El suicidio de la juventud
«Quienes aborrecen al ser humano han llegado a una nueva conclusión: el natural disfrute de la vida es un crimen porque vivir contagia»
En el poema «The Hollow Men» (1925), T.S. Eliot sentencia: «Así es como acaba el mundo. No con un estallido, sino con un gemido». Aunque años después Eliot manifestara no estar ya muy seguro de esta conclusión, lo cierto es que su gemido no se extinguió, reverberó hasta constituirse en el desesperante colofón del siglo XX. Desde entonces, la idea de que el siglo XX no acabó bien es una conclusión ampliamente compartida y subyace en el pathos catastrófico que parece dominar el XXI. El Holocausto, las dos grandes guerras y sus colosales matanzas, los totalitarismos, el colonialismo, el machismo, el supremacismo y la destrucción de la naturaleza son los rasgos que definen nuestra civilización. No sus logros.
«La visión pesimista es siempre la correcta. Cuando leemos la historia de la humanidad estamos leyendo una saga de derramamiento de sangre, de codicia y de locura, cuyo alcance nadie puede ignorar. Aun así, imaginamos que el futuro será de alguna manera distinto. No tengo ni idea de cómo estamos aquí todavía, pero lo que es seguro es que no vamos a durar mucho más», replica el profesor de humanidades a su interlocutor en The Sunset Limited (2006), de Cormac McCarthy.
El nihilismo y el absurdo desolador del académico que se revuelve contra su salvador, un hombre llano que no aspira a comprender la mecánica celeste, tan solo a compartir su fe y su aprecio por la vida, representa a quienes se han constituido en la clase dominante. Tipos que no tienen ninguna confianza en la naturaleza humana; al contrario, la desprecian profundamente y creen que la única forma de evitar que los actos individuales desemboquen en el apocalipsis es impidiendo que las personas escojan por sí mismas.
Con este propósito en mente, reescriben la historia, atacan las convenciones preexistentes, censuran las costumbres y hábitos populares, cercenan los lazos sociales, condicionan el lenguaje, problematizan las relaciones entre hombres y mujeres, liquidan los vínculos familiares y la jerarquía padres e hijos… En definitiva, aíslan a los individuos para que, atrapados en el umbral de la existencia y desprovistos de cualquier asidero, acaben dependiendo intensamente del poder del Estado y sus políticas.
En medio de esta guerra contra la condición humana es donde han de desenvolverse los jóvenes, precisamente los más necesitados del contacto humano, de la relación con sus iguales, pero también de la influencia de los adultos que mejor los conocen y aprecian. Sin embargo, lejos de atenderlos, los hemos dejado solos. En el mejor de los casos, hacemos de ellos unos consentidos, proporcionándoles comodidades, entretenimiento y caprichos, a cambio, claro está, de que no molesten. Para todo lo demás, ya tienen sus dispositivos móviles y los entornos virtuales con su culto a la apariencia. Luego, en el colmo del cinismo, cuando se estrellan con la vida, hacemos mofa de su fracaso preguntándonos con sorna: ¿esta era la generación mejor preparada de la historia?
En esta tesitura nos encontrábamos cuando, de repente, sobrevino la pandemia. La excusa perfecta para dar una vuelta de tuerca adicional. Como señalaba Guadalupe Sánchez en THE OBJECTIVE, quienes aborrecen al ser humano, pero irónicamente aspiran a salvar la humanidad, han llegado a una nueva conclusión: el natural disfrute de la vida es un crimen porque vivir contagia, puede matarnos y matar. Por lo tanto, debemos encerrar a los jóvenes, aislarlos. Y si no se dejan, criminalizarlos.
Ahora, a propósito de la pandemia y sus servidumbres, algunos expertos advierten de que la depresión, la ansiedad y el estrés serán las próximas epidemias. Pero lo cierto es que la depresión ya era una plaga antes de la covid. Poco antes su estallido, en enero de 2020, se estimaba que afectaba a más de 300 millones de personas en el mundo y que una de sus consecuencias, el suicidio, era responsable de al menos 800.000 muertes cada año. En los individuos de 15 a 29 años, es decir, los jóvenes, el suicidio era la segunda causa de muerte.
Algo estaba pasando con nuestras sociedades y en particular con los jóvenes para que demasiados, en vez de devorar la vida con la furia propia de la juventud, decidieran abandonarla de forma prematura. Y otros muchos desarrollaran una sensibilidad extrema, no ya a las inevitables adversidades de la vida, sino a cualquier objeción que pudiera resultarles turbadora, hasta el punto de entender la discrepancia como una forma de violencia.
Ocurre que una de las ideas más potentes de nuestro tiempo, que todo lo nuevo es por definición mejor que todo lo viejo, ha supuesto la liquidación del principio de autoridad. Se ha establecido en su lugar una relación de paridad entre jóvenes y adultos, entre padres e hijos, maestros y escolares, profesores y alumnos. Todos son iguales.
En principio, esta «democratización» de las relaciones parecía positiva, puesto que, al desaparecer las constricciones de la autoridad, se incrementaba la libertad. Pero contemplar la juventud como valor supremo implicó trasladar todo el poder al grupo idealizado, no al individuo.
Que en la universidad se estableciera una relación de igualdad entre profesores y alumnos no mejoró su gobierno ni lo hizo más equitativo. Al contrario, como señaló Hanna Arendt, al emanciparse de la autoridad de los adultos, el joven no se liberó sino que quedó sujeto a una autoridad tiránica: la de la mayoría de sus iguales.
La autoridad, que servía para decirle al niño qué tenía que hacer y qué no, quedó dentro del propio grupo infantil, donde se imponía el gregarismo y la ley del más fuerte. Lo mismo sucedió con la familia. Que los hijos no reconocieran la autoridad de los padres, o que los padres renunciasen a ejercer esa autoridad, convirtiéndose en colegas de sus hijos, no supuso un beneficio para los jóvenes, al contrario, estos se quedaron sin referencias y terminaron sometidos a la tiranía del grupo.
La desaparición de la jerarquía entre jóvenes y adultos, y del equilibrio entre lo nuevo y lo viejo, desembocó en una paradoja. Se anuló el impulso desafiante que era propio de la juventud y se invirtieron los papeles. Los jóvenes ya no tenían que autosuperarse y demostrar su valía frente a los adultos. Convertidos en impersonales miembros de un grupo idealizado, lejos de ser atrevidos, independientes y desafiantes, se volvieron conservadores, débiles y fácilmente impresionables.
Algunos expertos en psicología social han tratado de proponer soluciones para reconducir esta deriva, pero sin mucho éxito, porque, lejos de remitir, el problema ha continuado agudizándose. Una de las propuestas más populares es la terapia cognitivo conductual (TCC). La idea es que, puesto que los sentimientos tienden a confundirnos, solo es posible alcanzar la estabilidad emocional aprendiendo a cuestionarlos y evitando distorsionar la realidad. Se ayudaría así al sujeto a que se diera cuenta de cuándo está desarrollando «distorsiones cognitivas» y se podría neutralizar el «filtrado negativo», que consiste en sobrevalorar las críticas negativas sin tener en cuenta las positivas.
Pero ¿y si, más allá de las distorsiones cognitivas individuales, fuera el propio entorno el que estuviera deformando la realidad, validando, cuando no imponiendo, ideas y actitudes inhumanas? Esto obligaría a invertir el enfoque y recostar en el diván no al presunto enfermo, sino al entorno que le hace enfermar.
Pensar que, mediante terapia psicológica, los jóvenes, en conjunto, podrán sobreponerse a un mundo empeñado en desafiar a la lógica es como creer en los milagros. Porque en gran medida esta distorsión cognitiva es exógena. Aleccionados por los maestros, amedrentados por el grupo y asediados por una implacable pedagogía, los jóvenes se ven forzados a renegar de su naturaleza, de sí mismos, para flotar inermes en el más absoluto relativismo, a merced de ideas, creencias y actitudes colectivas que, de puro arbitrarias, provocan ansiedad incluso en los adultos.
Desde este otro ángulo, la idea de la terapia cognitivo conductual como solución podría parecer una especie de tirita o incluso, paradójicamente, una estratagema para ocultar la realidad; en el mejor de los casos, un vano intento de tranquilizar a los jóvenes más impresionables prometiéndoles que, mediante un pequeño esfuerzo terapéutico, descubrirán que su entorno no es tan amenazante ni dañino como lo perciben, cuando en realidad sí lo es… solo que no en el sentido que se les ha inculcado.