Navidad a la europea
«A algunas personas no les gusta la palabra Navidad. Hay una alternativa para ellos, el eufemismo «fiestas», una moderna vaguedad como tantas otras. El problema es que ahora la Comisión la recomienda para no «ofender» las nuevas sensibilidades»
A algunas personas no les gusta la palabra Navidad. Afortunadamente, son libres y hay una alternativa para ellos, el eufemismo «fiestas», una moderna vaguedad como tantas otras. El problema es que ahora la Comisión nos recomiende utilizar esta expresión para no «ofender» las nuevas sensibilidades.
Bajo esta nueva y borrosa cobardía de la corrección política triunfa sobre todo hoy en la izquierda una forma de hipocresía, la del occidental que se apunta en nombre del bien común a todas las modas identitarias, en base a unas cuantas confusiones abstractas. Son modas a las que se apuntan los modernos (con su insoportable eugenismo) que desconocen su pasado y que temen a lo desconocido, a su propia cultura. Se prestan a ser dóciles a todas las disciplinas llamadas ‘internacionales’ y creen que Occidente es el perfecto culpable. Decía Chesterton que nuestras ruinas colosales son para el moderno sólo enormes monstruosidades, pero que «no hay en realidad valor alguno cuando se atacan cosas viejas o anticuadas, como no lo hay en ofrecerse a atacar a nuestra abuela».
Con las fiestas simbólicas de la Navidad, con la coronación de los reyes y con la celebración de otras tradiciones, Europa oponía al método revolucionario el método de la continuidad, el de la tradición. Ahora, en nombre de «ilustrar la diversidad cultural de Europa», y para «destacar la naturaleza inclusiva de la Comisión Europea con respecto a todos los modos de vida y creencias de los ciudadanos europeos», se nos recomienda que renunciemos a la Navidad. La cultura debe hacerse pequeñita para sobrevivir, es la primera vez en la historia que el anfitrión tiene que esconderse debajo de la mesa, disculparse por ser europeo y celebrar la Navidad en su propia casa.
El nuevo revolucionario, cuyo objetivo es hacer el «bien común», pretende hacernos creer en nombre del práctico multiculturalismo que es una buena idea arrugarnos para no avivar los odios internacionales. Es potencialmente peligroso porque esta idea está basada en un profundo resentimiento hacia occidente, y porque a su vez reafirma los discursos de extrema derecha que han resurgido en los últimos años en Europa. Éric Zemmour, candidato a las elecciones francesas se ha hecho famoso por su crítica al multiculturalismo y aún puede que le regalen un argumento precioso para ganar más votos y vender más libros. Hacer de la política europea una lucha de credos no es una buena idea, tanto si proceden de la extrema derecha como si vienen de una profundamente concernida comisaria de la UE, o del mismísimo Vaticano, que también se ha pronunciado. ¡Menudos son los del Vaticano!
Son unos ideales suicidas para nuestra cultura, que hacen que uno quiera venderla al mejor pastor revolucionario salido de una universidad americana. Cuando hablan de hacer la revolución social, del gran alzamiento de los pobres contra los ricos, se olvidan de que Francia llevó a cabo aquel experimento hace siglos. ¿En nombre de qué exactamente se pide aniquilar la cuna de la civilización, el laboratorio de la pugna entre tradición y revolución, los ideales liberales? La cultura es una planta rara y delicada, que entre todos debemos cuidar, al igual que la libertad. Liberté en Europa siempre ha significado libertad para ser realmente quien uno es, pero ahora la Comisión antieuropea quiere que transitemos de la cultura a la policía cultural del lenguaje.
Si exhortamos a las personas a trascender completamente sus lealtades y sus raíces, esto implícitamente reconocería a aquellos partidos de extrema derecha la facultad exclusiva de representar y dotar de significado al concepto de cultura europea. La reivindicación de la memoria, la cultura, el patrimonio y el pensamiento histórico y religioso es fundamental, propicia el sentimiento de pertenencia, y por extensión, el enraizamiento. Pero además, evita que la política se convierta en un ejercicio de hipocresía. El único argumento que solía esgrimirse a favor del multiculturalismo era que, al menos, nos salvaba del fanatismo. Curiosamente, ahora parece que puede impulsar la guerra de credos con tintes fanáticos y además por una buena causa, la supervivencia de la cultura propia.