En la muerte de Almudena Grandes
«Si el fanatismo es improcedente post mortem debe serlo también en vida […] porque si algo enseñan las guerras civiles es que hay cadáveres que uno vela junto a su enemigo»
Debía ser sábado o domingo, porque estábamos comiendo los cuatro en la mesa de la cocina. El Telediario de las tres anunció la muerte del poeta Ángel González y yo di un respingón. En esa época, segundo o tercero de carrera, era un lector voraz de poesía, además de un pedante, habitual antifaz de la ignorancia. Voy a ir a despedirme, dije. Cuando mi padre me preguntó para qué no supe responderle. Supongo que quería demostrarme algo tan sencillo como que la muerte de Ángel González no me daba igual. Me puse una camisa y lo que parecía una americana y me planté en el tanatorio de la M-30 en compañía de mi amigo Dani.
En la sala reconocimos varias caras, pero no conocíamos a nadie, así que nos quedamos callados en una esquina. Luis García Montero se acercó y nos dio la mano con un gesto de compasión y agradecimiento. A unos metros, Almudena Grandes, que hablaba con alguien, me miró con simpatía antes de volver a su conversación. Nos despedimos levantando las cejas y apretando los labios y salimos. Es la única vez que vi a Almudena Grandes, fallecida hace hoy una semana. En aquel momento solo había leído una de sus novelas, pero seguía sus textos en El País Semanal. No sé si ya era una columnista política, pero para mí era una escritora, a quien disfrutaba leyendo y escuchando en La Ventana de la SER. Vivir es ir doblando las banderas.
Su muerte me sorprendió. No sabía que estaba enferma, aunque me dicen que lo había anunciado en una columna reciente; confieso que hacía tiempo que no me asomaba a sus columnas. Lamenté que el Ayuntamiento de Madrid no alcanzara un acuerdo para nombrarla hija predilecta, pero no puedo decir que me sorprendiera. Tendrá una calle, que no es poco, pero la división en torno a los honores que merece y el asombro que ha provocado entre la izquierda revelan dos claves de nuestro tiempo: la primera es la herida ideológica que nos divide. La segunda es la ingenuidad de una izquierda que considera que la tensión se detiene a mitad de cable.
Los políticos (y muchos periodistas) que esta semana han rendido pleitesía a Almudena Grandes no lo han hecho por su obra, sino por su militancia. ¿Se comportarían igual si se tratara de un escritor brillante pero con opuesta inclinación política como Mario Vargas Llosa? Recordarán que la izquierda votó en contra de que Quique San Francisco diera nombre al teatro Galileo y de que Andrés Trapiello recibiera la medalla de Madrid. Y uno no puede sorprenderse de que el mundo sea el lugar intransigente que contribuyó a crear. Uno de los dramas de perder a un ser querido es comprobar que vida no se da por aludida: los vecinos van a trabajar, cogen el metro, la Liga sigue y el Corte Inglés abre como si nada. El mundo que Almudena Grandes dejó atrás sigue ahí, y si tanto nos afectan las reacciones a su ausencia, debemos trabajar por cambiar algo. Porque el sectarismo se combate con la introspección, no con el señalamiento. Da vergüenza decirlo, pero no hay pensamiento más sectario que pensar que los sectarios son los otros.
La muerte no detiene nada pero algo enseña. Si el fanatismo es improcedente post mortem debe serlo también en vida, porque al fin y al cabo ese es un tren que nadie pierde. En la muerte nos encontraremos, por eso un tanatorio es siempre un armisticio, porque la muerte de un tercero nos agrupa. Porque si algo enseñan las guerras civiles es que hay cadáveres que uno vela junto a su enemigo.