South Side Story
«El mejor reconocimiento al trabajo de Spielberg es que no vemos su película pensando en la anterior»
Mi padre había nacido en Huéscar, por aquel entonces un pueblo importante del norte de Granada, en 1946: un hijo de la larga posguerra cuya trayectoria biográfica, que va del campo a la ciudad, refleja la de España entera. Mis abuelos eran ambos maestros de escuela, empeñados en que sus hijos llegaran a la universidad. No era tan fácil: las distintas reválidas y los exámenes preuniversitarios resultaban intimidantes; para colmo, los hombres tenían que hacer el servicio militar. El caso es que mi padre fue a estudiar Medicina a la Granada de comienzos de los años 60, que combinaba el bullicio universitario con la misa de ocho; empezaba el desarrollismo en una sociedad española todavía subdesarrollada. Y fue allí donde, como nunca dejaría de recordar, se topó con el gran impacto estético de su vida: la proyección de West Side Story en una de las enormes pantallas de la época. He olvidado el nombre de la sala; Granada era entonces la tercera ciudad de España en número de cines. Tal vez fuera el Palacio del Cine, que abrió sus puertas el 21 de diciembre de 1961; hay fotografías en las que el póster de la película, estrenada en nuestro país el 28 de febrero de 1963, luce encima de la taquilla.
Hay que imaginar a ese joven estudiante de Medicina que acudió más de una vez —ocho, decía— a contemplar el espectáculo que todavía hoy es el film de Robert Wise, Leonard Bernstein, Steven Sondheim y Jerome Robbins. Hay que tener 18 años y vivir en aquella vieja ciudad de provincias de un viejo país de provincias para entender el impacto que podía causar Nueva York en Cinemascope. La película se abre con unos planos aéreos de Manhattan que, acompañados de una melodía silbada, dan pie al vigoroso despliegue inicial de Russ Tamblyn y George Chakiris por las calles del barrio que se disputan las bandas juveniles de los Jets y los Sharks; no era, precisamente, lo que uno se encontraba al salir en la calle Recogidas. Supongo que solo se distribuyó entonces una versión doblada; ni por esas pudo desactivarse la fuerza de un musical que explica por sí solo la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría. Obviamente, mi padre no era el único joven impresionable de su tiempo: la película recaudó 44 millones de dólares y cautivó a una entera generación de espectadores. Tom Waits ha grabado «Somewhere»; David Lynch hizo a Tamblyn médico de Twin Peaks y a Richard Beymer, el inconvincente galán trágico del film, director del principal hotel de la misma localidad. Naturalmente, ver West Side Story en California no era igual que verla en España; lo que no quiere decir que aquí dejara de bailarse el twist.
La película de 1961 es un mito; la versión de 2021 solo puede ser un comentario que se apoya en el mito
Siempre que ponían la película en televisión, mi padre se empeñaba en verla; en uno de sus cumpleaños, le regalamos el póster original debidamente enmarcado. Murió, tras una larga carrera profesional, en julio de 2008. Yo me pregunto ahora qué opinión tendría de la nueva versión cinematográfica, realizada por Steven Spielberg, que acaba de estrenarse en todo el mundo tras permanecer enlatada durante casi dos años a causa de la pandemia. Me habría gustado mucho, pero no puedo responder por él. Y las comparaciones quizá sean injustas: la película de 1961 es un mito; la versión de 2021 solo puede ser un comentario que se apoya en el mito. Aquella se estrenó cuando aún no había terminado la era dorada del cine musical; el cine musical es hoy una reliquia que sobrevive a duras penas en la gran pantalla.
Dicho esto, Spielberg hizo una apuesta difícil que ha salido bien: su West Side Story funciona. Lo hace, en buena medida, porque el material original es infalible. No estoy seguro de que el «mensaje» sociopolítico sea aquí demasiado, a pesar de los esfuerzos por relacionar este Romeo y Julieta con el auge del nativismo populista; Richard Brody ha defendido de manera convincente en las páginas del New Yorker que el nuevo guion de Tony Kushner incurre en un exceso de reduccionismo psicológico a la hora de retratar a los personajes. En cuanto a las coreografías, acierta Spielberg cuando renuncia a competir con Cool, número extraordinario que tenía lugar en un garaje tras el rumble que enfrenta a las dos bandas y aquí se lleva a exteriores en una forma más modesta; por desgracia, la escena del baile juvenil en el gimnasio es muy inferior en esta versión, lejos de la energía y sensualidad del original. A cambio, Spielberg iguala contra pronóstico la vivacidad pegadiza del I want to live in America y supera, trasladándolo al interior de la comisaría, el Officer Krupke que se mofaba de las explicaciones psicologistas del juvenile delinquent que inquietaba a la opinión pública norteamericana de los años 50. Sus actores cumplen, Rita Moreno establece una conexión emocional con la leyenda y tanto la fotografía de Janusz Kaminski como el diseño de producción de Adam Stockhausen persiguen con éxito una artificialidad teatral que, remitiendo a la Corazonada de Francis Ford Coppola, contrasta con el realismo testimonial de una primera versión casi contemporánea del mundo que el libreto retrata.
El mejor reconocimiento al trabajo de Spielberg es que no vemos su película pensando en la anterior: durante su largo metraje, no necesitamos otra cosa. Si en el futuro volveremos a ella con la misma fruición o no, ya lo veremos. Para algunos espectadores, en cualquier caso, este West Side Story puede ser su primer West Side Story. ¿Podría causar en ellos, estudien o no el primer año de Medicina en una ciudad de provincias, la impresión que causó la adaptación original en mi padre y muchos otros miembros de su generación? Me parece que no: el mundo ha cambiado y nosotros también. Para bien o para mal, hay cosas que solo pasan una vez.