El peor enemigo de las democracias
«Las democracias liberales se han transformado gradualmente en democracias militantes y finalmente en democracias de parte»
En la década de 1990, cuando estaba de moda el fenómeno OVNI y los objetos cercanos a la Tierra (NEO, por sus siglas en inglés), los expertos sugirieron la creación de grandes bombas nucleares para desviar los objetos que pudieran impactar contra la Tierra. Ante esta ocurrencia, el astrofísico Carl Sagan se apresuró a advertir, mediante el «dilema de la desviación», que la capacidad de alejar un asteroide de nuestro planeta implicaría también la capacidad de desviar un objeto no amenazante hacia la Tierra, creando así una verdadera arma de destrucción masiva. De igual manera, la idea de la democracia militante, que pretendía blindar la democracia frente a la amenaza del fascismo, se habría vuelto contra la propia democracia.
Dicho muy llanamente, una democracia militante es aquella cuya Constitución establece límites a la enmienda constitucional para que determinados valores fundamentales no puedan ser removidos o reformados. Esto significa no ya que se impongan procedimientos extremadamente garantistas para acometer una reforma, sino que cambiar aspectos fundamentales de la Constitución sea por definición inconstitucional.
La idea de la democracia militante surge tras la amarga experiencia de la República de Weimar. Lo fácil que resultó para los nazis tomar el poder y demoler el orden democrático alemán, con las consecuencias por todos conocidas, provocó una profunda conmoción. Y la conclusión fue tajante: lo ocurrido con la democracia alemana no podía volver a suceder. Había que encontrar la manera de fortificar la democracia, de construir a su alrededor muros infranqueables para que ni siquiera el apoyo mayoritario pudiera legitimar la instauración de un régimen autocrático o totalitario. Desde entonces, la idea de la democracia militante ha ganado protagonismo, pero siempre centrándose en una amenaza concreta: el fascismo (en el que se incluye el nazismo).
La facilidad y ferocidad con que había sido arrasada la democracia alemana llevó a contemplar el fascismo como una fuerza llamada a convertirse en el motor de la historia. El fascismo era la hibris contemporánea que acabaría imponiéndose al cosmos democrático, si no se establecían salvaguardas adicionales. Así, Karl Loewenstein, uno de los padres del constitucionalismo moderno y promotor de la democracia militante, escribió en Militant Democracy and Fundamental Rights I (1937): «Si la democracia cree que aún no ha cumplido con su destino, debe combatir en su propio terreno […] La democracia debe volverse militante».
Pero que la democracia fuera militante implicaba incurrir en una contradicción: el propio orden democrático debía oponerse a sí mismo para preservarse. Derechos democráticos fundamentales, como la libertad de expresión, reunión, asociación o participación política tenían que poder ser inhabilitados cuando se estimara que el fin fuera la subversión del orden democrático o, en última instancia, el golpe de Estado o la rebelión. Karl Popper trató de resolver este desafío filosófico con la paradoja de la tolerancia, según la cual, si una sociedad es absolutamente tolerante, podrá ser sometida por los intolerantes. En consecuencia, para preservarse, la sociedad tolerante tiene que ser intolerante con la intolerancia. Esta explicación de Popper ha concitado un cierto consenso, aunque demasiado a menudo la forma en que es interpretada sirve para justificar la mera intolerancia.
Sea como fuere, la idea de la democracia militante está hoy presente en distintas constituciones europeas y, sobre todo, en las actitudes políticas dominantes, siempre con la finalidad de salvaguardar los valores democráticos ante cualquier conato de fascismo. Esto significa que las democracias son especialmente reactivas ante la amenaza del fascismo, pero no ante otras amenazas que, sin desafiarlas frontalmente, habrían encontrado la forma de pervertirlas desde dentro. Y conviene hacerse algunas preguntas inquietantes. Primero, ¿cómo podremos garantizar que quienes gobiernan no utilizarán este carácter militante para neutralizar a los adversarios políticos y perpetuarse en el poder? Segundo, ¿qué pasará si los valores fundamentales son suplantados por otros? Y tercero, ¿cómo podrá la sociedad zafarse de ese lazo?
Todo esto es importante porque las disposiciones legales y muy especialmente las actitudes políticas que anidan en la idea de la democracia militante pueden tener el efecto contrario al que se pretendía: en lugar de proteger la democracia, pueden proporcionar argumentos y medios para que se patrimonialicen sus instituciones y se excluya a parte de la sociedad del juego democrático, tachándose determinadas ideas, alternativas y discrepancias como antidemocráticas, aunque no lo sean en absoluto.
Además, cuando la idea de la democracia militante se impone, la propia sociedad tiende a ser militante, es decir, se vuelve especialmente reactiva ante lo que el poder identifica como una amenaza no ya para el orden democrático, sino para la seguridad y la paz social. Esto se ha hecho especialmente evidente en la crisis sanitaria de la covid. La forma en que numerosos Gobiernos han afrontado esta crisis no solo ha puesto de relieve profundas discrepancias sobre lo que debe ser el orden democrático: también ha evidenciado que los valores fundamentales de la democracia podrán haber sido alterados con el tiempo, sin que la sociedad fuera plenamente consciente.
Así, Gobiernos y políticos consideran democráticamente legítima la limitación de movimientos e incluso la reclusión de los no vacunados, argumentando que no supone una discriminación porque diferentes situaciones deben tratarse de manera diferente. Es un deber constitucional hacerlo. Argumentan que la ciencia afirma que algunos individuos son más peligrosos, los no vacunados, y otros menos, los vacunados. Por lo tanto, utilizar varas de medir distintas no solo es legítimo, sino que cumple con el principio de igualdad… puesto que la propia idea de igualdad se ha ido adaptando a los nuevos tiempos: ya no significa proporcionar las mismas reglas para todos, se basa en tratar a los sujetos de manera diferente.
Pero la tendencia de los Gobiernos democráticos a extralimitarse en la gestión de la crisis sanitaria no es algo que debiera cogernos por sorpresa. Es la consecuencia previsible de un proceso de largo recorrido, con señales claras y abundantes, que ha transformado gradualmente las democracias liberales en democracias militantes y finalmente en democracias de parte (véase el caso de Chile), en las que el orden democrático queda subordinado a determinadas preferencias ideológicas. Esta deriva no atiende tanto a un temor sincero hacia el fascismo por parte de la clase dirigente como a su profunda desconfianza hacia el ciudadano común. Y también a la creencia de que la democracia no debe ser simplemente un sistema de control del poder que permita el relevo pacífico de los gobernantes mediante el sufragio universal y que asegure los derechos fundamentales, sino que debe servir a una determinada idea de progreso.
Esta tendencia a excluir de la esfera democrática discrepancias legítimas se ha ido aplicando a numerosos asuntos en las democracias en general. Por ejemplo, cuestionar que los Estados deban administrar bastante más del 40% del Producto Interior Bruto se considera hoy una actitud no ya insolidaria, sino también antidemocrática, en la medida en que, en efecto, la democracia, reconvertida en militante, ha derivado hacia la servidumbre de una determinada idea de progreso. Lo mismo cabe decir del valor «diversidad», que ha suplantado al «pluralismo», antaño valor democrático por excelencia, y también de otras convenciones que, gradualmente, se han ido asentando, como la discriminación positiva, las políticas de cuota, la pedagogía ideológica en las escuelas, la vigilancia de los sentimientos, etc. Con todo, lo peor es que quienes han de relevarnos, en el mejor de los casos, tienen una vaga idea de los desastres que en el pasado siglo XX «justificaron» la emergencia de la democracia militante. Demasiados jóvenes no saben siquiera distinguir la Primera Guerra Mundial de la segunda y ponerles fecha, o directamente ignoran que tuvieron lugar, y asocian el negacionismo con cualquier cosa menos con el Holocausto y la «solución final» de la Alemania nazi. Las nuevas generaciones se han educado en los particularismos ideológicos y los «ismos», que hoy capitalizan la democracia militante, y tachan de fascismo cualquier oposición a una determinada idea de progreso, ignorando que técnicamente, como advertía Loewenstein, el fascismo consiste precisamente en perseguir a toda costa el poder y estar dispuesto a cualquier cosa para conservarlo.