THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

¿Quién amenaza la democracia?

«Resulta más fácil vender a la sociedad las bondades de un Estado paternalista que concienciar sobre las costumbres públicas de la democracia»

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¿Quién amenaza la democracia?

Íñigo Errejón y Pablo Iglesias. | Marta Fernández (EP)

Llevamos una década con el relato de la democracia amenazada. Primero fue la acusación de que «esto» no era un sistema representativo, y que los partidos y políticos eran una oligarquía que, aliada con la élite extractiva, vivía a costa del pueblo. Luego vinieron los que alertaban sobre el populismo, el comunista y el nacionalista, que había crecido usando la crítica anterior. Fueron señalados como los riesgos de la democracia por su tendencia totalitaria. 

Después vinieron los análisis sobre los motivos del desafecto a la democracia realmente existente y su remedio. Las líneas fueron en dos sentidos. Unos hablaban de la necesidad de una «nueva política» fundada en la virtud republicana, el compromiso cívico, la vida en comunidad, y la implicación universal en las decisiones políticas. Esto se traducía en sustituir a la «oligarquía» dominante por una nueva clase política proveniente de la sociedad civil, no necesariamente con experiencia laboral, legitimada por las buenas intenciones. 

Otros hablaron desde la socialdemocracia clásica. La gente común era desafecta a la democracia porque no se daba respuesta a la cuestión social. Era un argumento clásico. Si el Estado no era capaz de articular soluciones a los problemas de vivienda, sanidad, educación y empleo, los jóvenes se hacían antidemócratas. 

Es un alegato por una mayor presencia estatal, en manos de un Gobierno con «conciencia social», que vincula de forma marxista la circunstancia socioeconómica personal con las ideas. Ya saben; aquello de «el ser social determina la conciencia social». El caso es que resulta más fácil vender a la sociedad las bondades de un Estado paternalista que libre a todos del esfuerzo y responsabilidad individuales que concienciar sobre las costumbres públicas democráticas. En realidad, es decir que la democracia solo es posible con una política obligatoria de igualitarismo material.

No nos olvidemos de la educación. Esta izquierda que aprovecha que sale el sol cada día para pedir más Estado no asume el resultado de la moralización o adoctrinamiento que se da en las aulas desde hace décadas. Si los descriptores de las asignaturas de humanidades se guían por la necesidad de construir ciudadanos con compromiso social progresista, que repudien el pasado y lo existente por no encajar con el ideal, es normal que sean desafectos a la democracia. Cuando se rechaza por sistema la tradición no se valora la herencia ni la comunidad que la alberga. 

No nos hagamos los nuevos. Isaiah Berlin, refiriéndose al romanticismo alemán, hablaba de ese mundo empeñado en rechazar todo lo que es tranquilo, sólido, luminoso e inteligible en un anhelo cegado por la ideología.

La conclusión al aparato mediático y educativo no es una generación, o dos, de demócratas, sino de militantes de la cultura de la cancelación, de intolerantes, colectivistas e identitarios excluyentes. De sabiondos sin conocimientos porque han sustituido el saber por el dogma. Son personas, al menos las que hacen ruido, que creen que los derechos tienen un crecimiento infinito y sin contrapartidas. Han crecido oyendo que todo es o debería ser «gratis», desde la sanidad y la educación al transporte. 

La Universidad juega un papel determinante en favorecer que desaprendan lo aprendido, pero no se produce. Llegan a las aulas siendo los mejores jueces morales sobre hechos que desconocen. Es una situación que da vértigo. El docente no está para desprogramar personas, sino para transmitir hambre de conocimientos, para abrir la puerta a nuevos mundos del saber. 

Un poco de perspectiva histórica y filosófica nos enseña que la decepción, el aburrimiento y la frustración son constantes en la vida política, que las emociones pesan más que la razón, que la incoherencia es la norma, que la tecnología es la que marca el pulso a la civilización y, por tanto, a la extensión de las ideas y de las mentalidades. Esos movimientos a veces cobran mayor envergadura, tanto que provocan cambios, a veces para mal desde el punto de vista de la libertad y de los derechos humanos. 

Sostener que la democracia depende del comportamiento de las élites políticas parece que ataca el paradigma progresista, fundado en la retórica de la historia de los pueblos y de sus agentes sociales. Y lo es. Negar la influencia de los dirigentes sobre la percepción que la gente tiene de la política es mentir. Si la práctica y el discurso tienden hacia el acuerdo y el respeto a la legalidad democrática, los ánimos de la mayoría también. 

Solo en el caso contrario, en el que los líderes juegan a radicalizar sin pensar en las consecuencias, en demonizar al adversario, en cuestionar la legitimidad de las instituciones, en buscar el cambio por vías extralegales, en apropiarse del sistema colonizando el Estado, está en riesgo la democracia. No me refiero a que no exista la formalidad del voto, sino a que no exista la libertad para ejercer los derechos, la garantía del pluralismo y la convivencia pacífica. El resto es palabrería.

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