El hartazgo pandémico silencioso
«El suicidio es la principal causa de muerte entre los jóvenes menores 30 años en nuestro país, por delante incluso de los accidentes de tráfico y no digamos ya de la covid»
Hay un tipo de cansancio que nos consume, que sigue ahí cuando nos despertamos tras un largo sueño. Es una suerte de agotamiento que trasciende lo físico, que nos apaga con el devenir de los días y que consigue que nuestra voluntad quede reducida a una rutinaria desgana. Cuando se padece, el transcurso del tiempo se convierte en un goteo continuo de minutos que se eternizan en la nada. Es un cansancio existencial que nos arrebata las ganas de vivir y nos torna en seres grises y timoratos que buscan eternamente a un culpable para sus desdichas, en carne de cañón para vendedores de elixires milagrosos que nos garantizan un estado de felicidad perpetuo.
Las erráticas y arbitrarias decisiones que, por acción u omisión, están adoptando nuestros dirigentes políticos para gestionar la pandemia, unidas a la desinformación y al histerismo con el que habitualmente se manejan los medios de comunicación, han contagiado a los españoles de esa suerte de hartazgo sumiso, en el que se mezclan el miedo y la desesperación. Nos hemos autoimpuesto no contestar públicamente a las barbaridades médicas, legales y políticas que se dicen y hacen en nombre de la salud y de un malentendido rol del buen ciudadano. Pero en nuestro fuero interior permanece la llama del conocimiento de esas inconsistencias y contradicciones que negamos de puertas hacia fuera. Y esa disputa entre la verdad confesada y la que albergamos en lo más profundo de nuestro ser nos está consumiendo individual y socialmente.
El suicidio es la principal causa de muerte entre los jóvenes menores 30 años en nuestro país, por delante incluso de los accidentes de tráfico y no digamos ya de la covid. Algo que jamás había pasado en la historia reciente. Los últimos datos cifran los fallecidos en cuatro mil. Pero esta plaga que asuela a nuestros hijos, nietos, sobrinos y amigos, ésa que les lleva a abandonarnos prematuramente, la han cubierto con un manto de silencio. Nadie quiere preguntarse qué estamos haciendo mal para que tantísimos muchachos decidan partir anticipadamente. Han educado nuestro subconsciente para que aparquemos la búsqueda de la respuesta. Nuestro miedo al contagio y a la pandemia va primero.
Vivimos los dramas y emergencias que nos imponen vivir, mientras soslayamos aquéllos que sí que se sostienen en los datos. La alta incidencia de la covid-19 no tiene reflejo proporcional en los cifras de ocupación hospitalaria, pero goza de un foco político y mediático del que carecen los cuatro mil jóvenes y adolescentes que se han quitado la vida por los problemas que en su salud mental han generado y siguen generando estas políticas de asustaviejas que, tras confinarlos, los han criminalizado hasta la náusea.
También nos negamos a admitir multitud de evidencias porque a nadie le gusta reconocer que le han mentido: preferimos somatizar el engaño y hasta hacerlo propio. Imaginen lo que habría pasado si algún político o periodista hubiera sugerido restringir libertades de los ciudadanos para aligerar la presión en los centros de atención primaria en una de las tantas epidemias de gripe que ha sufrido nuestro país: nos hubiésemos llevado las manos a la cabeza y abierto los ojos con asombro. Pues ahora se justifica con pasmosa desvergüenza que la administración recorte libertades para tapar la manca de presupuesto y/o su defectuosa gestión.
Relegamos igualmente el debate de las bajas médicas de los positivos asintomáticos o leves por covid en determinados ámbitos laborales, aún cuando no nos cabe duda de que van a ser insostenibles para las empresas desde el punto de vista económico y van a generar importantes problemas en todos los niveles de la administración.
Otra cosa con la que hemos rechazado lidiar es la constatación de que medidas como el pasaporte covid no tienen una finalidad sanitaria sino coercitiva y discriminatoria. Hace apenas un mes justificaban su necesidad para garantizarnos un inexistente derecho a saber si el de la mesa de al lado estaba vacunado porque «los no vacunados no tienen derecho a contagiar». Se soslayaba muy oportunamente que los que nos hemos vacunado contagiamos y nos contagian y que no existen estudios concluyentes que permitan afirmar taxativamente que los no vacunados contagian en mayor medida que nosotros, al menos de una forma significativa. Por eso la incidencia sigue subiendo por mucho pasaporte que enseñemos al camarero del restaurante o al portero del pub de marras.
En el fondo sabemos que, si nos tomamos una caña al lado de un no vacunado, el problema sería más suyo que nuestro desde el punto de vista estrictamente sanitario. Pero señalar a un tercero desconocido como chivo expiatorio en lugar de al compañero de trabajo con el que te tomas el café, al hijo o al nieto al que besas, o al buen amigo al que abrazas, nos hizo sin duda reconciliarnos con la patente contradicción.
Ahora que ya también colocan a los que nos hemos vacunado en la diana de la culpabilidad pandémica por habernos relajado y las restricciones ya no sólo son para los apestados antivacunas, sino también para los que nos hemos puesto todas las dosis, nos reconcome la duda, el desasosiego y el hartazgo. Ese dedo acusador que otrora señaló a los jóvenes y después a los no vacunados, nos apunta ahora a nosotros, los vacunados, a pesar de que cumplimos ejemplarmente con nuestra parte del trato.
Intentamos reformular la indignación que nos genera el engaño en razonables preguntas, pero la única respuesta que recibimos es terror. El eslogan de la sexta ola es que vivir contagia, que vivir puede matarnos y matar, así que toca transformar nuestra existencia en una prisión de alta seguridad en la que imperen la burocracia y los horarios. Nos han inoculado un miedo y una histeria que nos están consumiendo mentalmente. Esta extenuación es el elefante en la habitación que nadie quiere ver, la desnudez del rey que la corte no se atreve a mencionar.