Ómicron: la enésima mutación… de la neurosis
«Las amenazas perpetuas son rentables para los medios de información, pero aún más para los partidarios de la política expansiva»
El enorme contraste entre las declaraciones de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y las de la doctora Angelique Coetzee, presidenta de la Asociación Médica de Sudáfrica, a propósito de la nueva variante ómicron del SARS-CoV-2, es bastante más que llamativo.
Mientras Coetzee, descubridora de esta variante, declaraba que «lo que estamos viendo ahora en Sudáfrica, y recuerden que estoy en el epicentro, es extremadamente leve», y añadía que «no hemos hospitalizado a nadie aún. He hablado con otros colegas y el panorama es el mismo», por su parte, von der Leyen se apresuraba a lanzar la voz de alarma, asegurando que el desafío que plantea la variante ómicron es una «carrera contra el tiempo» e instaba a todos a «prepararse para lo peor».
El alarmismo de von der Leyen me trae a la memoria la escena final de la película Los tres días del cóndor (1975), de Sydney Pollack. En esta escena se anticipaba la visión que marca a fuego nuestra época, la de un mundo globalizado y masivo que, para afrontar amenazas extraordinarias, precisa de gobiernos cada vez más poderosos que, aun formalmente democráticos, puedan actuar de forma expeditiva. De esa escena, destaco la respuesta del jefe de la CIA, J. Higgins, a las objeciones morales del analista Joe Turner respecto de los excesos del poder
Hoy se trata del petróleo; dentro de quince años, la comida […] ¿Qué cree usted que el país nos va a pedir que hagamos entonces? Pregúnteselo. Ahora no, entonces. Pregúnteles cuando empiecen a padecer escasez, cuando no haya calor en sus hogares, cuando pasen frío, cuando sus máquinas se detengan, cuando los que jamás padecieron el hambre comiencen a padecerla. No querrán que les preguntemos, querrán que se lo solucionemos todo.
El diálogo final de Los tres días del cóndor marca el punto de inflexión entre la confianza en el futuro, que siguió a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, y el miedo que, desde los años setenta en adelante, emergerá con fuerza en la sociedad moderna hasta convertirse en un sentimiento dominante.
Higgins en su alegato alude al petróleo porque la película se rodó durante la grave crisis del petróleo de la década de 1970. Pero más allá de esa alusión coyuntural, el mensaje es todo un clásico y podríamos decir que está grabado en el ADN de nuestra época. Higgins nos dice, básicamente, que el futuro nos aboca situaciones límite y, por lo tanto, la humanidad (que, en realidad, somos nosotros) debe ser gobernada con puño de hierro. Y la forma de persuadirnos para que consintamos en que esto se lleve a cabo es inoculándonos miedo.
La estrategia de infundir temor, que hoy parece dominar la política, es como una lluvia persistente que cae sobre un terreno previamente reblandecido. Y es que, antes de que el miedo se convirtiera en un sentimiento dominante, las personas ya habían perdido buena parte de su confianza en las propias fuerzas y empezaban a mostrar signos de una creciente ansiedad.
Este cambio no tiene un origen político sino existencial. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se produjo un proceso de integración social sin precedentes. El origen aristocrático dejó de ser definitivamente una condición para alcanzar el éxito o simplemente disfrutar de una buena vida. Cualquiera que invirtiera tiempo y esfuerzo en su educación y demostrara ciertas cualidades, encontraba su lugar en la sociedad moderna. Y aunque el azar y la suerte siguieron siendo relevantes, existía el convencimiento de que, si uno perseveraba, le iría bien. Sin embargo, esta confianza empezó a desvanecerse rápidamente.
Cuando los sociólogos analizaron los motivos, algunos advirtieron que las viejas actitudes eran desafiadas por infinidad de decisiones que, aun menores, resultaban críticas para los individuos. Ahora había demasiadas cosas que uno podía hacer mal. Podía elegir la escuela equivocada, la universidad equivocada, la carrera equivocada, el trabajo equivocado, las aficiones equivocadas, las relaciones equivocadas, el socio equivocado o el lugar de residencia equivocado.
Esto significa que el proceso de elección, además de comenzar de forma muy temprana, se prolonga indefinidamente. Frente a esta novedad, ni el carácter, ni el mérito demostrado, ni el conocimiento y la experiencia acumulados suponen una garantía: cualquier mala elección puede arrojarte fuera del camino.
La voluntad y la determinación ya no bastan. De hecho, se han devaluado frente a otras cualidades, como el oportunismo, la inteligencia emocional, la habilidad para las relaciones personales o el instinto para balancear costes y beneficios ante cualquier disyuntiva. Sujeto a estas cualidades, el individuo debe permanecer en estado de alerta permanente porque nada de lo que le sucede o pueda sucederle es un asunto menor. Así, existencialmente, según discurre el proceso de elección, el sujeto vive la angustia de la posibilidad.
La ansiedad surge de la idea de que todo está abierto y, al mismo tiempo, nada carece de sentido, que todo lo que somos y todo lo que tenemos está en juego constantemente. La simple idea de dejarse llevar por la vida se hace insoportable. El estrés de la ansiedad es el estrés del significado. Y éste, a su vez, el precio de la libertad en la sociedad moderna.
Pese a todo, tener que decidir constantemente es soportable para la gran mayoría de las personas. Al fin y al cabo, se enfrentan a cuestiones que comprenden y, mal que bien, pueden afrontar. Y aunque el resultado no sea el ideal, o incluso se equivoquen, se reconocerán a sí mismas en ese mundo cotidiano de elecciones y consecuencias que tienen un principio y un final.
El verdadero problema surge cuando nos vemos obligados a lidiar con desafíos globales, supuestas situaciones límite cuya dimensión y complejidad no podemos abarcar. Si además estas amenazas se prolongan en el tiempo de forma indefinida, si no tienen un final, la ansiedad original se convierte en angustia.
Esta es una de las características más singulares de nuestro tiempo, vernos constantemente obligados a afrontar grandes sucesos que se proyectan mucho más allá del horizonte. Desafíos globales en los que se alternan momentos de relativa calma y constantes alarmas. La sociedad se ve compelida a discurrir por una montaña rusa interminable sobre la que no tiene ningún control, coronando sus rampas con temibles admoniciones y presentimientos para, después, deslizarse hacia abajo con un largo y extenuante jadeo. Y vuelta a empezar.
Las amenazas perpetuas son rentables para los medios de información porque un único desafío se convierte en un filón inagotable de noticias, a cada cual más angustiosa y apremiante para atraer a la audiencia, pero son especialmente convenientes para los partidarios de la política expansiva porque la exacerbación del miedo, y la consiguiente demanda de seguridad, les permite acrecentar su poder, rebajar la vigilancia sobre cómo ejercen ese poder, penetrar todos los espacios públicos y privados e imponer su moral.
Nuestras sociedades parecen psicológicamente extenuadas porque el ecosistema informativo y político no hace otra cosa que infundir miedo con frenesí inaudito. Aún estamos intentando sobreponernos al último cataclismo y ya se advierte como lo más probable que otro nuevo tenga lugar. Los desastres hacen cola: el estallido de una nueva burbuja financiera, otra gran recesión, un colapso energético, un apagón universal, un shock logístico, una mutación letal…
Cuando Ursula von der Leyen advierte que hay que prepararse para lo peor, se olvida de la otra parte que es fundamental para poder afrontar la vida: también hay que esperar lo mejor. Creer que el mundo es un lecho de rosas y que nuestros actos no tienen consecuencias es una peligrosa estupidez, desde luego, pero también lo es trasladar constantemente a la opinión pública la idea de que, si algo puede salir mal, saldrá mal. Una cosa es prevenir y otra muy distinta gobernar mediante el pavor.