Algunos libros de 2021
«No quiero que sea una de esas desprestigiadas e inevitables ‘listas’, o al menos no quiero que lo parezca. Me gusta pensarlo, más bien, como un montoncito, acaso como una pequeña estantería»
En lo que llevamos de 2021 he leído 91 libros de prosa que lucían este año en su pie de imprenta, así como 107 de poesía (entre los que hay tres de aforismos, aunque cada vez le voy teniendo más tirria al género). No son, desde luego, demasiados, ni son, por supuesto, suficientes como para proclamar yo aquí solito cuáles han sido los mejores libros del año, y, sin embargo, ¿quién me impedirá contar cuáles han sido los que más me han gustado?
Por aquello de la supuesta especialización, yo leo pocas traducciones, así que me ceñiré al producto nacional. No quiero que sea una de esas desprestigiadas e inevitables ‘listas’, o al menos no quiero que lo parezca. Me gusta pensarlo, más bien, como un montoncito, acaso como una pequeña estantería.
La novela española que más me ha gustado este año es La parcela (Caballo de Troya), de Alejandro Simón Partal. Ya escribí largo y tendido aquí sobre ella, de modo que más o menos me la salto, pero es, en fin, la demostración de que las novelas que consiguen ser más verdaderamente subversivas son aquellas que nacieron con menos vocación de manifiesto, que las más poderosas y duraderas son las escritas muy aparte. Puede que sea porque es la última que he leído y estoy aún sumergido en la fascinación, pero La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House), de Laura Fernández, ha sido todo un banquete. Alguien (lamento no recordar quién, ni ser capaz de rastrearlo) dijo en redes sociales que este libro era como volcar uno de esos souvenirs cristaleros y redondos en los que se agita la nieve sobre un pueblo, y me parece una imagen exacta: esta novela es el ejercicio literario equivalente a ese acto, es poner en funcionamiento a un montón de personajes extravagantes en un pueblo diminuto y remoto, tipo Twin Peaks, y hacerles hacer y decir cosas estrafalarias pero significativas. Es una novela de una imaginación desaforada, de una valentía notable en cuanto al lenguaje, y desde luego es una novela deliberadamente poco española: desde el epígrafe del primer capítulo ya se ve claramente que la cosa está más cerca de David Foster Wallace que de Delibes, y eso es así no tanto por el lugar donde transcurre como, principalmente, por la propia prosa, por la mirada, por la «filosofía» literaria implícita. Y es muy divertida y brillante, muy tierna. También me ha encantado esa pequeña delicia titulada Perrita Country (Páginas de Espuma), de Sara Mesa, que se está convirtiendo en la más penetrante observadora entre nosotros. Si algún día conozco a la autora voy a estar muy nervioso, inquieto ante su intimidante capacidad de captación de detalles, más misteriosos cuanto más sencillos. Sucede con Mesa como con Andrés Barba: son más observadores que analistas, se quedan en el minucioso agotamiento de lo que ven, sin abusar después de la reflexión: quiero decir que no profundizan en la meditación tanto como en el apetito con el que miran, dan cuenta de todo de un modo abrumador y se retiran, dejando al lector solo. Y en esta nouvelle de gatos y perros Mesa se luce, ampliando el idioma literario, hurgando en rincones expresivos, aparte de insistir en su ya conocido desprecio hacia los imbéciles. Una historia humilde, doméstica y abrigada, sin argumento casi, pero con una inmensa magia. Y, como en todas las fábulas, hay una «moraleja», pero nunca se habrá visto una moraleja con menos moralismo.
Hasta aquí la ficción, aunque este término es cada año más relativo. Como sucede con la novela de Simón Partal, otros buenos debuts narrativos de poetas como los que leímos en Buena mar (Alfaguara) de Antonio Lucas, Los nombres propios (Sexto Piso) de Marta Jiménez Serrano o Nosotras ya no estaremos (Tusquets) de Lola Mascarell se consagran, cada cual a su modo, a ficcionalizar experiencias más o menos «reales», en el sentido de vividas por sus respectivos autores. También es comprometido hablar de ficción ante El huerto de Emerson (Tusquets), de Luis Landero, que es, explícitamente, escritura «a lo que salga», sentarse con el ánimo y la disciplina de escribir y conseguir, sin nada que contar en especial, tirando de un hilo o de otro, páginas magistrales, de las mejores de su autor. Creo que es el mejor libro de 2021 de un autor consagrado: es verdad que no he leído los de Aramburu, Vilas o Cercas, y por tanto no puedo decir ni una palabra de ellos, pero que todavía no me haya apetecido leerlos ya es decir algo (prejuicioso, sin duda, pero en fin…). Me gustó sin más Transbordo en Moscú (Seix Barral), de mi idolatrado Eduardo Mendoza, que cerraba con solvencia y dignidad suficientes una trilogía que empezó mal en El rey recibe y continuó muy bien en El negociado del yin y el yang, que quedará no sólo como el centro y el núcleo de la novela, sino como su corazón. Y me divirtió mucho el por otro lado desolador Queridos niños (Anagrama), de David Trueba: es horrible que resulte reconfortante un libro que retrata con humor pero con filo las miserias de nuestros políticos, y que fabula (pero con perfecta verosimilitud, y seguramente con veracidad) sobre hasta qué punto nos desprecian.
Acabando (más o menos) con la ficción, pero sin salir de la narrativa, hay que mencionar Fármaco (Literatura Random House), de Almudena Sánchez, de la que también hablé por aquí y que me pareció un testimonio realmente revelador, escrito con verdad y con fuerza, desgarrador pero a la vez elegante. Y no olvido, por descontado, los diarios de Andrés Trapiello, pero es que es difícil hablar de ellos en «los libros del año» cuando lo que esos tomos nos están dando es el libro de nuestra vida. Este año tocó Quasi una fantasia (Ediciones del Arrabal), pero insisto en que da igual en qué año salgan e incluso a qué año correspondan (o, por supuesto, el cambio de editorial): es siempre el mismo libro, y menos mal que lo es… Llevo década y media diciéndolo y no voy a dejar de insistir ahora que cada vez más gente se da cuenta: el Salón de Pasos Perdidos contiene la literatura más importante y con más futuro entre toda la que se está escribiendo hoy en día en España.
En no ficción, me entusiasmaron dos libros musicales. Uno de historia y pensamiento: la edición definitiva del muy erudito El ritmo perdido (Anagrama), de Santiago Auserón, y otro memorialístico: Toma de tierra (Libros del KO) de Bruno Galindo, donde el autor cuenta sus décadas como periodista musical o trabajador de la industria por medio de retazos, anécdotas o recuerdos, todo fantásticamente escrito. Pero creo que el ensayo que había que leer por encima de todos era Contra la España vacía (Alfaguara), de Sergio del Molino, en el sentido de que es el más revelador, hondo y urgente libro «de intervención» que ha aparecido en 2021. Mucho más allá de lo que su título anuncia, trae en cada capítulo mini-ensayos sobre situaciones o espacios de conflicto actual. Lo cierto es que a mí la actualidad me pilla siempre despistado, o incluso despreocupado (prefiero leer un ensayo sobre la fauna y flora de Siberia que cualquier reflexión sobre el «asunto catalán»), pero Del Molino es el mejor analista español del presente, siempre toca en sus libros asuntos más o menos apremiantes y lo hace con muy buena información y con inmensa perspicacia. Se puede estar o no de acuerdo con él, pero es absurdo negarle su fuerza y su influencia (y hablamos de una fuerza, además, principalmente literaria). Tampoco querría que pasase de puntillas la preciosa Historia mínima del Reino Unido (Turner), de Tom Burns Marañón, un libro trepidante, inteligente, gracioso y estupendo en el que, al manifestarse el amor por Inglaterra, lo que se hace sin demasiados disimulos es declarar un muy pertinente amor al parlamentarismo, la musculatura diplomática, la inteligencia política, la legalidad firme y la moderación (que no la flexibilidad ante los aventureros que ponen en peligro lo colectivo o la convivencia). Lo de la anglofilia es casi un subgénero entre nosotros desde que Ignacio Peyró publicó su Pompa y circunstancia (Fórcola), probablemente el mejor ensayo español de lo que llevamos de siglo XXI, y este año, para complementarlo, Peyró ha reunido en Un aire inglés (Fórcola) sus artículos y columnas al respecto, todo con esa prosa segura, colorista e insuperable del autor madrileño. Otras buenas recopilaciones de artículos fueron El burro flautista (Comares), de Enrique García-Máiquez, o Lecturas y pasiones (Xordica), de José Luis Melero.
Y llegamos a la poesía, que indiscutiblemente debería ser considerada por todo lector como la sangre de la literatura, y sin embargo cuánto nos esforzamos los poetas por degradarla y dejarla en ridículo. Aparte de la Poesía esencial (Impedimenta) de Mircea Cărtărescu, que es un libro apabullante, como una borrachera en la que lo mejor es dejarse llevar, dejarse mecer, dejarse al cabo arropar…, o de la importante Antología de la nueva poesía negra y malgache en lengua francesa, de Léopold Sédar Senghor, que Martha Asunción Alonso tradujo para Ultramarinos, o de una nueva antología de poesía nórdica preparada por el tan incansable como literalmente imprescindible (quien sabe algo de poesía lo sabe…) Francisco J. Uriz (Algunos de los nuestros, en Libros del Innombrable), quien más ha dignificado este año entre nosotros el género de géneros es Ángela Segovia, que en Mi paese salvaje (La Uña Rota) no sólo funda un mundo sino un idioma: es un libro que te va encandilando poco a poco, ganándote página a página, y en el que el experimentalismo no es algo caprichoso sino el único modo de levantar lo que se quiere decir, un método que, en su caso, no es ya que sea legítimo, sino que es necesario, porque ¿cómo podríamos escribir nuestros sueños, nuestro mundo interior, en un idioma colectivo, compartido, consabido, impersonal?… Aparte, destacaron los magníficos debuts de Sebastián Taberna con Causa errante (Pre-Textos) y de Juan de Beatriz con Cantar qué (Pre-Textos / Centro Cultural de la Generación del 27), así como el extraordinario Se rompe una rama (Pre-Textos / Ayuntamiento de Alcalá La Real), de Manuel Mata, o Una cuestión de equilibrio (Luces de Gálibo), la recopilación de la poesía completa de F.L. Chivite, aquel que acertó a ver que «todo se detiene / de tanto regresar».
Sólo si de verdad intentamos captar el significado último de cada libro podremos hablar de ellos sin reducirlos demasiado. Entre la literatura española de 2021, las páginas que más me han dado son las de los libros citados.