Gil de Biedma se equivocaba
«La Constitución del 78 es un texto luminoso, propulsado por el consenso, que institucionalizó los contrapesos y diseñó un control democrático transparente»
Puedo afirmar que, en términos históricos, nací en las primeras etapas de la democracia. Forjé mi personalidad en los noventa, década en la que España empezaba a ser un país libre consolidado pese a algunos peligros preocupantes como el terrorismo de ETA o la epidemia de drogadicción organizada que pudría Galicia. Aun con a las estrecheces propias de una familia humilde, recuerdo aquella colección de años como felices y cómodos. Iba a la escuela, vivía en un lugar seguro y el futuro no parecía un gran problema para todos los adultos encargados de mi bienestar. Atesoro, además, recuerdos especialmente bonitos que me devuelven de vez en cuando a las vacaciones de verano familiares o la libertad que solo dan julio, un pueblo y unos pantalones cortos de lycra.
Narro esto no porque quiera aburrirles, sino porque la realidad que describo, pese a su simplicidad, no me habría correspondido jamás si España no hubiera cambiado en el 78. Es absolutamente asombroso que una familia cuyos basamentos genealógicos eran la pobreza y los lastres de la represión franquista, en tan solo una generación, haya sido capaz de poner a sus hijos en una situación de comodidad que estarían lejos de haber soñado unas décadas antes. Además, es justo decir que este no es un relato excepcional, sino una serie de logros agregadores de bienestar que llegó a un número no desdeñable de capas de la sociedad española. Cuestiones que hoy nos parecen tan básicas como el acceso a una educación pública competitiva o a la sanidad universal son patrimonios especialmente valiosos para quienes antes solo heredaban la pobreza.
Pertenezco a una generación que ha hecho girar su descontento político en gran medida en torno a la impugnación del llamado Régimen del 78. Huelga decir que estas reivindicaciones son justas, sin embargo lo son precisamente porque estamos llamados a mejorar un espacio de convivencia sin precedentes para España. La Constitución del 78 es un texto luminoso, propulsado por el consenso, que institucionalizó los contrapesos y diseñó un control democrático transparente. Además, introdujo la condición de ciudadanía, que no es otra cosa que la equiparación en dignidad de todo el pueblo. Tanto ha sido así que nos ha granjeado un contexto político alejado de turbulencias significativas durante más de 40 años: se trata de una constitución estable -desde la Pepa habíamos visto otras 10 antes-. Habla también de su excelencia el hecho de que haya arrojado certezas jurídicas para afrontar nada menos que una pandemia.
Volviendo a las reivindicaciones que nos debemos como izquierda, creo que cabe un apunte más: la Constitución Española es un ejemplo del valor del empeño. Su arquitectura está marcada por las profundas convicciones del socialismo español; hondo, valiente y, sobre todo, muy generoso. Dijo Ramón Rubial que «la Constitución supone la libertad». Por supuesto que hablamos de un texto que debe adaptarse a los desafíos actuales, especialmente los que plantean el clima y la desigualdad, pero no podemos desdeñar que es una historia de éxito para un país del que Jaime Gil de Biedma escribió aquellos amargos versos: «De todas las historias de la Historia/sin duda la más triste es la de España/Porque termina mal». En una época donde prima la volatilidad por encima de las certezas, bien merece la pena recordar que gran parte de lo que hoy reclamamos los jóvenes cabe en la defensa del marco que propone la Constitución Española. Estamos a tiempo de demostrar que Gil de Biedma se equivocaba.