Todo pasa y todo queda
«Que el fin del mundo, si es que llega como viene amenazando, nos pille con la memoria en marcha»
En el sentido astronómico que el ser humano le concede al tiempo, todo tiene un principio y un final. La noche hace aullar a los suicidas, conscientes de que no cumplieron con lo pactado a lo largo del día, y probablemente no cumplirán a lo largo del siguiente. El domingo, día de recogimiento por excelencia, acentúa todavía más esta sensación de finitud. Y no digamos ya los últimos días de diciembre, cuando la memoria se agita, viene a nosotros el recuerdo de la gente que se hubo marchado y que, en algún lugar de nuestro idealismo patológico, pensamos que nunca se iría. A medida que van cayendo más canas al recortar la barba, uno siente que recorre con mayor dificultad ese camino dickensiano junto al fantasma de los tiempos pasados. Las pandemias y las enfermedades han tildado los miedos y las incertidumbres. En ese vita flumen que supo ver bien Machado, empiezo a pensar que pasan más cosas de las que se quedan.
Pese a todo, cabe pensar en qué le diría yo a ese que firma este artículo si volviese atrás un año. Puede que le pidiese que aguantara cuando todo parece apuntar al derrumbe. Debes saber, le diría, que aun derrumbándose toda tragedia es menor cuando ocurre que cuando se imagina. No dejaría de confirmarle que las novedades, salvo contada excepción, ya no le sorprenderán, pero a cambio lo que siempre estuvo seguirá latente con más fuerza a cada paso. Que la solidaridad en esta pandemia ha demostrado que el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve. Que, ahora que cobra fuerza el debate sobre la nostalgia, las buenas ideas y las sanas costumbres están fuera del tiempo. Que todas las preocupaciones, desde el alquiler hasta el resultado del Madrid del domingo, se acaban simplificando en dos sentimientos radicales: Eros y Tánatos. Que nunca, nada y nadie son tres palabras terribles; sobre todo la última. Le reafirmaría que mañana todo seguirá polarizándose, desde la opinión de una película hasta la gestión de una crisis sanitaria mundial. Le pediría que no se tomara demasiado en serio nada.
Por supuesto, le confirmaría que la felicidad está en lo cotidiano. Al mirar por la ventana en un diciembre lluvioso e imaginar una historia para cada viandante. Al husmear lo que sea que ella esté cocinando al otro lado del tabique. Al escuchar risas y llantos, secretos y acordes, pasos en la habitación de enfrente, cuchicheos en la de al lado. Al abrir un ejemplar de don Antonio, y quien sabe si acabar agarrándose a dos o tres de sus ideas, como hace este texto. Al abrir la ventana un primero de enero, en esa hora en que se mezclan realidad y deseo, para que la luz entre en la habitación como por otro lado ha hecho toda la vida. Año nuevo. Esperemos que no haya tragedias en la romana que balanceen lo bonito que es de por sí todo esto. Y que el fin del mundo, si es que llega como viene amenazando, nos pille con la memoria en marcha.