THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Lenguaje e identidad

«Tratar de apropiarse de una lengua para convertirla en un rasgo de identidad suele crear aberraciones morales»

Opinión
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Lenguaje e identidad

Europa Press

Cuando se habla de la inmersión lingüística, suele olvidarse que, más allá de la discusión en torno a las cuotas de una y otra lengua y el respeto a la legalidad, la operación ideológica en marcha ha terminado por menoscabar aquello que pretendía proteger. El proceso de la llamada normalización fue convirtiéndose, a partir sobre todo de la ley de política lingüística de 1998, en un instrumento de propaganda. El catalán o el castellano, en sí mismos, quedaron aparcados en el limbo del lenguaje, ese extraño concepto al que nadie parece atender porque nunca fue rentable. Tratar de apropiarse de una lengua para convertirla en un rasgo de identidad suele crear aberraciones morales como la que representa Laura Borràs en el Parlament de Cataluña. Pero también propicia estupideces colosales como la que pronunció Pablo Casado el pasado verano en Mallorca cuando, en el calor de un mitin, les recordó a los habitantes del archipiélago la adscripción territorial de sus hablas, gritando: «que no habláis catalán, que habláis mallorquín, menorquín e ibicenco». Le faltó añadir, como hacía José Ramón Bauzá, aquel inane presidente autonómico balear, «formenterense». 

En un artículo escrito en fecha tan temprana como 1983 y titulado «¡Situación límite: ultraje a la paella!», Sánchez Ferlosio ya nos advirtió que «con esta peste catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales, la inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se la ve ya acercarse peligrosamente a los mismos umbrales de la oligofrenia». Por supuesto, hace ya mucho tiempo que vivimos plenamente inmersos y normalizados en esa oligofrenia irreversible. El episodio de Canet de Mar ha evidenciado una vez más el clima mental que ha conseguido imponer el nacionalismo en Cataluña, con la aquiescencia –hay que recordarlo una y otra vez– de todo el espectro político. El otro día, Pablo Iglesias decía en TV3, sabiendo que allí sería amado y aplaudido por esas palabras, que estar en contra de la política lingüística de la Generalitat era propio de «ultras». Y ese es, precisamente, el gran triunfo de la inmersión. Al nacionalismo nunca le ha importado tanto el catalán como la identidad agonística que ha querido inocularle a la lengua. Las ultracorrecciones impuestas por los comisarios lingüísticos para distanciar todo lo posible el catalán del castellano son un ejemplo de ello. Esas normas no estaban destinadas a proteger una lengua sino a viciarla y alienarla, convirtiéndola en una frontera, en una maternidad capaz de desengendrar. Como decía el viejo Martín de Riquer: «El catalán es una lengua muy peculiar. Se pronuncia algu y se escribe quelcom». ¡El sentido del humor, ay, es otra de las cosas que ha destruido el independentismo!

La peste de las peculiaridades distintivas de la que hablaba Ferlosio hace cuarenta años se ha extendido ya por todo el país e incluso gobierna la nación, merced a los pactos de investidura de Pedro Sánchez. El pasado mes de septiembre, la senadora Pilar González, de Adelante Andalucía, defendió una ortografía propia para el andaluz. A su juicio, el «andalûh», como escribe ella el nombre de su lengua, con circunflejo diferencial incluido, «no es inferior al resto de lenguas del Estado». Y es que de eso se trata, sobre todo, de no ser inferior y tener una identidad lingüística nacional. En la tan  ansiada República Federal Oligofrénica tanto monta el andalûh como el formenterense o el conillerense, el idioma secreto que hablan los cormoranes endogámicos de esa isla del archipiélago de Cabrera. 

Hace ya bastantes años, Agustín García Calvo, que había dedicado su vida al lenguaje, se despedía de los idiomas en uno de sus 37 adioses al mundo con estas palabras:

«Erais unas prostitutas, lengüecitas de Babel, agentes de prostitución, al contrario que la lengua: porque vosotros, idiomas, os dejáis comprar y vender, y ahí tenéis el negocio, por ejemplo, de ‘aprenda usted de una vez inglés’, y el negocio de hacerse culto, de adquirir un vocabulario de cultura, que mueve dinero, que es dinero; pero la lengua no es de nadie: es para cualquiera, la sola máquina gratuita; y eso era el gran peligro para el Señor de Patrias y Culturas. Y, mientras sois, idiomas, cosas que uno maneja (o su Academia o sus capitostes nacionalistas), cosas de conciencia y de voluntad, en la lengua de verdad no manda nadie: mana de la sabiduría soterraña de lo olvidado. En ésa no habla uno: Se habla sencillamente».

El olvido de esa sabiduría de la que hablaba García Calvo es el origen de la actual barbarie lingüística en la que vivimos. No solo los territorios y las ideologías tratan de apropiarse de la lengua para convertirla en un efímero y ridículo idiolecto al servicio de su causa. También las nuevas identidades biológicas intentan corregir el magma del lenguaje para entretener la ilusión de que de pronto la palabra les pertenece a ellos, a su grupo, como si fuéramos nosotros los que hablamos una lengua y no, como es siempre el caso, el lenguaje el que nos habla. Cuando nacemos, somos arrastrados por las corrientes verbales que fluyen a nuestro alrededor sin que podamos decidir nada sobre su naturaleza. Al morir, las corrientes siguen su curso, engullendo las mínimas incisiones que le hicimos con nuestra torpe habla. Nuestra capacidad de incidir en la lengua es muy parecida a la pericia para construir presas o abrir canales. Son pequeñas intervenciones que en realidad nada pueden contra la masa del océano. Como decía en un poema maravilloso Robert Graves, hablando de la danza de las palabras: To make them move, you should start from lightning / And not forecast the rythm: rely on chance. («Para hacer que se muevan, deberías empezar por el relámpago / y no predecir el ritmo: confía en el azar»). Como gran poeta que fue, Graves sabía que el lenguaje es una tormenta y nosotros simples bestias verbales bajo su inclemencia. Es lo mismo que ya había sentenciado Heráclito, a quien tan bien tradujo y glosó García Calvo, en el segundo de sus fragmentos: «Por eso hay que seguir a lo común, pero aunque el lógos es común (koinós), la mayoría vive como si tuviera un entendimiento (phrónesin) propio (idion)».

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