La trampa del negacionismo y los límites del poder
«Los gobiernos se han acostumbrado con rapidez a la arbitrariedad, a poner y quitar restricciones en base a supuestos criterios científicos»
El martes 7 de diciembre de 2021, un juez de la Corte del Estado de Georgia emitió una orden judicial a nivel nacional para detener el mandato de la vacuna covid-19 de la Administración Biden para todos los contratistas de los Estados Unidos, cuya vigencia estaba prevista para el 18 de enero de 2022. La orden del Gobierno exigía que los contratistas vacunaran a sus empleados antes del 4 de enero de 2022.
Los demandantes, los Estados de Georgia, Alabama, Idaho, Kansas, Carolina del Sur, Utah y Virginia Occidental, buscaban una medida cautelar contra la aplicación de este mandato. Y el juez federal de la corte de Georgia les dio la razón
«Incluso en tiempos de crisis, este tribunal debe preservar el Estado de derecho y garantizar que todas las ramas del Gobierno actúen dentro de los límites de sus autoridades constitucionalmente reconocidas. De hecho, la Corte Suprema de Estados Unidos ha reconocido que, si bien el público indiscutiblemente tiene un gran interés en combatir la propagación de la covid-19, ese interés no permite que el Gobierno actúe de manera injusta incluso en busca de fines deseables».
Lo importante de esta sentencia es que el fin deseable de controlar el virus, aún siendo compartido de forma mayoritaria, no legitima que ningún poder, incluido el propio Gobierno, se imponga por encima de los derechos constitucionalmente reconocidos, porque es precisamente la salvaguarda efectiva de estos derechos, también durante una emergencia, lo que da sentido al Estado de derecho democrático.
Sin embargo, algo tan consustancial a la democracia está siendo cuestionado en los Estados Unidos y también en Europa. Y no sólo por parte de aquellos que, por su ideología, consideran que el verdadero sujeto de derecho es la colectividad y no quienes, de forma individual, la constituyen; también muchas personas que se definen como moderadas o liberales parecen considerar que bien vale dar un paso atrás en materia de derechos porque este retroceso sería coyuntural y sus beneficios, indiscutibles.
Se ha generado así una corriente favorable a la imposición de medidas excepcionales que están vaciando de significado a la sociedad libre y democrática. En unos casos este desafió se expresa sin sutileza, en otros, sin embargo, se recurre al elaborado argumento de la «externalidad» para advertir que las personas que no se vacunan ponen en peligro la salud, e incluso la vida, de terceros inocentes.
Aquí es obligado que empiece con una negación: no soy antivacunas, sino justo lo contrario. Es innegable que la decisión de no vacunarse crea algunos riesgos para terceros. Sin embargo, esta decisión no se diferencia de otras muchas cuyas consecuencias son similares que no justifican la extralimitación de los gobiernos. Esto es evidente incluso si nos limitamos a atender sólo aquellas acciones que ponen en peligro en mayor medida nuestra salud e integridad física y las de los demás.
En 2018, según un informe de la Fundación Mapfre, 30 personas fallecían cada día en España por accidentes, muchas de ellas en su propio domicilio. Y en este mismo estudio se estimaba que, de las 400.000 muertes registradas cada año, 10.495 se debían a causas accidentales que podrían evitarse o al menos reducirse. En los Estados Unidos, más de 160.000 personas mueren cada año como resultado de un accidente, y el 75% de esas muertes se deben a accidentes domésticos.
Siendo coherentes con el argumento de la «externalidad», deberíamos exigir a los gobiernos que entraran en nuestras casas y que monitorearan lo que hacemos en la intimidad para atajar tan elevada mortalidad. Sin embargo, no lo hacemos. Hemos normalizado situaciones y acciones que no sólo nos ponen en peligro a nosotros, sino también a los demás porque la alternativa sería limitar nuestra libertad de forma tan drástica que los perjuicios, morales y materiales, superarían con mucho a los beneficios.
Pero ¿por qué ahora utilizamos una vara de medir distinta? La clave es la novedad y también el carácter provisional de la nueva amenaza. Si bien estamos acostumbrados a asumir determinados riesgos, a los que apenas prestamos atención, la covid es una amenaza novedosa amplificada por los medios y cuyo carácter transitorio nos induce a justificar medidas igualmente transitorias. Y es aquí, emboscado en la idea de transitoriedad, donde acecha el peligro.
Mucho antes de esta crisis el ideal de la libertad ya estaba siendo reemplazado por el de la seguridad. Un ideal que políticos, expertos y organismos internacionales están elevando a la categoría de absoluto. Que una y otra vez se demuestre que el riesgo cero no es ni remotamente alcanzable no refuta esta aspiración, al contrario, paradójicamente la refuerza porque en la imposibilidad está su virtud. Ser razonables implica asumir que el mundo no es bello ni bueno y que, consiguientemente, conviene poner límites a la intervención de los gobiernos. Y, precisamente, los promotores del Gran gobierno necesitan ser irrazonables, necesitan vender utopías para que su intervención no tenga límites ni fin.
La epidemia se adapta como un guante a esta dinámica. De hecho, ha supuesto un salto cualitativo. La dimensión de las reacciones gubernamentales, que van desde cierres obligatorios de empresas, pasando por cuarentenas y toques de queda para millones de personas, hasta ayudas económicas masivas por parte de la Fed y el BCE, habrían sido inimaginables antes de la epidemia. Hoy, por el contrario, no asombran a nadie. Es cierto que crisis precedentes generaron respuestas extraordinarias, pero nunca a esta escala y en tan breve espacio de tiempo.
Quienes están a favor de retroceder en materia de derechos sin ser por definición autoritarios o totalitarios, lo hacen convencidos de que las nuevas políticas sólo estarán vigentes hasta que la incidencia de la enfermedad sea testimonial. Sin embargo, ningún gobierno contempla una estrategia de salida para retrotraer su intervención a niveles precrisis. Al contrario, parecen haberse acostumbrado con sorprendente rapidez a la arbitrariedad, a poner y quitar restricciones en base a supuestos criterios científicos, a menudo erróneos o cuya eficacia no ha sido demostrada, como es el caso del controvertido certificado covid.
En España, incluso, el Partido Popular, un partido supuestamente moderado, está empeñado en la tramitación de una ley específica que permita a los gobiernos locales someter de forma obligada a las personas sospechosas a observación de salud pública, cuarentenas, aislamiento y tratamiento, así como la localización de contactos… todo ello sin que, por fin, medie ningún juez. Y en Alemania nos encontramos con las inquietantes palabras del recién elegido canciller federal Olaf Scholz
«Para mi Gobierno no hay líneas rojas en todo lo que hay que hacer. No hay nada que excluyamos. No se puede hacer eso durante una pandemia. Proteger la salud de los ciudadanos es primordial».
No es sólo que los políticos, en su empeño por vender buenas intenciones, promuevan políticas ineficaces para luego trasladar la presión al público, al que acaban culpabilizando de su propia incompetencia: «No soy yo, es esta chusma ingobernable»; también parecen mirar a China con envidia. Al fin y al cabo, en ese régimen no hay derechos que retrotraer; cuanto más control gubernamental, mejor. Las sociedades democráticas, por el contrario, resultan irritantes, con la dichosa libertad de expresión y los derechos civiles salvaguardando a cualquier patán. Así, pues, la solución es abrir una vía intermedia para que la extralimitación se produzca de modo fragmentario, día a día, dándose por supuesto que una vez se vislumbre el final, los gobiernos renunciarán a sus excesos.
Pero esta suposición va en contra de la experiencia histórica. La expansión de los gobiernos frente a emergencias nacionales nunca se se ha extinguido con el final de las crisis, al revés: se ha hecho carne en nuevos organismos, competencias, presupuestos y leyes. Es más, este expansionismo ha acabado constituyéndose en la ideología dominante de las élites y buena parte del público.
En este estado de cosas, no es de extrañar que el debate sobre la conveniencia de la supresión de derechos se reduzca a dos posturas: el civismo y el negacionismo. O se está a favor del bien, o se está a favor del mal. Esta reducción al absurdo convierte no ya la negación, sino cualquier duda razonable y el lógico resquemor ante la pérdida de libertad en una desacreditación moral, una trampa ética con la que se impide fiscalizar la pertinencia de las decisiones políticas, incluso discutir si sus fundamentos son democráticos o totalitarios. Así, el voluntarista principio de «una sola vida importa» prevalece… si se trata de combatir esta epidemia. Para todo lo demás estamos inmunizados.