Para ordenar una biblioteca
«Cada vez veo más perversión en la bibliofilia, tengo claro que los libros son maravillosos y fundamentales, sí, pero siempre que se miren un poco de reojo, no de frente, no como objetivo fundamental de una vida»
Yo tengo bien asumido que algún día, cuando me vea con setenta años, donaré o venderé toda mi biblioteca, dispuesto, por una parte, a dejar todas mis cosas resueltas a tiempo, y deseoso, por otra, de que mis hijos se puedan regalar un buen viaje, o pagar los campamentos de sus propios hijos, si es que existen, o, en fin, cambiar mis libros por los que puedan interesarles a ellos, es decir, por afán de que lo que un día fue vida vuelva a la vida, en un reciclaje necesario y natural. Mientras tanto disfruto a conciencia de mis propias estanterías, y, aunque hay de hecho pocas cosas en el mundo que disfrute más, lo hago sin fanatismos, sirviéndome de mi biblioteca sin convertirme yo en su esclavo, dedicándole mucho tiempo pero sin servidumbres, mimándola sin idolatría. Tengo claro que en casa seguirán entrando libros mientras no perjudiquen nuestra movilidad, mientras no comprometan nuestra comodidad, mientras no nos pongan en peligro, pero un día tendrán que salir todos. Me quedaré con un quijote y con los poemas de Dickinson traducidos por Carlos Pujol, y los demás seguirán su camino. Una vez que los libros te han enseñado lo esencial, entonces hacen falta ya bien pocos libros para seguir adelante.
Hace unos meses publiqué una novelita que se titulaba El hombre que ordenaba bibliotecas, y a raíz de ello me han preguntado decenas de veces cómo hago con la mía. Es una pregunta que hace unos años me hubiera entretenido en responder y que ahora me aburre muchísimo: por fin un primer indicio de madurez en mí. Cada vez veo más perversión en la bibliofilia, tengo claro que los libros son maravillosos y fundamentales, sí, pero siempre que se miren un poco de reojo, no de frente, no como objetivo fundamental de una vida. Por la misma razón, los libros sobre libros se me van haciendo cuesta arriba, hay algo esencialmente confundido en ellos. A ningún fotógrafo se le ocurriría construir su obra fotografiando cámaras de fotos, y sin embargo entre la gente de letras andamos siempre confundiendo el medio con el fin. Yo mismo estoy intoxicado, y me cuesta separar muchísimo los libros de la vida, pero creo que voy relajándome al respecto.
En febrero se publicó en España Cómo ordenar una biblioteca, un curioso e intrascendente opúsculo que Roberto Calasso publicó en 2020. Esa obra era literatura secundaria, en el sentido de que es literatura de la literatura (o, en realidad, literatura de la bibliofilia: un escalón menos), y sin embargo aún dio pie a que Massimo Gatta escribiese otro librito minúsculo como respuesta: literatura ya en tercer grado. Una respuesta que a su vez iba con un prólogo de Luigi Mascheroni, el cual era, por tanto, la presentación de un comentario a una conferencia acerca del modo de ordenar esos objetos que intentan estar al servicio de las cosas importantes. En fin, yo también estoy empezando a perderme: lo que quería decir es que la editorial Fórcola acaba de publicar en español ese librito de Gatta, El desorden de los libros, y (aparte de hacer una labor impecable con la bibliografía, casi más extensa que el texto central) el editor ha tenido la feliz idea de completarlo con un epílogo de José Luis Melero, que es sin duda lo mejor del conjunto. El prólogo de Mascheroni es más o menos divertido por provocador, pero lo de Gatta es un despropósito en varios sentidos (y hasta cierto punto porque busca serlo, lo cual lo hace más simpático), de modo que ha de ser Melero quien entone el rappel à l’ordre.
Para empezar, en la solapa se nos avisa de que Gatta es autor de más de quinientas publicaciones: mal asunto. Igual que Melero dice después que es mejor una biblioteca de cincuenta buenos libros bien leídos que una de cincuenta mil amontonados de cualquier manera y desatendidos, ser el autor de quinientas obras no significa nada bueno (si es que no demuestra algo necesariamente malo): mejor cinco textos buenos que quinientos volúmenes que den igual, o escritos apresuradamente, o escritos sin tener nada poderoso que decir, como es el caso, apenas una correcta colección de citas decorada con algunas ocurrencias fácilmente discutibles (mucho más inspirada estaba, el año pasado, su Breve historia del marcapáginas, también declaradamente superficial pero suficiente, bien razonada). Publicar crea adicción, pero sólo si te dejas llevar, si te despistas o degradas demasiado: en España tenemos casos. Pero lo más irritante (e insisto: Gatta es consciente de ello, juega a eso) es la tesis central, que es una defensa cerrada del desorden en las bibliotecas privadas o domésticas. No es extraño: sólo con que Gatta posea un ejemplar de todas sus publicaciones ya tendrá un amontonamiento fenomenal, pero él llega mucho más lejos y acaba por concluir que, dado que la vida es desordenada e imprevisible, un caos asombroso y sugerente en el que va todo mezclado, entonces es coherente y adecuado que las bibliotecas, como reflejo de esa vida desatada, también sean silvestres y salvajes, ingobernables y feraces… No sé. Aparte de la desconfianza que me pueda ir produciendo la identificación automática de libertad con desorden, no veo tan claro que esté demostrado que la vida no puede ser ordenada, bien en un sentido enfermizo, cuadriculado, invariable y, por tanto, casi indeseable (lean Los últimos días de Thomas Mann, de Thomas de Quincey, en Firmamento), bien de un modo sereno y fecundo (lean Una vida tranquila, de Coradino Vega, en Galaxia Gutenberg). Pero, en todo caso, si uno anhela una vida ordenada, ¿por qué no empezar por la biblioteca? Si quieres orden en tus días, pon orden en tus libros; si quieres una vida limpia, quítales el polvo con cierta frecuencia; y, lo más importante, si quieres una vida culta, curiosa, laboriosa, fértil… léelos. Uno es más dueño de su existencia de lo que podría parecer.
Lo mejor de la redacción escolar de Gatta (en la que, por supuesto, no se olvida de citar de pasada la biblioteca de don Quijote, o la del Nautilus, sin más comentarios, no vaya a haber dudas sobre lo humanista que se es…) es, por tanto, haber dado pie al epílogo de Melero, en el que éste plantea con su habitual sensatez y su envidiable mesura alguna cuestión esencial (que, simultáneamente, ha llevado a sus Lecturas y pasiones, su nueva recopilación de columnas, en Xordica). Aparte de defender el orden, porque una biblioteca en la que no se encuentran los libros cuando se los necesita no sirve para mucho, siendo algo parecido a un animal sin domesticar que uno mete en casa y que puede acabar invadiéndolo todo, Melero recuerda que los libros son para leer. No tiene sentido meter en casa libros que no se van a leer, lo importante son los textos… Aquí es donde uno apuntaría las incoherencias maravillosas (y, éstas sí, divertidas) de la bibliofilia, pues si los libros son para leer entonces es complicado justificar por qué ese afán por las primeras ediciones, y por ninguna otra, o por qué se tienen quince ediciones distintas de la Vida del Pedro Saputo…, pero como esos vicios yo sí los comparto con Melero, los paso por alto. En mi opinión, el desorden, mucho más que un monumento a la sorpresa, es otra forma de suciedad, y por tanto me apunto a la defensa meleriana del criterio racional, del control de lo que se posee. Me refiero en todo caso, por supuesto, a un orden personal, un orden creativo: que alguien llegue a tu casa y no consiga orientarse en la biblioteca no implica necesariamente que las cosas se hayan hecho mal: cada uno ha de elegir su sistema, igual que cada cual ha de encontrar sus lecturas, sin demasiada ayuda ni asesoramiento.
Sea como sea, puestos a divagar sobre bibliotecas y ordenaciones hay muchos temas pendientes: por ejemplo, ¿qué hacer con los libros malos? (yo soy incapaz de deshacerme de libros que he leído, aunque me hayan horrorizado: por eso no leo los libros de Gabriela Wiener, para no tener que guardarlos); ¿qué pasa cuando se juntan en una sola casa más de una biblioteca, es decir, más de un lector ambicioso, más de un impulso edificador, más de una voluntad de meter el casa el mundo entero?… ¿se mezclan?, ¿pueden convivir?; ¿o qué pasa con los libros infantiles, los iniciáticos?, ¿se guardan?… De la ponencia de Calasso recuerdo, ante todo, su idea de que es bueno comprar libros que no se desee leer inmediatamente: los libros nos esperan, ya llegará su turno, un día pasearemos por nuestro propio hogar, nos lo toparemos y sabremos de repente que ha llegado su momento, que nos apetece leer ése y sólo ése…: eso sí es exacto, ya lo voy comprobando. Más turbador es aquello de Canetti de que hay que comprar más libros de los que se pueden leer, porque así no te puedes morir…
Sin pretender llevar las cosas muy lejos, y sin olvidar que yo mismo defiendo que al hablar de bibliotecas hablamos de cosas menos trascendentes de lo que pudimos llegar a creer cuando éramos más inocentes, me parece que, igual que pocos defenderían los desórdenes en la política, o los desórdenes sociales, o familiares, o psiquiátricos, o alimenticios… no hay por qué defender el desorden en los libros, aunque la cosa se haga con algo de broma y con la noble voluntad de pasar el trato, de no callar, de no dejar de publicar con ilusión una cosita más, la quinientos uno. Es cierto que una librería de viejo dejada a su suerte tiene una magia especial, o que lo bueno del Rastro es precisamente su sorpresa constante, su multum in parvo…, pero en casa, donde cualquier acumulación es mala, las acumulaciones caóticas son fatales, y delatan siempre desquicies de otra naturaleza, potencialmente peligrosos. Todos conocemos casos.