He venido a hablar de mi libro
«Ya se habla de decaimiento o desfallecimiento del fenómeno Zemmour»
En las pasadas elecciones francesas, yo vivía en Burdeos. Recuerdo que cuando habían transcurrido un par de semanas de campaña, Marine Le Pen empezó a coger carrerilla en las encuestas y ventaja sobre sus rivales. Macron, en ese momento, era un proyecto no muy perfilado y el líder del Partido Republicano, François Fillon, todavía no había caído en desgracia, aunque ya revoloteaban alrededor de su cabeza informaciones como pájaros negros. El socialista Benôit Hamon estructuraba muy bien su discurso –era un buen orador–, pero se le veía bajo la sombra de la derrota y Mélenchon era un político histriónico y nervioso cuya radicalidad empezaba teatral pero no sabías cómo podía a acabar. (Tiempo después y por primera vez en mi vida, vi picas con sangrientas cabezas de papel en manifestaciones, portadas por seguidores suyos; sí, como en la Revolución). El run-rún del ventajismo dinerario de François Fillon en el Parlamento –donde creo recordar que su mujer figuraba como su ayudante– acabó estallando y el estallido arrastró al candidato de los republicanos, que se quedaron sin líder (y aunque aburrido, no era especialmente malo, Fillon). A partir de ahí, se instaló la sensación de que Le Pen era la reina del tinglado y no tenía rival posible. En algunas cadenas de televisión ni siquiera se le invitaba a los debates. Como si la cosa no fuera con ella o su caballo se hubiera salido de la carrera para trotar solo y llegar a la meta antes que nadie. Al mismo tiempo la desaparición de Fillon y el hundimiento de Hamon contribuyeron a que la figura emergente de Macron dejara de ser emergente y fuera quedando en figura estratégica a considerar muy seriamente. Y se multiplicaron los posibles votantes de La République en Marche. Recuerdo algunas comidas donde amigos y conocidos míos de, digamos, amplio arco parlamentario se manifestaban a favor del voto a Macron –y pensaban practicarlo– como solución frente a Le Pen.
Guardo los ejemplares de Le Figaro (en portada, dos fotografías: «Macron: 23% Le-Pen: 22%») y de Le Monde («Macron-Le Pen: les deux France») del día que regresé a Mallorca, el anterior a la votación de la primera vuelta. Ambos titulares habrían sido impensables varias semanas atrás. En aquellos meses, en Le Figaro escribía Éric Zemmour como lo hacía el gran Jean-Claude Guillebaud en Sud-Ouest. Los artículos de uno y de otro eran un complemento perfecto a otras lecturas en L’Obs y Le Monde: siempre me han gustado los planisferios terrestres, cuanto más completos, mejor; en los celestes –uno de mis defectos– me pierdo con frecuencia. Zemmour era un periodista brillante, polemista de frases fulgurantes e ideario no sometido ni a la moda, ni a la coyuntura. Nunca se situaba a la sombra de lo que se aplaude automáticamente. Habría podido ser un heredero de Revel, pero había en él algo menos feliz que en la manera reveliana de estar en el mundo e interpretarlo y una voluntad más densa y compleja. Basta comparar los físicos de ambos. Tampoco tenía el espíritu de sportman de Jean d’Ormesson y le faltaba la vertiente literaria de este. Pero era difícil saltarse sus artículos, de estilo tan punzante como impecable e ideas no por viejas menos nuevas. Aunque sus particulares arenas movedizas estaban en la piedra de toque de su combate cultural: la emigración en Francia y los derechos de la misma sobre los de los naturales. Detrás de eso, estaba la teoría de la gran sustitución, que no es de Zemmour sino del escritor Renaud Camus. Y aquí cito a Camus, Renaud: «La gesta central de la posmodernidad es la sustitución. De todo. De la literatura por el periodismo, del periodismo por el fact-checking o las fake news… La sustitución del arte por la política, de la cultura por la información, de lo real por lo falso…» (fin de la cita). Pero lo más curioso era que lo que sí se aceptaba a Houllebecq en sus novelas y entrevistas se le discutía y criticaba a Zemmour. En los últimos meses, Éric Zemmour ha dejado de ser un colaborador de Le Figaro para convertirse, sin ser político (al menos por ahora), en una estrella –luminosa para unos, oscura para otros– del mundo político francés, sobre la que todos hacen cábalas. Que la política es un gran teatro lo sabemos desde Aristófanes, pero el Caso-Zemmour resulta particularmente, cómo decirlo, ¿sintomático? Zemmour empezó a pasearse por Francia presentando su libro Francia no ha dicho su última palabra en lo que se llama promoción editorial. Zemmour iba a hablar de su libro, como Umbral en el manoseado programa de Mercedes Milá, pero durante toda la gira lo ha hecho ante miles de fans enfervorecidos como en un mitín, solicitudes de desembarco en la política, ataques de la izquierda, apoyos de la extrema derecha, vigilancia celosa de Le Pen y del Partido Republicano, comparación –equivocada– con Trump, y diagnósticos de que el periodista sería el candidato que aunaría la derecha conservadora y la extrema derecha. Macron lo ha ignorado y así ha seguido hasta hace poco. Parecía, Macron, el único en constatar que se estaba ante un periodista que vendía su libro, no frente a un candidato o rival posible. Y Éric Zemmour sin decir ni pío al respecto. Él estaba para hablar de su libro –por tanto de la Francia actual y sus soluciones– y los demás están hablando por él sin cesar. No deja de ser, en caso de que llegara a presentar esa anunciada candidatura, una curiosa forma de estar en política: de cocinero a fraile sin abandonar la cocina. Así ha sido hasta ahora aunque los mismos que esgrimían dicha tesis en los últimos días ya hablan de decaimiento o desfallecimiento del fenómeno Zemmour. El cansancio de todo también es posmoderno.