La era post-democrática
«España es uno de los lugares en los que de forma más abierta y extendida se está socavando la legitimidad de nuestra democracia, incluso con la complicidad de la coalición que gobierna»
En Estados Unidos, el país donde vivo, se ha perdido la fe en el sistema democrático bajo el que ha permanecido durante toda su triunfal existencia. En 1958, un 73% de los norteamericanos confiaba en sus órganos de Gobierno; hoy, sólo el 17%. Según un estudio del instituto Pew, más del 60% de la población duda de la capacidad de sus compatriotas para votar adecuadamente. Thomas Ivacko, director del centro de estudios de la opinión pública de la Gerald Ford School de Michigan, asegura que, particularmente en los últimos dos años, se ha producido una «completa fractura» entre la población y el sistema político por el que se rige.
El peligro oficial que se dispone a enfrentar Estados Unidos en las próximas décadas es China, pero la principal amenaza para su democracia está hoy en el interior de su sociedad. La igualdad racial, el reconocimiento de toda clase de identidad sexual, los desequilibrios sociales se ven actualmente, en especial por los más jóvenes, como prioridades más acuciantes y relevantes que la defensa de las instituciones democráticas, a las que, de forma creciente, se observa como cómplices de la injusticias contra las que se dice luchar. «Estados Unidos es la única nación fundada sobre una buena idea, la propuesta de que el pueblo tiene que ser libre para alcanzar la felicidad. En los años recientes, sin embargo, la felicidad ha sido elusiva para esta nación dispéptica en la que demasiada gente piensa y actúa como tribu y define su felicidad en función de la infelicidad de otra tribu», afirma George Will en su libro American Happiness and Discontents.
Hace pocos días, en un almuerzo-tertulia en Washington con personas significadas de la política, la economía y la diplomacia, en su mayor parte procedentes de América Latina, quedó clara la preocupación ampliamente compartida por la inseguridad, la corrupción y, de forma destacada, la desigualdad social como problemas mayores en cada uno de sus países de origen, muy por encima de las restricciones a la libertad individual, la carencia de prensa independiente o las limitaciones al voto. Parecía fácil llegar a la conclusión de que si la democracia no sirve para atajar la desigualdad, otros sistemas de Gobierno no necesariamente democráticos se abrirán paso. Aparentemente, hoy el problema no es Cuba, hoy el problema es la lista Forbes.
En Chile, enfrentado ahora al dilema de tener que elegir entre dos candidatos presidenciales inadecuados, resulta aún más grave la absoluta pérdida de confianza nacional en el proceso político que condujo a ese país a la democracia y le otorgó un largo periodo de estabilidad y prosperidad. Un sentimiento colectivo de culpa hace que la sociedad chilena se autoflagele y flagele a su democracia por haber creado las condiciones de desigualdad social en las que ahora se apoyan quienes exigen la reforma del sistema desde los dos extremos del espectro político.
Fenómenos similares se reproducen en muchos otros lugares del mundo en los que se sufre desigualdad, pese a que se ha reducido la pobreza, precisamente porque muchos de esos antiguos pobres constituyen hoy una clase media mucho mejor informada -o, al menos, con más acceso a información- que reclama derechos cuya existencia incluso desconocía décadas atrás. Cuando la democracia se muestra incapaz de satisfacer esos derechos de forma tan extensa y rápida como reclaman las sociedades modernas, todo el sistema queda invalidado a los ojos de la opinión pública.
También la historia se utiliza con frecuencia en este tiempo para combatir los sistemas democráticos liberales, que nacen, por supuesto, de pasados crueles, coloniales, violentos, injustos, racistas, como es la historia. No hay un sólo país en el mundo que no sea fruto de una historia sangrienta. Hasta Costa Rica libró una guerra y sufrió dictaduras tras su independencia. También Suiza emergió de una guerra civil. Pero hoy se pretende reinterpretar la historia para cuestionar el presente y se utiliza el pasado violento a fin de poner en duda la legitimidad de nuestras democracias europeas para exigir respeto a la libertad y a los derechos humanos en otros países.
España es uno de los lugares en los que de forma más abierta y extendida se está socavando la legitimidad de nuestra democracia, incluso con la complicidad de la coalición que gobierna. En su libro The Power of Geography, el periodista británico Tim Marshall incluye a España en una lista de los diez escenarios en los que está en juego el futuro del mundo. Según él, el resultado de la ofensiva nacionalista en Cataluña y el País Vasco contra la integridad territorial española va a definir en gran medida el porvenir de la Unión Europea y de Europa en su totalidad. En su opinión, España -como lo fue Grecia en el pasado- es uno de los puntos en los que Rusia y China han puesto su mirada como un potencial pivote para la desestabilización de la democracia europea, precisamente por la presión del nacionalismo.
Hasta hace muy poco España era una historia de éxito. El grado de bienestar y de democracia de los que goza nuestro país -ya equiparables a los de cualquier estado europeo- aún causa sorpresa a quienes lo conocieron hace sólo 40 años. Sin embargo, vigorosas fuerzas populistas en la derecha y en la izquierda -estas últimas con el agravante de que lo hacen desde el Gobierno- cuestionan abiertamente esos méritos, reinterpretan nuestra Transición, dan legitimidad a partidos independentistas y radicales que, si no ahora, en la siguiente legislatura o en la siguiente o cuando crean que la situación es propicia, volverán a atacar la unidad de España, instrumento imprescindible de nuestra democracia. Todo en nombre de nuevas metas, supuestamente más avanzadas, en nombre de la diversidad, de la igualdad social, todo ello, aparentemente, más importante que la democracia, esta democracia imperfecta, frustrante a veces, disfuncional con frecuencia, pero la única democracia sin apellidos, la única que conocemos, la que ha llevado a España a donde ahora se encuentra y la única que nos garantiza la libertad.