Pasaporte a la libertad
«Tomarse una cerveza o viajar en coche no son, probablemente, derechos fundamentales. Pero su renuncia temporal solo podrá realizarse mediante un consenso en torno a nuevos deberes constitucionales»
En algunas comunidades autónomas se ha implantado la necesidad de un pasaporte covid para entrar a lugares de ocio. La medida está causando cierto revuelo porque los ciudadanos ven afectada su libertad. No es algo nuevo, desde que comenzó la pandemia hay un conflicto entre las medidas de la administración tendentes a proteger la salud y aquello que los individuos consideran propio de una forma de vida capitalista largamente consolidada: la posibilidad de consumir, de ir y venir sin restricciones, lo que Benjamin Constant llamó hace un par de siglos goce privado o «libertad de los modernos».
Para adoptar medidas limitativas de derechos el poder público debe atender a la precaución y la transparencia, como se establece en la Ley general de Salud. El Consejo Interterritorial del Sistema de Salud viene usando informes que no se han hecho públicos en los que se señala que el pasaporte covid reduciría los infectados y por lo tanto el peligro de colapso de hospitales para hacer frente a los enfermos críticos (mayormente los no vacunados). Un artículo publicado recientemente en la revista Lancet parece poner en cuestión esta conclusión. En cualquier caso, a casi nadie se le escapa que dado el comportamiento descuidado que suele tenerse en interiores, el pasaporte tendría como objetivo final el de incentivar la vacunación de forma indirecta.
No cabe en nuestro sistema constitucional la vacunación obligatoria, si por «obligatoria» entendemos un acto compulsivo que constriña físicamente a un ciudadano a inyectarse la dosis correspondiente: sigue vigente, entre otros, el art. 15 CE que protege el derecho fundamental a la integridad física. Pero cabe, usando el principio de proporcionalidad (medida adecuada, necesaria y no excesiva), inducir a los individuos a vacunarse imponiendo un pasaporte para disfrutar la libertad de entretenerse, comprar en rebajas anticipadas o tomarse un refresco en un bar. Naturalmente, tenemos por el otro lado la libertad de empresa de hosteleros y comerciantes, que desde que apareció la pandemia ha quedado reducida a un mero principio orientador.
España tiene altos niveles de vacunación. Casi un 80% de la población tiene las dos dosis, lo que explica que la situación epidemiológica y de los hospitales sea mejor que en otros países. Sorprende, como ha señalado aquí mismo Benito Arruñada, que en naciones con tradición democrática más consolidada, los ciudadanos muestren más reparos a la vacunación y al pasaporte covid. O no tanto. Recuérdese, por ejemplo, que en Alemania el Tribunal Constitucional ha proclamado un derecho fundamental a la libertad que ha servido para medir la legalidad de la prohibición de viajes al extranjero o de dar de comer a las palomas en las plazas. Ese parámetro, si existiera en nuestro país, que no existe, resultaría valido para cuestionarse los obstáculos a libertades que suelen ser (des)calificadas como de «cubata» o incluso de «cayetanos». Grandes hallazgos, los nuestros.
Pero haríamos bien en confiar no solo en las razones del derecho motorizado y administrativo para explicar a los ciudadanos que viene un entorno de riesgo -lo que vale para el covid valdrá para el antropoceno que asoma-, donde la acción derivada de la libertad se va a ver seriamente transformada, mermada y, en ocasiones, cuestionada. Tomarse una cerveza, viajar en coche o darse una ducha al día no son, probablemente, derechos fundamentales. Pero son actividades imbricadas en nuestro modus vivendi de tal forma que su renuncia parcial o temporal solo podrá realizarse mediante un cierto consenso democrático en torno a nuevos deberes constitucionales. Para reconstruir ese consenso tendríamos que disponer de un concepto compartido de ciudadanía republicana que en España ha sido despreciada por lo que ayer fue una tradición antiliberal y hoy es un movimiento identitario que pretende convertir la sociedad en una novela de Houellebecq. No lo tenemos y en política, ya se sabe, normalmente se recoge lo que se siembra.