Ernest Lluch en el recuerdo... (que no en la amnistía)
«Para gobernar una España con todos estos problemas dentro no vale cualquiera. De gobernar Cataluña ni hablamos»
Las efemérides las carga el diablo. El 20N, fecha maldita/bendita por ser aquella en la que Franco murió (en la cama, que no se nos olvide…) coincide en el calendario gregoriano con la del fallecimiento de Tolstói. La madrugada saliente de este 20N, el de 2021, ha sido la de la agonía del filósofo Antonio Escohotado, fallecido a las 7.30 am del 21 en su Ibiza natal no del cuerpo, pero sí del alma. La Ibiza donde echó a volar su espíritu y el de tantos como quedamos indeleblemente deslumbrados por su libertad ilustrada y cualificada hasta el final. Hasta el final. Hasta el final. Y más allá. Él no creo que crea, pero yo sí sé. Estas humanas inteligencias mayúsculas no son biodegradables. El universo se las guarda y las metaboliza de alguna manera. Antonio volverá.
Sabiamente impertinente como siempre, va y se nos muere Escohotado —Escota, como gente muy querida me enseñó a llamarlo…— justo en el 21 aniversario del asesinato por ETA de Ernest Lluch. El exministro socialista estaba ya retirado de la vida pública cuando, al llegar solo y sin escolta al garaje de su casa, le descerrajaron dos tiros. Concretamente se los descerrajó el etarra José Ignacio Cruchaga, condenado por este motivo a 33 años de cárcel. Cumplía pena en Almería hasta que en junio pasado, junio de este mismo año, lo trasladaron a León. Acercamiento de presos, creo que lo llaman. Cruchaga cumplirá las tres cuartas partes de la condena y previsiblemente pisará la calle en julio de 2023.
La Audiencia Nacional también condenó a 33 años de cárcel, en el mismo juicio, a Fernando García Jodrá, también recién trasladado (febrero pasado) de la cárcel de Huelva a la de León. No contento con participar en el asesinato de Lluch, Jodrá quiso justificar ante el tribunal el atentado calificando a su víctima de «ministro del GAL». Lo expulsaron de la sala. Salió con el puño en alto y gritando «Gora ETA».
Seguramente muchos recuerdan la masiva manifestación que tuvo lugar en Barcelona tras la muerte de Lluch, a quien todo el mundo (todo el mundo decente, se entiende) respetaba y quería, fuese cual fuese su ideología y condición. La periodista Gemma Nierga, entonces una estrella de la cadena SER, dicen que puso de los nervios al entonces presidente José María Aznar al hacer este comentario público fuera de guión, es decir, que no estaba pactado previamente con las autoridades asistentes: «Ernest Lluch habría dialogado hasta con los que lo han matado: por favor, dialoguen».
No dudo de que a muchas personas esas palabras de Nierga les parecerían conmovedoras, valientes… y proféticas. Se convirtió entonces en un axioma consoladoramente generalizado decir que a Lluch lo habían matado por ser justo un alto cargo del PSOE, un exministro de Felipe González, partidario de dialogar con el nacionalismo vasco, también con el armado. Que lo habían asesinado por el miedo que les daba su mensaje de que hablando los asesinos se entienden y se apaciguan. Ojalá. Lo cierto es que las palabras de su ejecutor ante el tribunal calificándolo de «ministro del GAL», sugieren más bien lo contrario: que no sabían a quién estaban asesinando, que les daba igual. A mí otras fuentes me deslizaron la hipótesis de que Lluch pudo ser elegido como objetivo precisamente porque, al estar retirado de la vida pública, al no llevar ya escolta, era más fácil de matar que otros. Triste pero verosímil.
Bueno, 21 años después, ETA ya no mata, pero no precisamente por efecto del «diálogo», sino porque el acoso inexorable de Policía Nacional y Guardia Civil no les dejó otra. El «diálogo» vino después, cuando se propició la legalización de un partido como Bildu, su entrada en las instituciones y, ver para creer, su elección como socio preferente del Gobierno de Pedro Sánchez.
A todos nos gusta pensar que el «diálogo» sirve para algo. Que el «diálogo» hace milagros. Que la política de apaciguamiento, igual que la música, tiene el don de amansar a las fieras. Bueno, pues qué quieren que les diga. Si miramos la realidad de frente y sin orejeras, da totalmente otra impresión. A los discutidos indultos de los golpistas catalanes (culpables de incontables muertes civiles, pero que por lo menos no tienen las manos manchadas de sangre…) está siguiendo el rápido acercamiento de presos etarras, el blanqueamiento de sus actos de exaltación y reafirmación, y hasta el descaro con que Arnaldo Otegi se toma su largo tiempo (décadas…) para levantar acta del sufrimiento de las víctimas del terrorismo y lamentar que no se haya «evitado». Lo cual no es exactamente lo mismo que pedir perdón ni ayudar a esclarecer tanto crimen pendiente. Bueno, más que no ser exactamente lo mismo… es que es justo lo contrario. Su discurso está en las antípodas de la reconciliación y de la redención.
Y por supuesto, de la libertad. Aquí no seremos libres de verdad ninguno mientras pese sobre todos nosotros la enorme losa de una historia tan amarga y tan tercamente reinventada. Ahora ERC pide derogar la ley de amnistía de 1977 para que se puedan juzgar los crímenes del franquismo. No negaré que a mí me podría hacer hasta ilusión que se hiciera justicia, sin ir más lejos, a Salvador Puig Antich. O que aparecieran por fin los restos mortales de Federico García Lorca. Pero mi instinto me dice que no va por ahí. La ley de Amnistía del 77 estaba pensada para vaciar las cárceles de presos políticos (estos sí) de Franco. Está claro que pudo aprobarse porque algún criminal franquista también esperaba beneficiarse de ella. Pero si volvemos a poner el marcador a cero, si decimos que ni olvido ni perdón para nadie… ¿no deberían volver a entrar en la cárcel muchos etarras? ¿No habría que recordar la intervención del recientemente fallecido Alfonso Sastre en el atentado contra Carrero Blanco? ¿No habría que desempolvar feos asuntos como la matanza de Paracuellos, la desaparición de Andreu Nin o las masivas ejecuciones sumarias bajo la presidencia de Lluís Companys?
Con su suprema habilidad de siempre, el PSOE ya ha fijado que el límite de estos experimentos, de llegar a hacerlos, tendría que ser el año 1982, casualmente cuando ellos llegaron al poder. No vaya a ser pues eso, que les vuelvan a pedir inesperadas cuentas pendientes del caso GAL…
En resumen, las amnistías que nos parecen tan exaltantes cuando sacan de la cárcel a los «nuestros» y tan tétricas cuando benefician al «enemigo» son algo con lo que definitivamente es peligroso jugar. No deja de ser una medida extrema, la justicia hecha gracia (o desgracia…), algo que solo tiene sentido para evitar males mayores y cuando todo el mundo está más o menos de acuerdo en enfrentarse casi al reto moral máximo que puede enfrentar todo ser humano: perdonar aquello que no tiene perdón. Pasar página de aquello que más cuesta olvidar.
En 1977 la democracia española pendía de un hilo y hubo que tomar muchas decisiones difíciles, algunas de las cuales se ven ahora cuestionadas. No frivolicemos aquello pidiendo alegremente «amnistías» de salón para personas que, con todas las formidables ventajas democráticas a su favor, es más, con abundantísimos resortes de poder institucional, económico y mediático, han elegido el camino de la discordia, el guerracivilismo y la fractura de sociedades enteras, como la catalana, en ciudadanos de primera, de segunda y hasta de tercera. Esto no se arregla con amnistías, señores. Se arregla aprendiendo de los errores del pasado y llamando a las cosas por su nombre. Un asesinato es un asesinato. Un procés es un procés. Una malversación masiva es una malversación masiva. Y para gobernar una España con todos estos problemas dentro no vale cualquiera. De gobernar Cataluña ni hablamos; mejor otro día…