El banquete de los antiguos: crónica de un viaje romano
«Íbamos a Villa Giulia con la esperanza de encontrar algo del espíritu de aquellos banquetes que conocemos por cómo los idealizaron en sus textos Platón, Jenofonte, Jenófanes o Ateneo»
Después tres días de estancia en Roma empezamos a preocuparnos por nuestra salud, sentíamos que si nos pincharan sangraríamos queso fundido y grasa de guanciale. Juramos solemnemente que ayunaríamos ese día, y fuimos a pie los cinco kilómetros que había hasta Villa Giulia desde la Real Academia de España en Roma, a donde habíamos ido una pianista, un pintor, una fotógrafa y servidor con el proyecto de diseñar un simposio socrático: una experiencia para los cinco sentidos en el que comensales de toda condición beben juntos y piensan en alto sobre un tema. Algo difícil de explicar como un empeño serio sin levantar sospechas de que uno está vistiendo con un discurso cultural la enésima gastrogilipollez experiencial en busca de comprador.
Íbamos a Villa Giulia con la esperanza de encontrar algo del espíritu de aquellos banquetes que conocemos por cómo los idealizaron en sus textos Platón, Jenofonte, Jenófanes o Ateneo, y de cuya puesta en escena algo queda en los dibujos de la colección de cerámica etrusca que la villa alberga. El lugar es un imponente palacio renacentista con una fachada en forma de semicírculo abierto hacia un ninfeo excavado de donde brota agua subterránea y en cuyos oscuros rincones uno esperaría encontrar a un sileno durmiendo la mona y no a mis compañeros de viaje escondiéndose de los guardas para echarse un cigarrillo y hacer una pesada digestión antes de ver nada que recuerde a un banquete.
Hasta aquí veníamos todo el camino en ayunas, resistiendo heróicamente a la sucesión interminable de coloridas trattorias, osterias, pizzerias, paninotecas y salumerias desde las que la tentación del queso fundido acecha al caminante con mil formas diferentes. Nuestra recaída se produjo poco antes de llegar a nuestro destino, cuando pasamos delante de un destartalado recinto en cuyas tapias asomaban cachos de vidrios: ese sistema antirrobo casero e ineficaz que siempre me ha evocado la imagen de un portero partiendo botellas con saña mientras imagina a un caco desangrándose con sus manos atravesadas como las de un Cristo. Era un mercado de abastos lleno de mammas italianas comprando berenjenas y albañiles devorando bocadillos de colesterol a la plancha de los que chorreaba grasa por los codos. Fue la vanidad la que nos hizo entrar en el mercado, queríamos demostrar en Instagram que habíamos descubierto un santuario de autenticidad –100% libre de hípsters y turistas – y ya de paso quisimos comprar un botellín de agua en uno de esos puestos abigarrados que venden desde manitas de cerdo cubiertas de moscas hasta lotería. Al acercarnos incautamente al mostrador -error- un hombre gigante en delantal nos preguntó de qué queríamos el bocadillo, y antes de que aclaráramos que solo veníamos a por agua, empezó a cantarnos las diversas posibilidades de un panini: carciofi, melanzane, zucchini, burrata, ricota, coppa, salsiccia, pepperoni, pomodorini secchi. La derrota fue inmediata. No he comido mejor bocadillo en mi vida, ni uno con más salsas e ingredientes. A veces, more is more.
Peor que traicionar un ayuno nos parecía incumplir la primera regla de todo banquete, que es olvidar cualquier prisa por abandonar la mesa, así que celebramos aquel bocadillo pidiendo más bocadillos. En ese rato de gloria en el mercado renunciamos a la absurda ambición de visitar otros museos después de Villa Giulia. Conviene ir a los museos sin ansiedad por ver mucho más que lo primero que nos asombre, pues la retina se empacha pronto, lo segundo no asombra tanto, y en aquel museo íbamos a encontrarnos con una famosa pieza que siempre he querido contemplar con calma, pues da para pasar el resto de la vida pensando en ella.
Uno la reconoce en cuanto entra al museo, al fondo de la primera galería se adivina ya una vitrina con la silueta de dos personas abrazadas. Nadie se ha burlado de la muerte con más alegría y perseverancia que esa sonriente pareja etrusca, que lleva dos mil quinientos años recostada sobre un diván. Ella extiende sus brazos con gracia y en el gesto de sus manos se adivina la ausencia de aquello que le ofrece amablemente a su marido, y que los arqueólogos creen que podría ser un perfume, un ungüento, una fruta. Él rodea a su mujer con un brazo, y en sus manos también vacías es posible que hubiera sujetado una cílica con la que habrían bebido el vino. La pérdida de aquellas cosas que sujetan me resulta afortunada, no hace más que invitar a la imaginación a hallar aquellos objetos de deleite que completarían esta escena de banquete.
Nada induce a pensar que en las entrañas de esta pieza de terracota a escala real están las cenizas del alegre matrimonio. A pesar de lo festivo de la puesta en escena estamos en realidad ante una tumba, un sarcófago minuciosamente reconstruido a partir de cuatrocientos fragmentos descubiertos hace casi un siglo y medio, y encajados como un rompecabezas: la suerte quiso que los añicos enterrados de esta pareja cuyo nombre jamás conoceremos pudieran recomponerse para que volvieran a esgrimir esa sonrisa desafiante que proclama con alegría su triunfo sobre la muerte, los dos juntos en un eterno banquete.
Y es que lo importante del banquete no era tanto comer, como lo era estar juntos, disfrutar juntos con los cinco sentidos y pensar juntos. No se trataba por tanto de una persecución sofisticada del placer de la gula, si no de la construcción de un espacio para la alegría compartida: el banquete es una comunión. El propio Cristo instauró la eucaristía precisamente en un banquete. Las etimologías de hecho ignoran la parte de la comida y se concentran en el hecho del acto compartido. Los romanos llamaron a su banquete convivium, que literalmente quiere decir convivir. El banquete griego que conocemos a través de los textos de los discípulos de Sócrates era llamado symposion (de ahí la palabra simposio), que literalmente quiere decir ‘beber juntos’ y que en realidad se limita a la parte final del banquete tras la comida, concretamente a la sobremesa y a las actividades que en ella se realizaban: escuchar música, cantar, recitar, oler perfumes, contemplar bailes, provocar la risa y lo más importante de todo, conversar. Para ello era importante sostener el punto de alegría del vino, y jamás emborracharse.
En el Banquete de Jenofonte, Sócrates le pregunta a Hermógenes, uno de los asistentes, «qué es beber de más» y este responde, «molestar por culpa del vino a los que están a tu lado», que a falta de un análisis sanguíneo de transaminasas me parece la mejor medida para determinar lo que constituye excederse con la bebida. Sócrates le responde a Hermógenes que él está molestando a los otros comensales con su silencio durante esa velada, y es que el banquete exige comunión y para ello cada uno debe intervenir en la conversación: mantenerse en silencio era una manera de molestar. Yo también lo creo, uno no invita a comer a alguien, se esfuerza en hacer una buena comida y en poner la mesa bonita para tener a un pasmarote delante. En todo caso, hay maneras de estar en silencio más agradables que otras, está la del tímido que sonríe y mira con gesto amable, y luego está la del tipo torvo de mirada esquiva que observa a los comensales con mirada juzgona.
Un peldaño por encima del tipo que se mantiene en silencio –la ineptitud total como comensal– está la de quien habla de temas en los que jamás pueda ofender a nadie: la meteorología, la ruta más adecuada para llegar de un lugar a otro, el precio del pescado fresco. A la misma altura quizás están los que en ausencia de algo importante que contar te cuentan una desgracia ajena, a ser posible el cáncer de una prima o de un tío. Después están los que buscan discutir y ganar la discusión, pero siempre sobre algo que previsiblemente no genere un conflicto desagradable: qué delantero es el más adecuado para fichar en invierno, si la tortilla de patatas debe llevar cebolla o no, cuál es la playa más bonita de Asturias.
Por encima de esta dinámica de disputas irrelevantes empieza la chicha: cotillear sobre personas que no están presentes y criticarlas. Esto suele generar una complicidad inmediata entre comensales, pero tiene el peligro de que todas las indiscreciones y calumnias que uno raje se cuenten a terceros fuera de la cena y se vuelvan en contra de uno de manera desagradable.
Quizás a un nivel superior estén las discusiones sobre lugares comunes y topicazos de la conversación ideológica del momento, temas que chocan con los valores fundamentales de demasiadas personas y sacan al activista que algunos llevan dentro, todo un deporte de riesgo en la mesa (las mujer pueden tener pene, la tauromaquia es ecológica, la vacuna debiera ser obligatoria) pues la gente raramente se adentra en este tipo de discusiones abiertas a la posibilidad de modificar su opinión.
Finalmente, yo sitúo por encima de todo comercio oral de sobremesa, las conversaciones de los banquetes socráticos que quizás no sean más que creaciones literarias que nunca tuvieron lugar. En ellas se discutía sobre ideas -no ideologías- y se elaboraba el discurso incorporando e interpelando al otro, no derrotándolo.
Como la combinación de vino, música y perfumes del simposio llaman a la exaltación de la amistad y al magreo, la idea de la que se discute de forma recurrente en la literatura de simposio es la del amor (y los amoríos). Y del amor, como de todas las otras grandes ideas, cualquiera que esté sentado en a la mesa podría decir algo si a los más habladores se les supiera hacer escuchar y a los más tímidos se les supiera hacer hablar. Por eso el simposio griego tenía un director, el simposiarca, que dirigía el entretenimiento musical del banquete, administraba el vino para tirar de las lenguas y abrir los corazones, proponía el tema de conversación y hacía participar a cada uno de los comensales en ella.
La amistad entre los compañeros de este viaje a Roma se había fraguado en la comensalidad, en torno a la mesa que hay dentro de la cocina-laboratorio del restaurante Noor en Córdoba. El grupo lo forman un matrimonio sevillano, Manuel León (el pintor) y Celia Macías (la fotógrafa), una pianista clásica de Villa del Río, María Dolores Gaitán, y su novio, el cordobés Paco Morales, que soñó con venir y en el último momento despertó en su realidad, que es la de dirigir a pie de cañón su restaurante de dos estrellas Michelín, algo que difícilmente se puede hacer a distancia con el grado de perfección que este chef se exige a sí mismo.
En esa mesa del laboratorio de Noor, asombrados por esa cocina minuciosa de Paco Morales, donde cada plato es además una lección de historia y un cuadro comestible, nos habíamos imaginado qué podríamos hacer juntos con lo que cada uno hacía por separado, es decir: cocinar, tocar el piano, pintar, hacer fotos y en mi caso, escribir. Normalmente cuando se hacen este tipo de experimentos donde la cocina se encuentra con otras artes, todo termina siempre supeditado a la comida, el artista crea una vajilla, la música acompaña a la cena de fondo como mera atmósfera y la fotografía muestra la comida con la intención de despertar a los jugos gástricos. De esta manera las artes a menudo se convierten en accesorios lujosos que conforman el marco de experiencias gastronómicas cada vez más decadentes y más vacuas, el protagonismo recae siempre en la comida, en ponerse bizco de las cosas más raras, zamparte láminas de oro y echarle caviar a un torrezno mientras proyectan un cielo de nubes en la mesa por videomapping. Pero en realidad, y como he dicho antes, lo importante de todo banquete jamás fue jamar sino estar juntos. El sym de symposion y el con de convivium. Como ya nos contaron los griegos, el banquete se vuelve una experiencia realmente memorable cuando uno sale de él iluminado por una buena conversación, por la sensación de que quienes fueron comensales abrieron sus corazones, cantaron, recitaron, compartieron sus historias y pensaron juntos y en alto sobre las cosas que realmente importan.
En el banquete socrático, la comida, la bebida, la poesía, la música y esa vajilla pintada que ha sobrevivido hasta hoy, no eran más que medios para elevar a los comensales al estado y la disposición en que ese tipo de conversaciones eran posibles. Por eso, el banquete que nos imaginábamos en Roma, tras comer un bocadillo en el mercado, no se preocupa tanto de la comida como de entender cómo se construye un espacio que hace posible la conversación constructiva sobre ideas entre gente que piensa distinto y que ve a la sociedad desde funciones diferentes: en el banquete que describe Platón, a la mesa se sentaban un escritor de comedias y otro de tragedias, un filósofo, un experto en leyes, un médico, y un general. Está claro que uno tiene poco que aprender escuchando a los que opinan igual y trabajan más o menos en las mismas cosas, que es lo que suele pasar en la mayoría de las mesas. Vivimos tiempos en que las verdades se construyen sin el otro y contra el otro.
En el piso de arriba de Villa Giulia hay una sala entera dedicada a la parafernalia del banquete. Ánforas que almacenaban el vino, cráteras donde ese vino se mezclaba con agua antes de beberlo y se consagraba a un dios, y las anchas cílicas que servían de copas a los comensales y que en bajo vino diluido mostraban la cara de un sátiro. Toda esta cerámica para el banquete estaba profusamente decorada con pinturas, que a menudo representaban escenas del propio banquete: comensales en túnicas recostados en los divanes del triclinio, levantando la cílica, tocando la lira o escuchando a una flautista.
Además de la cerámica hay en esta sala piezas metálicas: altos candelabros, venencias para extraer la mezcla de la crátera y coladores de metal para filtrar un vino que estaría lleno de posos. Al ver estos coladores recordé una oda que habrá sido recitada en miles de banquetes romanos y cuyo fragmento más célebre –carpe diem– ha sobrevivido hasta convertirse en la frase más tatuada en los pechos, brazos y glúteos de los millennials: la Oda XI de Horacio. Hay otra frase en esa oda que siempre me había resultado incomprensible: aquel en que el poeta conmina a Leucónoe a filtrar el vino (vina liques). Hasta ver esos coladores en Villa Giulia, siempre me había preguntado por qué Horacio le pedía semejante tarea a Leucónoe, ¿se le habría roto el corcho dentro del ánfora? Ahora entendía por fin que en la época de los etruscos y posteriormente en la de Horacio, no se podía disfrutar del vino sin un colador, y que el poeta en realidad le estaba recomendado a Leucónoe que bebiera vino mientras pudiera disfrutar del aquí y del ahora.
Al catálogo de diseños de los tatuadores, no ha llegado el resto del verso que sigue a lo de carpe diem: quam miminum credula postero, algo así como «no te fíes del mañana». Guiado por esta admonición que el colador de vino etrusco me había recordado, propuse a mis compañeros de viaje que puesto que estábamos todos juntos en una misma ciudad, y aunque no tuviéramos al cocinero entre nosotros, hiciéramos el banquete que imaginábamos con lo que encontrásemos, aunque fuera con un bocadillo como el que habíamos comida poco antes. Lo importante era tener en la mesa a gente que nos pudiera dar una perspectiva distinta sobre una idea de la que todos pudiéramos hablar.
Maria Dolores, la pianista, que en su búsqueda de piezas musicales desconocidas ha estudiado el legado musical del ejército, nos contó que conocía a un general de infantería retirado que estaba en Roma esos días para asistir a la ordenación como diácono de un sobrino. Yo pensé en quién conocía en Italia que pudiera discutir en español: sabía de un diácono jesuita en Nápoles, con estudios de filosofía, que en su día me contactó por Instagram para proponerme un club de lectura sobre mi novela. Ambos aceptaron con ilusión la invitación de estos desconocidos. De repente, y por pura casualidad, teníamos como en el banquete de Platón, al general y al filósofo. Es decir, voces complementarias de otros, poco más necesitábamos.
Cuando contamos a los artistas becados y a los gestores culturales de la Real Academia que íbamos a improvisar una cena con un general de infantería y un jesuita, percibimos cierta perplejidad. Invitamos a cualquiera que quisiera sumarse, había buenos vinos, María Dolores tocaría el piano como los ángeles, yo había preparado un tema que consideraba que para un artista con curiosidad sería interesante discutir con un militar y un religioso: la idea de la vocación.
Nadie en la Academia aceptó la invitación. Los artistas cenaron con los artistas, los gestores mandaron a alguien a vigilar. El que vigilaba dejó de vigilar y empezó a escuchar, terminó uniéndose a la mesa y cenando con nosotros. Ha sido una experiencia catártica, dijo al final del banquete.