo. Pero hemos llegado al Beach Club y no hay tiempo para más historias. En plena desembocadura del Guadiana, el chiringuito con varias barras de cócteles acoge una piscina rodeada de hamacas esparcidas sin orden por la arena o entre las rocas. Gazpacho algarvío con sardinas y algarrobas; ceviche de corvina con aguacate, rábanos, semillas de sésamo y alga alambre; ensalada de caballa y queso fresco; pulpo a la parrilla con ajada y un buen vino blanco local de la variedad arinto sirven para algo más que engañar el hambre. Son un ejemplo inmejorable de esa apacible molicie que se contagia a los visitantes de Vila Real de Santo António. Aquí el tiempo parece detenerse y se respira una paz silenciosa que debe de ser el secreto para que los flamencos acudan en tropel a la cercana reserva de Sapal de Castro Marim.    

Estamos en plena zona protegida de Ría Formosa, declarada parque nacional desde 1987 y considerada una de las siete maravillas naturales de Portugal. Una laguna costera, con una gran diversidad de fauna y flora, donde nos esperaba un encuentro inolvidable con el risueño Jorge Raiado, el magistral productor de la flor de sal Salmarim

En las salinas de Moinho das Meias, situadas bajo el fuerte de São Sebastião de Castro Marim, Jorge ha encontrado su razón de ser. Y es tal su pasión por la flor de sal que ha logrado introducir su marca en las mejores mesas del país. Desde 2007, él y su esposa perpetúan una tradición que se remonta a los fenicios y los romanos, cuidando de unos canales y estanques naturales que se llenan diariamente de agua del mar y en los que la sal acaba depositándose al fondo, cuando se produce la evaporación del agua. Lo que queda al final es una fina capa blanquecina, esa flor de sal formada por pequeños cristales que se secan al sol para terminar en los platos de tantísimos grandes cocineros.

«Para conseguir esta pureza, hay que ser muy riguroso con todo el proceso  artesanal», indica Jorge. «Parece muy simple, pero aquí intervienen el viento, el mar, la intensidad del sol…» Con esta pareja fascinante terminamos escuchando el canto de los pájaros al ponerse el sol, comiendo tomates rosas y gambas a la sal en su simpático armazem y charlando sobre un próximo proyecto de construir nuevas piscinas para hacer un spa salino…  

Pero se nos está haciendo tarde y hay que recogerse porque aquí se cena a horas civilizadas. Ya habíamos podido apreciar la buena mano del cocinero Jan Stechemesser en la carta simple y vivificante del Beach Club, aunque es el Grand Salon, el restaurante del primer piso del hotel donde mejor expresa su talento.

Enamorado de los productores de proximidad y la tradición culinaria lusa, Stechmesser ha hecho del cozido à portuguesa su plato estrella de esta estación: un auténtico símbolo nacional que integra diversas carnes (gallina, ternera, costilla y oreja de cerdo, chouriço, farinheira, morcilla ahumada…) , coles y verduras hervidas, que evoca la tradición familiar en clave bien desgrasada, y que llega aquí precedido de un entrante a base de pulpo, boniato y berros y seguido de un postre de arroz con leche. Con ayuda de la jefa de sala Vera Gaspar y la sumiller Marta Dores, el ágape resulta más que reconfortante, mientras contemplamos por la ventana el regreso de los navíos a su puesto de embarque y suenan por los altavoces canciones de Cole Porter. ¡Qué más se puede pedir!

Tengo más aventuras recientes en el Algarve, como la visita al chef Hans Neuer, en el Ocean del Vila Vita Parc Resort de Porches, que es quizá el restaurante más vanguardista de esta parte de la península. Pero, como se nos está haciendo ya algo largo, si ustedes me lo permiten, se lo cuento próximamente…

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