Podemos y Chega: cínicos ibéricos
«Es curioso notar las semejanzas entre la izquierda radical española de Podemos y la ultraderecha lusa de Chega»
El año pasado, el partido portugués de ultraderecha Chega lanzó una propuesta para la castración química de pedófilos. Al borde de la frenopatía, la izquierda lusa contestó con el proverbial «¡No pasarán!» Siguieron largas semanas de acusaciones de fascismo, de alertas hacia la degeneración de la calidad democrática de la patria, de avisos sobre el hundimiento de los valores y principios plasmados en la Constitución de la república. La sobrerreacción sugería que la propuesta de Chega incorporaba un rito profano capaz de despertar a António de Oliveira Salazar de su tumba.
Para quienes seguimos la vida política en los dos lados de la frontera fue un espectáculo sorprendente porque ese mismo año la ministra Irene Montero presentó una ley donde se preveía la aplicación de semejante medida. Es más, ya en 2018 el grupo parlamentario Unidas Podemos–En Comú Podem–En Marea proponía algo parecido en su proposición de Ley de Protección Integral de la Libertad Sexual y para la Erradicación de las Violencias Sexuales. El Bloco de Esquerda, mellizo ideológico de Podemos en Portugal y ariete tenaz contra Chega, ni se inmutó.
Este episodio de cierto mimetismo entre extremos ibéricos opuestos no es un caso único. Podemos contrapone la casta a la gente normal y trabajadora, mientras que a Chega le gusta erigirse en paladín de los «portugueses de bien» – donde se infiere que los demás serán entes mefistofélicos. Tienen también una relación muy semejante con la prensa, a la que acusan de estar al servicio de intereses poderosos al mismo tiempo que se esfuerzan por dominar los ciclos de información mediática. Y al contrario de los partidos tradicionales, que defienden sus políticas con base en la creencia en su eficacia, Podemos y Chega ensalzan sus proyectos a partir de actitudes de superioridad moral y dogmatismo.
Ambos miran de reojo a la Unión Europea y a la globalización. Es curioso notar que la izquierda radical española se bate contra el sistema capitalista global y la ultraderecha lusa contra el sistema globalista liberal. Las razones son las mismas: estos sistemas oprimen y pervierten al pueblo que los dos partidos dicen encarnar y que presentan como entidad una, relativamente homogénea y sub-representada.
Las dos fuerzas políticas también conviven a diario con dosis generosas de hipocresía: por ejemplo, la formación morada machaca al Partido Popular por sus casos de corrupción, que según dice son responsables por la podredumbre del sistema político español, al mismo tiempo que alaba al expresidente brasileño Lula da Silva como un ídolo; ya el portugués Chega, nacionalista orgulloso y osado, partido de bravuras rotundas, se encogió ante su socio ibérico VOX en un avergonzado – y vergonzoso – pedido de aclaraciones cuando el partido de Santiago Abascal difundió en redes sociales un mapa mundi donde se presentaba una aparente unión entre Portugal y España.
A estos y otros paralelismos habrá que añadir los perfiles de sus fundadores. Aunque muy dispares a primera vista, Pablo Iglesias y André Ventura comparten discursos mitómanos de beligerancia festiva basados en una relación tortuosa con los hechos. Exhalan un aire de enfants aspirantes a terribles – expresión que robo sin pudor a Cayetana Álvarez de Toledo, taxonomía feliz que las ciencias políticas deberían abrazar para clasificar este tipo de personalidades. Aman la calle, la gente de verdad, una forma hábil de mostrar desdén por las instituciones establecidas. Operan en el marco democrático, con una obediencia indolente a sus normas y procedimientos, pero las narrativas que ofrecen tienen más de asalto que de consenso.
Hasta cierto punto, la similitud entre extremos opuestos pone en cuestión la tesis de la polarización empleada a menudo para explicar nuestros tiempos de radicalismos en alza. Según dicha tesis, los votantes se movilizan en torno a políticas de izquierdas o de derechas, extremándose y alejándose cada vez más del centro por motivos ideológicos, hasta alojarse en puntos opuestos que por el medio tienen un enorme desierto. No deberían tener nada en común. Pero tienen y mucho.
Partiendo de este punto, investigadores de las universidades de Ghent, Brock y Singapur concluyeron que no es la polarización la mejor explicación para el radicalismo. Es el cinismo. En un artículo publicado en la revista Advances in Political Psychology demuestra que la polarización ocurre sobre todo en electores de partidos moderados, que se están moviendo a posiciones más extremas en virtud de temas políticos de izquierdas o derechas, mientras que partidos como Podemos y Chega se alimentan de insatisfacción hostil con los sistemas políticos, capitalizando actitudes de desprecio antagónico ante el establishment. Dicho de otro modo, más que odiar a sus opuestos, o simplemente distinguirse de los demás con base en proyectos de izquierda o de derecha, estos partidos desprecian al terreno de juego y a quienes lo aceptan.
Podemos, Chega y otros integran una oleada internacional de cínicos políticos – la inversión entre substantivo y adjetivo también es válida – que se dedican a imaginar países desde la animadversión hacia las democracias representativas establecidas. De hecho, alegando motivos idénticos, Unidas Podemos vocifera contra el «régimen del 78» y Chega exige una «nueva república». Son al mismo tiempo oferta y demanda de un mercado caracterizado por una profunda crisis de confianza en las instituciones. Consumen y producen desafección y resentimiento. Hablan en nombre de supuestas mayorías silenciosas cuyos intereses, opiniones y necesidades son con frecuencia ignorados por élites arrogantes, políticos corruptos y minorías sobrevaloradas, sin matices y sin mirar el signo político de los supuestos malhechores. El corolario es el famoso «los políticos son todos iguales» – excepción hecha a quienes gritan esta consigna, por supuesto. Asimismo, los cambios que plantean no son reformas sino rupturas.
Y aquí reside el problema: los gobiernos democráticos obtienen su autoridad del respaldo público a las instituciones, donde el crecimiento del cinismo político da en la tecla de la legitimidad y credibilidad de las democracias representativas. Sin confianza no hay polis.
Ante tal circunstancia, los partidos tradicionales tienen al menos dos caminos. Primero, a río revuelto, ganancia de pescadores: alinearse con el radicalismo para sacar réditos electorales y garantizar el acceso al poder. Sospecho que las ganancias a corto plazo darán paso a consecuencias sistémicas longevas. Segundo, entender que no se trata tanto de un confronto entre izquierdas y derechas, sino de un esfuerzo urgente por el mantenimiento del marco democrático representativo.
En su origen, el cinismo fue una escuela de pensamiento de la antigüedad clásica que ponía a la sociedad griega ante el espejo confrontándola con sus fallos, soberbias y ridículos. Ahora, el cinismo ya no es un atrevimiento intelectual pero sí un proyecto de poder donde el espejo usado es mágico, típico de parque de atracciones, que refleja y distorsiona la realidad en partes iguales. Exagera fallos y disfraza virtudes. Para invertir la tendencia de erosión de la confianza, los partidos tradicionales deben atender a las quejas –muchas veces legitimas– de los votantes en partidos radicales. Y deben entender que decir la verdad es rentable.