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Jorge San Miguel

El consenso

«Ha llegado un momento en España en que, cuando alguien habla de ‘consenso’, hay que echar mano, si no a la pistola, al menos a la cartera»

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El consenso

Alejandro García | EFE

Ha llegado un momento en España en que, cuando alguien habla de «consenso», hay que echar mano, si no a la pistola -cuidado ahí-, al menos a la cartera, que es lo propio de sociedades pacificadas y tecnocracias del bienestar. Porque es probable que nos la estén robando. Así, por ejemplo, a los castellanohablantes de Cataluña les llevan robando la cartera y las oportunidades unas cuantas décadas con un consenso lingüístico que nunca fue tal, pero que, como el cuento del recurso del Estatut o el del 80% a favor del referéndum, reaparece cada vez que algún político nacionalista o algún clérigo de la cuerda quiere embarullar. Ayer, sin ir más lejos, conocíamos un estudio de Olivas, Santana y Rama que muestra preferencias dispares según el voto pero que, en media, deja las cosas bastante cerca de ese 25% de horas lectivas en español ratificado por el Supremo -vale la pena también decir que ni los votantes independentistas llegan a exigir el 60% en catalán.

Podríamos hablar igualmente del estudio de Calero y Choi sobre los efectos negativos de la inmersión sobre los alumnos castellanohablantes. Es igual. Tampoco hay que ser un lince para entender qué sucede cuando una lengua se relega al registro informal y qué intención puede haber detrás del enconamiento con excluir al castellano incluso en los niveles marginales en que lo confina actualmente la letras de la ley. Tenemos unos debates muy animados sobre meritocracia y políticas regresivas que, extrañamente, casi nunca alcanzan al meollo de la perpetuación de élites en lugares como Cataluña. Nuestros obsesivos medidores de regresividad socialdemócratas, tan atentos a las tarifas de autobús o al venenoso influjo de las casas de juego, se vuelven agnósticos cuando llega el momento de comparar los apellidos mayoritarios en Cataluña y en los gobiernos de Cataluña. Todo aparece nebuloso, oculto tras el velo de Maya.

A todo esto, una familia de Canet se ha atrevido a sentirse amparada por la ley, y eso viene mal ahora que nos cogobiernan los independentistas, ahora que nos han trasplantado a la intelligentsia del tercerismo a los salones de progreso madrileños y hasta a los ministerios del ramo —supongo que por ver si repiten en la capital del reino el numerito que con tanto éxito de crítica y público han ensayado en su tierra—. Mi querido Germán Teruel ha escrito que en España ya no hay partidos verdaderamente constitucionalistas. Puede ser. Él es el que sabe de estas cosas. No obstante, también podría ser que los verdaderos constitucionalistas fueran los que mandan y comandan ahora. Porque lo que no es posible es que todos tengamos razón. Y en épocas recias como esta, que desnudan la ilusión de la legalidad, el que manda suele ser el que tiene razón.

Con todo, podría haber un resquicio para la legalidad, para una cierta esperanza. Tras la familia de Canet parece que van otras. Quién sabe, quizás sean muchas más. El otro día, donde el Conde de Godó, uno de los antiguos corifeos de la astracanada independentista aventaba contra la «semilla tóxica» de Ciudadanos; que, «con ayuda de algunos jueces y del PP», amenazaba los «consensos básicos» y la «convivencia». Este odio africano a Cs cuando lo creen en los estertores indica que no todo se hizo mal. Saben que la oportunidad que se vislumbró para España en el otoño del 17 se ha perdido, pero también intuyen que su mundo no volverá. Enterrados los «consensos», y el de la inmersión no es el único, vamos a estar todos incómodos una buena temporada. Y los equilibrios duraderos solo pueden nacer de duraderas incomodidades compartidas.

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