Fingirse una víctima
«La categoría de víctima está vedada para la familia de Canet, para una embarazada de Ciudadanos o para un guardia civil destinado en Alsasua»
La protagonista de La desheredada es uno de los grandes personajes de Galdós. Encarna como pocos ese hambre de ascenso y distinción que definía a las clases medias y populares en el Madrid de la Restauración. Isidora es una joven, humilde y soñadora, que llega a la capital para reivindicar el marquesado del que se cree legítima heredera. Cuando visita el Museo del Prado junto a su amigo Miquis, le pregunta si en aquel lugar, «destinado a albergar lo sublime» permiten entrar al pueblo, y se asombra cuando le responde que sí. Isidora sabe que su viaje hacia la aristocracia comienza por alejarse de la plebe. «¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!», dice sobreactuando, como todo impostor. ¿Qué busca la persona que finge ser lo que no es? Lo decíamos antes: ascender, distinguirse. Porque nadie finge ser algo peor de lo que es en realidad; nadie finge para perder prestigio, se finge para fortalecer el estatus. Pero los símbolos de estatus mutan con cada hornada generacional.
La semana pasada una mujer denunció una agresión homófoba en Madrid. La noticia tuvo gran impacto mediático, pero ayer supimos que la Policía Nacional la había detenido por simulación de delito; lo que contó en comisaría y ante las cámaras de La Sexta era mentira. Recordarán también el caso del actor Jussie Smollett, que en enero de 2019 denunció haber sido víctima de un delito de odio: dos hombres blancos, con gorras de Donald Trump, le atacaron al tiempo que gritaban consignas racistas y homófobas. La Policía pronto demostró que los dos hombres que le agredieron eran nigerianos, y que el único motivo por el que atacaron al actor es porque el propio Smollett les había contratado para escenificar un crimen horrendo. El fingimiento es consustancial a nuestra naturaleza, ávida de reconocimiento, pero es la cultura la que determina qué atributos fingimos. El fingidor de 2021 no se finge noble, sino víctima. ¿Es el victimismo la nueva aristocracia?
Pocas condiciones generan más empatía, interés y admiración que ser una víctima. En público se reivindica la humildad de los orígenes; se presume de padres taxistas, de madres limpiadoras, para alejar la sombra del temido privilegio. Y quien carece de linaje subalterno, lo falsea (recuerden a Espinar: «Somos los hijos de los obreros que nunca pudisteis matar»). Porque el paradigma que impera en nuestra sociedad es el de oprimidos frente a opresores y el victimismo no es una categoría pura, sino atravesada por la ideología. En Estados Unidos el factor determinante es la raza, en España, el eje derecha-izquierda. Según este paradigma, la derecha, sobre todo la más tradicionalista, arrastra el pecado original de su privilegio desde el 18 de julio de 1936. La política se convierte así es un permanente ajuste de cuentas contra el fascismo sociológico. Y en esa ecuación, Bildu ha caído del lado del bien. En cambio, la categoría de víctima está vedada para la familia de Canet, para una embarazada de Ciudadanos o para un guardia civil destinado en Alsasua. Porque en el siglo XXI, mantener viva la lucha antifascista es una tarea más abstracta y requiere imaginación.
Las agresiones homófobas o racistas no se fingirían si no reportaran un beneficio social. Fingirse víctima atrae simpatías y, sobre todo, permite señalar victimarios. «Esta es la América de Trump», quiso declarar Smollet; «este es el Madrid de Ayuso y Vox», gritan otros. Pero queriendo reflejar una realidad peligrosa para las mujeres y las minorías terminan reflejando la opuesta; una en que la narrativa de la víctima es aceptada sin cuestionamiento, lo que la dota de un poder y un prestigio que mal administrado puede volverse despótico. Por eso la cultura de la victimización es una mala noticia para las víctimas. Por eso las víctimas reales o potenciales tendrían que ser las primeras en auditar toda denuncia para asegurarse de que detrás no está un vulgar oportunista.