Rojipardos, neocatólicos y nuevos conservadores: qué piensa la nueva derecha en España
«Frente a esta avalancha legislativa los grititos de queja porque el Gobierno ‘está metiéndose donde no le llaman’ resultan cada vez más enternecedores»
Un viejo chiste asegura que, si hoy Dios se presentase a una cátedra de Filosofía española, es improbable que superara el examen: solo tiene una publicación importante, carece de notas a pie de página y hay quien duda de que él fuese el verdadero autor. Mas, por fortuna, existen muchos lugares donde se reflexiona más allá de nuestras maltrechas universidades. Y uno de ellos es, en los últimos tiempos, un territorio un tanto insólito: la derecha.
Atrás van quedando ya los tiempos en que, frente a la cultura izquierdista, los laboratorios de ideas izquierdistas, el periodismo izquierdista, el entretenimiento izquierdista y los popes izquierdistas, a cuantos no nos complacía ese mundillo solo nos restaban dos recursos. Uno, criticar sus excesos más locos. Dos, aguardar a que una crisis económica provocase un giro electoral, llegase al Gobierno un partido centrista moderado y así, al menos, se frenara un tanto la promoción que desde las Administraciones (premios, subvenciones, «chiringuitos»…) se hace de esa misma ideología de izquierdas.
Ambas estrategias tienen un mismo nombre: liberal. Y, en efecto, durante mucho tiempo pareció que el único modo solvente de enfrentarse a la izquierda era el liberalismo. No se criticaban tanto las ideas izquierdistas, sino que se usaran fondos públicos para promocionarlas. No se fortalecían unos valores propios (valores de derechas) frente a los de la izquierda; no se hacía cultura, cine, publicidad, series que reivindicasen las ideas conservadoras; sino que tan solo se pedía (¡se suplicaba!) que los izquierdistas no invadieran todo el espacio público con sus cosas. Y que nos permitieran a cada uno criar y acariciar nuestros propios valores pequeñitos, al menos, en la intimidad de nuestra conciencia, o de nuestras casas, o de nuestras iglesias. Acurrucados. No, no era una estrategia muy belicosa la que ha adoptado nuestra derecha hasta hace poco.
Pero todo eso está terminando. Hay razones, gratas para la derecha, que lo explican. En los últimos años han triunfado aquí y allá políticos de esta tendencia con un rasgo común: no escondían que traían bajo el brazo una alternativa fuerte a cuanto quieren para nosotros la ONU, Hollywood y Harvard. Esto ha permitido que la nueva derecha se reapropie de aquel viejo eslogan obamita: «Sí, se puede».
También se dan, sin embargo, causas menos agradables para la emergencia de un nuevo pensamiento no izquierdista. Y quizá sea España el país donde resulten más visibles. En tres años y medio de gobierno, la izquierda se ha apresurado a transformar nuestra cultura en asuntos tan sensibles como la muerte (ley de eutanasia), los sexos (ley trans), las víctimas (se te considerará tal con solo ser mujer, aunque no prospere tu denuncia por «violencia de género»), la educación… Y en el horizonte se vislumbra ya el deseo de manipular también nuestra Historia (con la excusa de la «memoria democrática») e incluso nuestra Constitución (hablan ya sin tapujos de un período «constituyente»).
Frente a esta avalancha legislativa los grititos de queja porque el Gobierno «está metiéndose donde no le llaman» resultan cada vez más enternecedores. Quizá, para pasmo de los liberales, es que los Gobiernos y las ideologías sí van a meterse siempre en donde no les llamaron. Y, por tanto, en vez de poner puertas al campo, tu objetivo debe ser otro: hacerte con el campo. Tarea mucho más trabajosa, sí; mucho menos «neutral» o «respetuosa», también. Pero la única con visos de éxito.
Así lo están viendo, al menos, las nuevas tendencias de una derecha emergente, a menudo joven, todavía muchas veces ajena a los grandes medios de comunicación. Pero, quizá justo por todo eso, se trata también de una derecha original, ocurrente; con pocos complejos y muchas lecturas; con mucho impulso y pocas hipotecas. Mario Crespo la ha llamado «generación Whiskas». Es la nueva derecha española que, acaso, cabría clasificar en tres corrientes de pensamiento (aunque con frecuencia entremezcladas entre sí).
1. Rojipardos
Esta es quizá la tendencia que más histerismo causa en la izquierda. Pues recoge no solo muchas preocupaciones que considera propias (desigualdad económica, precariedad, desempleo, barrios marginales u obreros…), sino que también atrae a muchos de sus consiguientes votantes.
El nombre de «rojipardos» intenta resultar peyorativo (siempre que los académicos de izquierda clasifican a los demás intentar ser peyorativos). Alude, implícito, a ciertos movimientos que rodearon en su día al nacionalsocialismo. Pero, al igual que ha ocurrido ya con adjetivos como queer o está a punto de suceder con facha, los presuntos ofendidos por esos términos se los han apropiado, los exhiben a menudo con orgullo y han desactivado así la carga despectiva que esas palabras se esfuerzan por acarrear.
Los rojipardos se consideran de izquierdas, de modo que es probable que les moleste verse incluidos en esta clasificación. Pero los rojipardos no tienen nada que ver con la izquierda actual. Donde nuestros «progresistas» actuales se preocupan por los huertos urbanos y las biodanzas, los rojipardos se meten en otros jardines y para otros bailes: las dificultades hercúleas que afronta hoy cualquier veinteañero-treintañero que ansíe formar familia y hogar. Mientras la izquierda actual le responde hoy a esa joven que lo de desear una familia es heteropatriarcal, y que debería deconstruirse para aceptar su fluidez nómada y perder toda nostalgia por lo hogareño, los rojipardos conservan la fe de antaño: que poseer un trabajo estable, un matrimonio (a ser posible, estable) e hijos (también más o menos estables) constituye una forma de vida que merece la pena preservar. Son pues, mal que les pese, conservadores.
Eso sí, a diferencia del conservador estándar, prácticamente absorbido en eso que hoy se llama «liberal-conservadurismo», el rojipardo es consciente de que para resolver los apuros actuales no basta con dejar al mercado libre y confiar en toda la riqueza que creará. De hecho es el mercado también el que nos educó en que cuando algo empieza a funcionar mal, quizá convenga tirarlo a la basura: política ecológicamente cuestionable si hablamos de tu lavadora, personalmente destructiva si hablamos de tu pareja.
Y es aquí, cuando el rojipardo empieza a hablar de la importancia de lo sagrado y permanente, cuando empiezan a desdibujarse sus diferencias con el segundo grupo al que nos referiremos: un nuevo estilo de católicos.
2. Neocatólicos
Hay un trauma que atraviesa a nuestra jerarquía católica en los últimas cinco décadas. No es, contra lo que pudiera parecer, el trauma de haber sido masacrados por la izquierda durante nuestra guerra civil, hará más de 80 años. Es el trauma de haberse lanzado en brazos del otro bando para protegerse. Desde el pontificado de Pablo VI y su hombre en España, el cardenal Tarancón, la Iglesia parece penar de continuo por haber apoyado al católico Francisco Franco. Con alguna excepción (el enfrentamiento a Rodríguez Zapatero, más visible en los arzobispados que en las parroquias), esa clave explica nuestro catolicismo reciente.
Pero algo se está moviendo hoy nuevo. No en el escalafón del cardenalato, es cierto, donde el arzobispo de Barcelona sigue tuiteando para que no tiremos bolsas al mar y sigue celebrando cada jornada mundial que marque la ONU. O donde su homólogo madrileño apoya el 8-M. No nos referimos tampoco al jefe de todos ellos, un papa que se entrevista con Jordi Évole (sin citar a Dios ni una sola vez) y Yolanda Díaz (para hablar de «la reforma laboral»), pero cuesta pensar que hiciera lo mismo con Jiménez Losantos o Santiago Abascal.
No. Más allá de todos estos venerables señores mayores, educados en los traumas citados de los años 70, señores que convivieron con la teología de la liberación y el esfuerzo por hacer la fe «implícita» (esto es, no hablar mucho de Dios), hay una nueva ola de pensadores que no se resigna a que el catolicismo se refugie en los colegios concertados y los salones parroquiales. Es lo que hemos llamado neocatólicos.
Lo primero que debe entenderse de este grupo es que no defiende algo así como hacer obligatoria la fe al resto de sus compatriotas. Poco sabría de cristianismo quien pretendiera hacer de la fe, un don, algo imperativo.
Entre los neocatólicos, de hecho, hay todo tipo de personas. Los hay que llevan toda la vida en grupos eclesiales; los hay que viven la religión de forma más recogida. Los hay de misa diaria; los hay que se han metido en catequesis para confirmarse o, incluso, bautizarse, pues su familia no se lo facilitó. Hay quien aprecia más en el legado cristiano sus riquezas estéticas; hay quien anda apasionado sobre todo por sus cumbres en lo intelectual.
Pero, más o menos creyentes, mejores o peores feligreses, todos están convencidos de algo: es buena la forma de vida católica, la Catholic way of life. Y España no puede entenderse sin esa herencia. Los católicos han conservado un sentido de la vida que merece preservarse. Un modo de tratar al otro como persona (esto es, valioso, pero también responsable de sus actos); un respeto de la pluralidad (siempre que esta no derive en hacer de cada individuo un átomo disgregado); un gusto por las fiestas y los ritos que nos acomunan; una civilización inmensa, en suma, que como todo lo precioso se debe conservar.
Los neocatólicos coinciden con los rojipardos en su preocupaciones sociales, que al fin y al cabo recoge la Doctrina Social de la Iglesia. Pero no creen, a diferencia de sus mayores, que la mentalidad progre sea una buena aliada para tales empeños. Atrás quedaron ya los tiempos de los curas obreros: en un mundo, el actual, donde cada vez cuesta más vivir lo sagrado, los decrecientes sacerdotes que nos van quedando bastante tienen con celebrar lo divino. «La tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, / se ha vuelto casi como un hormiguero», decía Hölderlin, y los neocatólicos sufren similar temor. Por eso, también con el poeta alemán, prefieren un clero que, en vez de Greta Thunberg o la reforma laboral, les recuerde que «cercano está el Dios».
No son, pues, meapilas (de hecho, alguno compartirá en Twitter memes poco ecuménicos de las cruzadas), pero tampoco activistas que se tomen la Iglesia como una ONG más. Son simplemente intelectuales cautivados por la potencia de las catedrales medievales, de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, de los poemas de San Juan de la Cruz y la personalidad de Santa Teresa de Ávila. Son neocatólicos que creen que todo eso ayuda a darle sentido a la vida, en tiempos de ansiolíticos y suicidios. Y por ello se resisten a cortar los vínculos con todo lo que ha sido la Cristiandad. Y ahí se nos asemejan a la tercera comunidad de derechistas que aquí traeremos: los nuevos conservadores.
3. Nuevos conservadores
Desde la II Guerra Mundial (en el caso de España, desde el final del franquismo) la derecha ha vivido una alianza de liberales y conservadores que generó un curioso híbrido: el liberal-conservadurismo. Sin embargo, tal alianza ha ido dejando más y más insatisfecho a uno de los dos contrayentes: el conservador. Pues este ha contemplado cómo los gobiernos de derechas servían acaso, sí, para mantener algunas libertades económicas; pero rara vez revertían la transformación cultural que la izquierda iba imponiendo contra su forma de vida conservadora.
Este desencanto es lo que explica el tercer conglomerado que deseamos reseñar aquí: los nuevos conservadores. Se trata de autores decepcionados con el liberalismo. ¿Antiliberales? No necesariamente; pero ya no otorgan al pacto con el liberalismo el peso que le atribuían sus mayores. No resulta ya un aliado imprescindible en las batallas culturales; a veces otros grupos (como los ya citados rojipardos o neocatólicos) pueden ejercer tal apoyo mutuo mucho mejor.
Los nuevos conservadores, pues, no es que ofrezcan una teoría por completo distinta a la que hasta ahora caracterizó a los conservadores viejos (había cierta paradoja en tratar de ser por entero innovador desde el conservadurismo). El aprecio por lo cercano frente a lo lejano; la consciencia de que es mucho más fácil destruir que construir; el escepticismo frente a las grandes teorías que pretenden transformar al hombre; todas estas actitudes siguen siendo caras a los nuevos conservadores, que las siguen aprendiendo de Oakeshott, Scruton o Luri. El cambio que se ha producido es más bien de tipo táctico. Cuando su novia liberal no le llama, el nuevo conservador no se queda en casa, aburrido: sale a hacer nuevas amistades con cuantos le ayuden a frenar la creciente destrucción de todo lo que ama.
Llegados a este punto, y si se nos permite el descenso a lo personal, quizá el lector se esté preguntado a cuál de las tendencias descritas se adscribe el autor de estas líneas. La respuesta, sin embargo, se esbozó más atrás: no hay necesidad estricta de adherirse a solo una o dos de ellas.
Un servidor, de hecho, reivindica para sí el término con el que cualquiera entenderá enseguida que se siente próximo tanto a rojipardos, a neocatólicos, como a nuevos conservadores. Un servidor es facha. Si en su día la palabra queer dejó de ser el terrible insulto que era hace solo unas décadas, y se han instaurado incluso los Queer studies en miles de departamentos universitarios, mi aspiración más íntima es que también pronto «facha» se normalice, y se creen los «Facha studies» a cuya cátedra, he de reconocerlo, me encantaría aspirar.