Ómicron: el prejuicio es más poderoso que la muerte
«La oposición a la mascarilla primero y a la vacunación después tiene un claro sesgo político. El 55% de los adultos no vacunados son republicanos, frente a un 16% demócrata»
El locutor ultraconservador Dick Farrel, del sur de Florida, dijo que la pandemia era «una mierda de bulo promovido por la gente que os ha estado mintiendo desde el principio». Esto fue el pasado mes de julio. Farrel llevaba más de un año ordeñando la vaca de la indignación, galopando a lomos de la conspiranoia. Pocas semanas después, Farrel, de 65 años, fallecía de covid. No sin antes volver grupas.
«¡COVID se llevó a uno de mis mejores amigos! DEP Dick Farrel. Él es la razón por la que me puse el pinchazo», escribió en Facebook Amy Leigh Hair, amiga íntima del locutor. «Me mandó un mensaje y me dijo: ‘¡Póntela!’. Me dijo que el virus no era una broma, y dijo: ‘¡Ojalá me la hubiera puesto!’».
El caso de Farrel está lejos, muy lejos, de ser una anécdota. Solo desde junio, el coronavirus ha matado a más de 160.000 personas no vacunadas en Estados Unidos. Personas que tenían a su disposición numerosas vacunas testadas y vueltas a testar, y que han demostrado, y vuelto a demostrar, que disminuyen notablemente las posibilidades de infección, hospitalización y muerte por covid.
Pero eso ustedes ya lo sabían. Como seguramente saben, o sospechan correctamente, que la inmensa mayoría de esas muertes eran evitables. Y que la siega continúa.
Desde hace por lo menos un lustro, nos hemos ido familiarizando con el concepto de «sesgo cognitivo»: esa colección de instintos y atajos mentales que nos servían razonablemente bien para atravesar una tundra, cazar o mantener la cohesión del grupo, pero que, en la vida moderna, muchas veces, nos juegan malas pasadas.
Si hace unos años estos instintos florecían en contextos concretos, como las manifestaciones o las gradas de un estadio de fútbol, y todavía era posible domeñarlos en política, con posturas más o menos consensuadas en algunos asuntos de estado, hoy campan libres: son como una torada que arremete contra los peatones, elevándolos de un empellón, poniendo el paisaje nacional patas arriba.
Y esto, en el caso que nos atañe, no tenía por qué ser así. George Washington mandó vacunar a sus soldados contra la viruela en 1777. Estados Unidos tenía un año de edad. El primer mandato estatal de vacunación lo aprobó Massachusetts en 1809. En 2018 hubo un brote de sarampión en Nueva York. ¿Cómo reaccionaron las autoridades? Exacto: vacunación obligatoria. Como sucede desde hace décadas en los colegios, o como cuando llevas a tu recién nacido al pediatra. Lo inmunizan. Es la única forma de atajar brotes y epidemias, y con el claro respaldo de la Constitución.
Hoy, sin embargo, la tasa de vacunación en EEUU sigue estancada en el 62%, por detrás de Chile, Argentina, Brunei o Camboya. La resistencia se da incluso entre los sanitarios. El 30% de los empleados de hospitales aún no está inmunizado, según los últimos datos disponibles del CDC. Y eso que se arriesgan a perder el empleo. Varias corporaciones médicas, con cobertura judicial, han decidido no aplicar el mandato de vacunación. No necesariamente porque no lo compartan, sino porque, si lo cumplen y despiden a los no vacunados, se quedarían sin personal suficiente. En medio de una pandemia.
Las autoridades ya no saben qué hacer. En Nueva York uno puede vacunarse en clínicas, hospitales, farmacias, comercios y estaciones de metro. Hay miles de anuncios en las calles. No hace falta cita previa y el Ayuntamiento te da un cupón de regalo de 100 dólares, y hasta te envía a casa, si no puedes desplazarte, a un sanitario. Solo tienes que levantar el teléfono.
Es posible que, entre otros factores como la desinformación o simplemente el miedo, las lealtades grupales se hayan impuesto a las recomendaciones de salud pública. La oposición a la mascarilla primero y a la vacunación después tiene un claro sesgo político. Un estudio de Kaiser Report dice que el 55% de los adultos no vacunados son republicanos, frente a un 16% demócrata. Otros análisis reflejan similares proporciones.
El mapa de vacunación es parecido al mapa de la mortandad, que a su vez es parecido al mapa de las últimas elecciones presidenciales. Según la National Public Radio, los condados en los que Donald Trump recibió más de un 60% de los votos reflejan un índice de mortandad de covid casi tres veces mayor que los condados demócratas. Si nos vamos al 10% de condados más trumpianos, la letalidad es 5,5 veces mayor que allí donde ganó Joe Biden.
El Partido Republicano explotó los sentimientos de abandono, confusión y rencor hacia el sistema que llevaban 30 años incubándose, sobre todo, en las regiones rurales, y ahora tiene que apechugar con ello, lidiar con la incredulidad, hacer funambulismo. Por eso, una mayoría de congresistas republicanos se niegan a revelar si están o no vacunados. Si dicen que sí, quizás pierdan un 20% o un 30% de los votos en las siguientes elecciones, así que se ponen de perfil.
Pero hete aquí que, en medio de la ola ómicron, el jefe de la tribu, el Antipapa, ha salido de su corte de Avignon para tratar de convencer a 60 millones de americanos de que se pongan a salvo. Donald Trump ha dicho que las vacunas que su administración ayudó a crear son fiables y han salvado «decenas de millones de vidas en todo el mundo». Hasta reconoció que se había puesto la dosis de refuerzo, lo cual le granjeó los abucheos de una parte de los feligreses.
Como especula Mike Allen, de Axios, es posible que Trump se haya dado cuenta de que las vacunas, finalmente, nos están salvando los muebles, y quiera pasar a la historia como el presidente que las puso en circulación, lo cual es técnicamente cierto. Aunque podía haberse pronunciado antes y solucionar de raíz el problema.
Es verdad que podemos darle la vuelta al argumento: para un escéptico o un negacionista, el individuo que se guía por sus corazonadas e impulsos primitivos es el que se vacuna. Una persona crédula, temerosa, mansa como una oveja, que recibe la información oficial como si fuera heno, directamente de la mano del sistema. Lo racional y honorable, por tanto, sería apartarse del rebaño. Desbrozar tu propio camino, ser el capitán de tu barco, el dueño de tu destino.
Uno puede entender que el sistema no se haya esforzado lo suficiente en conservar la confianza del pueblo. Que los puentes hacia las lejanas ciudades donde se toman las decisiones han ido ardiendo, y que, cuando el virus hizo acto de presencia, no quedaban ni carreteras para que las tribus pudieran comunicarse y ponerse de acuerdo. Cierto, quienes cuelgan la foto con la tirita en Twitter, dando las gracias a la sanidad pública, cuando hay que dárselas, fundamentalmente, a las farmacéuticas, solo están pidiendo unas miguitas de pan para su ego, y uno puede entender que el instinto natural sea correr en dirección opuesta a la mojigatería.
Pero, amigos, el tiempo apremia. Y sucede que, de momento, el precio último lo están pagando esos valientes rebeldes que «confían en su sistema inmunitario». Ellos y las personas que tienen a su alrededor.