THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Fetichismos

«Se da en creer que basta la voluntad legisladora para dar un problema por arreglado. Por eso la ministra Díaz declara que su reforma pone fin a la precariedad en España»

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Fetichismos

Siempre es cosa buena que patronal y sindicatos cooperen en lugar de hacerse la guerra. De ahí que la noticia del acuerdo laboral refrendado estos días merezca una sobria bienvenida. Bienvenida porque la prosperidad de los países proviene de la colaboración entre capital y trabajo. Sobria porque los economistas parecen de acuerdo en que las novedades anunciadas son del género «podría ser peor». Para hacerse una idea del contenido de lo pactado, son recomendables los análisis de tres expertos ponderados como Luis Garicano, Manuel Hidalgo y Benito Arruñada (en este mismo periódico, siendo el más crítico de los tres).

Por lo demás, el Gobierno sale de la trampa en la que se había metido prometiendo con porfía «derogar-la-reforma-laboral-del-Partido-Popular». Saltaba a la vista de un ciego las pocas ganas que tenía el partido socialista de derogar una reforma que en su fuero interno sabía acertada, pero la promesa de la derogación había roto el tímpano de los españoles y no era posible echarse atrás. Tiene razón por tanto la Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en quejarse de que la palabra «derogación» se hubiera convertido en un fetiche político, aunque soslaya que el fetiche en cuestión era de fabricación propia.

Esta cuestión, la del fetichismo, merece comentario. Recuerdo que hace dos años un amigo mostró entusiasmó porque en España fuera a haber por fin un «Gobierno de izquierdas». Le dije que en mi opinión «Gobierno de izquierda» era equivalente a «Gobierno retórico». Y es que la izquierda ha completado ya su «giro lingüístico», un recorrido esperable desde que Marx la metiese en el atolladero de la teoría.

Pero si la teoría aún intenta medirse con la realidad, chocando o no, las meras palabras pueden resbalar por la espalda de lo real sin perder por ello su eficacia política. De hecho, la afirmación del filósofo del lenguaje John L. Austin de que hablar es actuar se cumple a carta cabal en la política democrática, donde los votantes a menudo se conforman con escuchar palabras terapéuticas que a falta de alivio material lo traen espiritual. Un mantra, recordemos, no se repite por repetir, sino porque se sabe que la repetición calma.

Quien dice hablar, dice legislar: hoy se da en creer que basta la voluntad legisladora para dar un problema por arreglado. Es el supuesto feérico que permite a la ministra Díaz declarar que su reforma pone fin a la precariedad en España. Se dirá que toda ideología tiene su glosario y que todo político tiende al vaniloquio. Pero es la izquierda la que, frustrada por el rendimiento marginal de sus recetas de siempre, se entrampa en un vocabulario cada vez más disociado de la realidad, como si el mundo pudiera sanar por la mera imposición de palabras.

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