THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Apoteosis en Lera

Crónica de un viaje hedonista por la España vacía

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Apoteosis en Lera

Jacobo Bergareche

Es un error absoluto, te has equivocado– me riñó Luis Moreno cuando le llamé para explicarle nuestro plan. –No se puede comer en Mannix y cenar en Lera en un mismo día– Viniendo de alguien capaz de comerse un buey entero de un bocado y de beberse un tonel de vino sin eructar, esta afirmación tan contundente me preocupó, ¿tendría razón? Le expliqué a Luis que no había opción, me había comprometido a grabar un programa de gastronomía castellana para un canal de televisión chileno y solo tenía 24 horas para recorrer tres restaurantes singulares. –En ese caso –nos recomendó Luis– debéis resistiros a los entrantes y los postres de Gemma, que es una verdadera pena, pero si queréis llegar a Lera, tomad el lechazo y salid corriendo–.

Les insistí en la estrategia a los dos amigos que me acompañaban: «Chavales, firmeza y frialdad, solo él lechazo, si hace falta os ato como Ulises al mástil para que no naufraguéis en Mannix, recordad que debemos llegar a la cena en Lera». 

Mis amigos no estaban para chistes, antes de sentarse a ninguna mesa les tocaba digerir la sorpresa de la jornada: en dos horas nos encontraríamos en Mannix con un galán de telenovela chileno y su cámara, que les convertirían en protagonistas involuntarios de un programa de cocina para la televisión de Chile. Yo les aseguraba que se reirían, ellos no estaban tan seguros. Eran las doce del mediodía del primer jueves de diciembre y estábamos en lo alto de las murallas del castillo de Cuéllar, soportando un viento gélido en el rostro y contemplando el oscuro mar de pinos que se extiende sobre la meseta castellana hasta el horizonte, detrás de un skyline de torres mudéjares. Allí, Miguel Olivares, Rodrigo Pineda y yo, tres amigos que no nos vemos tanto como quisiéramos, nos habíamos citado para despedir el año. Celebrámos aquello que siempre nos obsequia con una excusa para hacerlo sin culpas cuando no tenemos ninguna otra cosa que celebrar: la amistad.

Solo pudimos obtener veinticuatro horas de permiso para escaquearnos de obligaciones familiares y laborales, íbamos a exprimir el tiempo como si fuéramos políticos de provincia en campaña: encuentro en Cuéllar, comida en Campaspero, cena en Castroverde de Campos, y comida de regreso en Valladolid. 

Nuestra noche en Lera era uno de esos planes soñados que las múltiples vicisitudes de la pandemia nos arruinaban cada vez que nos arriesgábamos a ponerle una fecha. Tras año y medio de intentonas frustradas llegábamos a esta escapada huérfanos ya los unos de los otros. 

La nuestra es una de esas amistades que exige verdadero empeño y planificación, pues Miguel se largó a un monte recóndito en el confinamiento y ya no piensa en volver a la ciudad, y a Rodrigo entretanto le salió un proyecto en Canarias. Miguel es un publicista de Mondéjar conocido por untarse el pelo con nocilla, Rodrigo un teleco de Villajoyosa que ahora hace dibujos animados, y yo un madrileño que escribe cuando se concentra. La nuestra es una amistad que no hunde sus raíces en los estudios, ni en los veranos en un pueblo, ni en el trabajo. En definitiva, es una amistad que no puede vivir del pasado –como la de esos amigos que nunca se ven pero que siguen pensando que son amigos– y por eso nos esmeramos en mantener su presente. A los dos los conocí casualmente en restaurantes, y me hice amigo de ellos porque siempre que me siento en una mesa con desconocidos albergo la esperanza de que alguien pueda hacerme cambiar de opinión respecto a algo. Ellos lo consiguieron. 

De Miguel me hice amigo porque me senté junto a él en una cena del Club de Creativos en la que no conocía a nadie. Yo anuncié cortésmente que mi proyecto para aquella velada consistía en emborracharme hasta la inconsciencia con la buena excusa de la reciente muerte de mi hermano, y fue entonces que Miguel me contó cómo digería él desde hacía un par de años el suicidio de su hermano, que murió con la misma edad que el mío. En esa conversación descubrí inesperadamente una palanca para virar el ángulo desde donde observaba mi propia tragedia y obtener un punto de vista menos doloroso. Desde entonces estamos unidos. 

De Rodrigo me hice amigo cuando nos tocó sentarnos juntos en una comida de eso que llaman networking, a pesar de que el castellano tiene palabras más precisas como enredar o medrar. Rodrigo era entonces el director de nuevo negocio de Telefónica en esos tiempos donde hasta un diletante salido de Bellas Artes como yo creía que podía montar una start-up tecnológica. Era una comida de emprendedores, es decir, de CEO de empresas sin empleados ni beneficios, pero con tarjetas de bordes troquelados y logos molones. Todos veían a Rodrigo como una piñata preñada del maná que Telefónica reservaba para esa incierta cosa que era el nuevo negocio, una piñata que a fuerza de comilonas y copas se agrietaría, cedería y nos terminaría surtiendo con el codiciado seed capital o el A-round. En algún momento de la comida, hartos de pitches en servilletas, empezamos a hablar de lo que nos importaba, la música, y terminamos discutiendo hasta altas horas cuál de los tres primeros álbumes de estudio de los Stooges es el mejor, yo sostenía que el Raw Power, él me convenció de que era el Funhouse. Dos días después estábamos en casa escuchando vinilos hasta el amanecer, hasta hoy. 

Cuando quedamos, Rodrigo trae la guitarra y pasamos la sobremesa improvisando letras alternativas a canciones conocidas. Miguel viene siempre con un bolso de flores donde lo mismo está el I Ching que una maraca, un altavoz donde suena Julio Iglesias o una infusión de psilocibes. Dedicamos mucho rato a planificar próximos viajes que casi nunca hacemos, y cada diez minutos interrumpimos el silencio o la conversación para proclamar: «Qué buen día ha quedado, señora», seguido de una carcajada, para después interpretar cualquier cosa que esté aconteciendo delante de nosotros: el desvanecimiento de una nube, la manera de andar de un anciano o el recorrido de una sombra por una tapia. Quizás lo que compartimos no es más que un estado de alegría y asombro ante el mundo, que nos inducimos los unos a los otros cuando nos juntamos. 

Nos gusta quedar los tres solos sin nadie más, nuestra receta para pasar un buen rato ya es perfecta y cuando aparecen nuevos ingredientes a veces se estropea el resultado. Por eso, cuando dejé caer que se uniría a nosotros un amigo chileno que estaba grabando un programa de gastronomía, hubo un enojo contenido. Los mosqueteros son tres y solo tres ¿Qué pintaba un extraño en ese viaje tan privado? Y la cosa no terminaba ahí, el tipo además venía acompañado de otro chileno que grabaría con cámara y micrófono nuestras comidas. 

Fue una coincidencia desafortunada, pero lo cierto es que yo había adquirido ya un compromiso con mi amigo Felipe Braun para hacerle de cicerone en el capítulo que dedicaba a España para una docuserie de viajes gastronómicos que pensaba grabar por todo Europa en la primavera de 2020 y que, por razones que no hace falta aclarar, no ocurrió. Y es que en aquella primavera de 2020, el mundo se dividió entre los que con resignación y sensatez cancelaron definitivamente sus grandes viajes con los amigos y aquellos que como yo proclamamos que solo estábamos dispuestos a posponerlos, y que todas las celebraciones volverían a ser rescatadas en el momento en que se abriera lo que Miguel llama la «ventana cósmica», ese raro suceso en que se alinean el espacio, el tiempo y el ánimo para alumbrar la posibilidad de uno de estos encuentros en que por unas horas basta con existir para hallar un motivo para ser feliz, y en que como cantaba Guillén, «todo está concentrado / por siglos de raíz / dentro de este minuto / eterno y para mí».

Así pasó que dos ventanas cósmicas se me abrían a la vez al final del otoño de 2021, por una me caía el bueno de Felipe Braun con el cámara, y por otra el dúo psicodélico del I Ching y la guitarra. No quise cerrar ninguna de las dos, confié en que encontraría la manera de conciliar ambos reencuentros. Bastaba contarles a Miguel y Rodrigo, que tienen un enorme apetito por todo lo peculiar, un hecho insólito sobre la vida de Felipe: durante muchos años fue galán de telenovela, con todas las extremas experiencias vitales que tal distinción comporta. Y es que el galán, les explicaba a mis amigos esa mañana en lo alto de las murallas del castillo de Cuéllar, tiene el destino más elevado de todos los hombres, un destino que comparte con su antecesor en la ficción, el héroe de las novelas de caballería: ambos terminan siempre por vencer a los villanos, hacerse ricos, casarse con el amor de su vida a pesar de mil obstáculos y finalmente, conocen a su verdadero padre. El brillo de todos esos éxitos es lo que confiere al galán latino el aura cegadora de un semidiós.

Esta revelación prendió el fuego de la curiosidad en Rodrigo y Miguel: empezaban a atisbar la posibilidad de escuchar las grandes anécdotas que hacen memorable una sobremesa. Quedaban casi dos horas para nuestro encuentro en el restaurante Mannix pero el viento gélido que racheaba sobre la meseta castellana y azotaba con fuerza las almenas del castillo nos había dejado ateridos y no se nos ocurrió otra posibilidad para matar el tiempo que esperar en el restaurante la llegada del exgalán. 

Mannix

Se llama Mannix –nos explicaron– porque el hijo de los dueños del restaurante estaba obsesionado con el detective Joe Mannix, protagonista de una serie americana sesentera, y rondaba por las calles del pequeño pueblo de Campaspero armado con una pistola de juguete. Más adelante, el Joe Mannix de Campaspero se metió a militar y dejó el pueblo, pero sus padres ya habían rebautizado al restaurante en honor a aquel detective que había capturado la imaginación de su hijo. 

Empezando ya por el nombre, todo en Mannix es un cúmulo de peculiaridades. El edificio del propio restaurante tiene una escala y un orden arquitectónico que no se corresponde con el resto del pueblo, aquí hay una cierta vocación de grandeur. La fachada tiene ventanas enmarcadas con pilastras de granito que sujetan frontones clásicos y que tienen unos toldos verdes con el nombre del restaurante impresos en una tipografía curva y gruesa más propia del poster de un grupo de rock psicodélico que de una casa de comidas castellana. Al entrar nos presentamos como los del programa de la tele chilena, a pesar de que los chilenos no habían llegado. 

Nos sirvieron un vermú en una barra de maderas nobles y barnizadas, tras el cual se abre un amplio comedor que podría dar lugar a un neologismo: el lechazódromo. Desde la barra se ven unas escaleras de mansión americana por las que podría bajar Angela Channing que dan a una estancia superior donde nos contaron que reside la familia que regenta el Mannix desde hace cuatro generaciones. En el hueco bajo las escaleras brilla iluminada una bodega acristalada llena de los vinos más celebrados de la zona. Marco Antonio, el hombre que asa los lechazos, nos acompañó hasta una puerta sobre la que cuelgan los largos cuernos de un kudu de las sabanas africanas, y entramos en el territorio del fuego. Allí hay dos viejas cocinas económicas –esos oscuros armatostes de hierro con fogones de leña– y tres enormes hornos de barro con capacidad para asar a una manada de elefantes si fuera preciso. En esa hora comían un potente cocido tres generaciones vivas del Mannix, la abuela Mari Carmen, su hijo Marco Antonio, el yerno que lleva la sala y la nieta, Gemma, una joven cocinera que tiene su propio reino en un rincón apartado de esta cocina. Allí desarrolla Gemma una línea culinaria totalmente rupturista que sin embargo convive en insólita armonía con los clásicos ancestrales de la cocina castellana que elabora su tío Marco Antonio. Gemma nos enseñó lo que estaba preparándonos: croquetas de queso y jalapeños, anchoas en focaccia con mantequilla y trufa, carbonara de setas silvestres, una especie de falso niguiri de atún con una salsa de tomate india, postres de trampantojos de frutas y una tarta de queso de fama instagrámica, que ha bautizado como tarta de queso por las tetas

Ninguno de los tres tuvimos la valentía de decirle que solo veníamos a por el lechazo de su tío, que llegábamos con el freno metido y que la idea era dejar espacio para la cena en Lera. Gemma nos miró con cierta chulería y antes de que pudiéramos decirle nada nos anunció lo que no tendríamos ánimo de rechazar, cinco tentadores entrantes «muy ligeros» y tres postres, además de la afamada tarta de queso que obviamente no podíamos saltarnos, pues quedó segunda en el campeonato nacional. Una joven que es capaz de abrir su propio corner de comida de vanguardia en un asador de lechazos de un pueblo remoto de Castilla es ante todo una persona con una determinación inquebrantable: en cuanto te mira a los ojos tú te cuadras y aceptas lo que te mande. 

A partir de ese momento, nos sentamos aterrorizados en la mesa, apurando el vermú y llamando a Felipe Braun cada cinco minutos para preguntarle por su paradero y meterle prisa: era vital empezar a comer cuanto antes si queríamos sentarnos a cenar en Lera hecha al menos la digestión de los cinco entrantes de Gemma. 

Felipe, que en ese momento estaba alquilando una motorhome en Algete, se agobió con nuestra insistencia y cometió el error de escoger el camino más corto en kilómetos a Campaspero, que no es precisamente el más corto en tiempos. Google maps le mandó por ese tipo de carreteras comarcales que son como el hilo de un rosario que tiene por cuentas decenas de pueblos mínimos de nombres compuestos, por los que se circula a treinta kilómetros por hora para no arrollar a un anciano. 

Para cuando apareció Felipe eran bien entradas ya las tres. Habíamos pasado de los vermús a las cañas y de las cañas a los vinos. Rodrigo, que es ingeniero de telecomunicaciones no practicante, había sido abducido para atender una avería de la línea fija del restaurante y estaba en algún lugar de la cocina inspeccionando un cajetín bajo la mirada de Marco Antonio, en cuyo rostro se reflejaba el fulgor las brasas del horno en que ardían los inocentes corderillos. Miguel y yo nos mirábamos sabiendo que nuestra derrota final en Lera estaba asegurada. 

El cámara que acompañaba a Felipe estaba poseído por el espíritu de Hitchcock, y antes de comer nos hizo grabar siete tomas encontrándonos en las calles de Campaspero, siete planos de abrazos diferentes, todos siempre con la efusividad emocional del encuentro navideño del anuncio de turrón del Almendro. Después grabamos otras cinco tomas entrando al Mannix, cada una de ellas con impostada sorpresa de hacerlo por primera vez, después hicimos decenas de tomas de cada suculento entrante que nos presentaba Gemma y que Felipe se esforzaba en traducir a ese incomprensible idioma que hablan allende los Andes y al que por lo visto también llaman español. La comida iba ciertamente para largo. 

La última vez que vi a Felipe Braun fue en 2011, durante una matanza en la Sierra de Hornachuelos, a la que asistió para fotografiar y documentar cada paso de la producción de nuestro chorizo, que pensaba replicar en su rancho. Por entonces Felipe ya empezaba a fantasear con mudarse a la región de los lagos de Chile y reconvertirse en una suerte de granjero-gourmand-influencer, que es en lo que se ha convertido ahora merced a esa oportunidad de cambiar nuestras vidas que la pandemia ha brindado a muchos y que pocos han tomado en serio y con valentía. 

Felipe, les expliqué a Rodrigo y Miguel en la comida, es de esas personas a las que me gustaría tener cerca en caso de guerra o de colapso de la sociedad, porque sé ya lo que se puede esperar de él cuando vienen muy mal dadas por todos los flancos. Forjamos nuestra amistad en una misión suicida, cuando Antena 3 me mandó a producir una tv movie sobre el rescate de los mineros chilenos antes de saber si los mineros serían rescatados con vida. El disparatado encargo consistía en llegar a Chile de inmediato, donde jamás había estado, sin un guion y sin un plan, y volver de allí con un instant movie bajo el brazo, listo para su emisión quince días después del rescate, si lo hubiere –algo que aún parecía muy improbable en septiembre de 2010. 

Un amigo colombiano me dio el teléfono de Felipe, asegurándome que era de fiar y a la vez estaba lo suficientemente loco como para acceder. A la semana estábamos rodando en el desierto de Atacama escenas de una película cuyo guion improvisábamos el día anterior, colándonos en la mina donde ocurría el rescate para preguntar en qué punto estaban. Las batallitas del rodaje de ese pesadillesco telefilm que Antena 3 decidió no emitir jamás dieron paso a Felipe, que saltó a contarnos una de las historias más hilarantes que he oído en una mesa: la vez que por contrato y contra su voluntad le obligaron a asumir el rol de un piloto ciego en la peor telenovela chilena de todos los tiempos. Estas cosas cuando las hace Hollywood, nos contaba Felipe, te las puedes llegar a creer, pero en una telenovela latina el ridículo es total, y nos ahogábamos de risa al verle a Felipe convertido en piloto ciego, agarrado a los mandos de un avión imaginario, con la mirada perdida, aterrizando peligrosamente en medio de aquel lechazódromo contra el criterio de su copiloto que le gritaba (él hace el diálogo entre copiloto y piloto) «puta la hue’á, hue’ón, me estáis hue’eando, como vas a aterrizar el avión, estás completamente ciego, no podís, ¿cachay?» y el piloto contesta «sí, poh, hermano, estoy sintiendo el avión, si puedo, poh, lo estoy sintiendo hermano».

La carcajada era incontrolable y hubiéramos acabado descoyuntados si no fuera por la oportuna aparición del célebre lechazo del Mannix. Ocurrió entonces como en una buena corrida de toros, cuando el público pasa abruptamente de la algarabía más desordenada a un silencio solemne en el momento en que el matador entra a matar. 

En España al lechazo asado le pasa, como a la paella, al cocido y a la tortilla de patatas –pocas cosas más– que todo enterado tiene una idea muy clara de quién hace y dónde se sirve el mejor, aquel que pudiéramos designar como arquetipo: ese que define la perfección, revela la esencia, alcanza su punto perfecto, sin adorno ni defecto. 

El lechazo de Mannix puede presumir de ser el auténtico arquetipo, en él los cuartos del cordero tienen la proporción perfecta de las dos texturas que uno espera: el churruscado crujiente y rojizo del exterior y esa carne gris, untuosa y tierna del interior que cede y se deshace cuando se hunde en ella el más romo de los cubiertos. Está húmedo, cálido, chorrea, hay en él algo sexual y tiene el punto exacto de la sal. La excitación que produce es tal que uno olvida pronto los cubiertos y se tira a él con las manos, lame cada uno de los huesos, penetra con la lengua todas sus cavidades, y las sorbe hasta dejar una carcasa reluciente como hacen los buitres con un cadáver. Es uno de esos bocados que no se disfruta pausadamente, en medio de una conversación, sino que transforma a los comensales en bestias, que no vuelven a comportarse como humanos hasta que solo quedan huesos en el plato. Entonces, el trance animal termina entre los jadeos que provoca un gran esfuerzo, se apura el vino, se empapan las servilletas de toda la grasa que ha quedado impregnada en las barbas y las manos, se unta el pan hasta limpiar la fuente y se vuelve a articular una conversación. Felipe opina que hay algo ciertamente brutal y casi perverso en comerse a un animal neonato, que aún no ha sido destetado de su madre, y que en su morfología y casi en sus aromas, podría recordar a un bebé. En Chile, y en casi todo el mundo occidental, hay un cierto reparo moral en comerse a los animales en su edad más tierna, esta inclinación que trae a la memoria el nombre de Herodes es un vicio puramente español, pero lo cierto es que el secreto del sabor del lechazo –y del cochinillo– es precisamente su estricta dieta de leche materna. Conviene no pensar en ello demasiado, y para desviarnos de esa avenida de remordimientos animalistas, Gemma viene a distraernos con su interminable tren de postres exóticos e irresistibles, auténticas escultura que daba pena romper con la cuchara, y que una vez rotos, desaparecían a la misma velocidad que engendraban un deseo de vinos dulces y de puros. 

El padre de Gemma, que leyó bien nuestros deseos antes incluso de que los expresáramos, nos llevó de nuevo a la cocina donde había un viejo humidor cargado de vitolas excepcionales y nos dio un Salomón de Partagás a Rodrigo y a mí. El resto de los comensales habían pagado su cuenta y emprendido ya el largo viaje de vuelta a sus ciudades de residencia, Campaspero estaba desierto, el Mannix había dejado ya de ser un restaurante y empezaba a ser el piso de debajo de un palacete familiar por donde pululaban la abuela Mari Carmen, la madre, la tía y toda la familia. Rodrigo se fue al coche a por su guitarra y empezó a tocar canciones mientras Juan Carlos, el maestro de sala nos convidada a coñac y se fumaba un puro con nosotros en la terraza. Poseídos ya por el espíritu del vino, y aburridos de hablar, iniciamos la parte musical de la sobremesa con rancheras de José Alfredo, el gran bardo de las barras y cantinas, y Juan Carlos nos descubrió su chorro de voz y un gran repertorio en el que destacaba una rumba desconocida hasta entonces para nosotros, que le hubiera valido la final de un talent show de otra época felizmente incorrecta, de título El legía, que arranca así:

Estando un día en un burdel de Casablanca
Un legionario de una morita se enamoró
Y fue tan grande el amor de aquel legía
Que al poco tiempo con la mora se casó

De repente, en esa tierra que creíamos tan adusta se despertó un sarao que ni en Triana. Le siguieron Volando Voy, el Mercedes Blanco, algunas de Los Chichos, media botella de Cardenal Mendoza y ya cuando el Salomón era una chusta, Rodrigo tocaba subido a las sillas, y los chilenos nos miraban desesperados y pidiendo tregua, Miguel, que venía bebiendo prudentes vasos de agua desde hace un rato nos recordó que si queríamos sentarnos a cenar en Lera a las 21:30, debíamos salir pitando, cosa que Rodrigo y yo hicimos con pena y casi tirados de las orejas. 

Lera

El trayecto desde Campaspero, Valladolid, hasta Castroverde de Campos en Zamora, es de una hora y media y transcurre en la oscuridad más absoluta, atravesando las soledades de eso que llaman la España vacía o vaciada. Waze predecía que nuestra hora de llegada eran exactamente las 21:31, es decir, llegábamos con un minuto de retraso a la cena y por tanto no procedía hacer el check-in, tendríamos que salir de la furgoneta de Miguel y sentarnos directamente a cenar. Paramos dos veces en el camino para orinar en medio de la inmensa noche castellana, donde solo se oye el ulular del mismo viento que horas atrás nos curtía la tez en las murallas de Cuéllar. Cuanto más nos acercábamos a Lera más se estrechaban los caminos y los pueblos que pasábamos nos recibían desiertos, mal iluminados, con ventanas tapiadas y edificios en ruinas. Lera es uno de esos extraños restaurantes que exigen un viaje a ninguna parte, lejos de todo, está en un cul de sac del universo conocido, es un destino donde mueren los caminos. El que va allí a comer sabe que debe quedarse a dormir, después del banquete no cabe vuelta alguna a ningún sitio. Siempre me han sorprendido este tipo de establecimientos, que exigen a los comensales que lo dejen todo por un día si quieren disfrutar de sus manjares. El juicio que suscitan es siempre severo, uno acude a ellos con la pregunta de si merece la pena tanto viaje para una comida, ¿de verdad no se podía ofrecer lo mismo en Madrid? Veremos más adelante cómo respondemos a esto.  

El último kilómetro es siempre difícil para el que llega en la oscuridad de una noche de diciembre, el GPS ofrece multitud de alternativas para penetrar la intrincada red de caminitos estrechos, malamente asfaltados o de tierra, que conducen a este venerado templo de la cocina de caza. 

Llegamos con gran confusión sobre dónde estaba la puerta del restaurante-hotel y dónde el aparcamiento. Felipe Braun dejó su motorhome en un descampado y nosotros en una callejuela de casas bajas, y todos rodeamos el recinto de Lera en busca de la puerta de los clientes. En algún momento de desesperación alguien propuso incluso acceder por una ventana. Entramos cada uno por puertas diferentes y nos encontramos directamente en la mesa. El de Lera es un comedor austero, moderno y agradable pero sin demasiadas pretensiones de decorador ni alardes de arquitectura. Había un par de mesas más esa noche, uno de esos misteriosos personajes que viajan solos para comer solos, y otro grupo. A nosotros nos dieron una gran mesa apartados de los demás. Al poco de sentarnos nos vino al encuentro Luis Lera, un tipo calvo, enjuto y de cierta rudeza, que viste un uniforme negro y que poseía ese atractivo viril nada obvio con el que hacen carrera actores como Luis Tosar. Lera nos recibía con una sonrisa que se adivinaba tras la máscara, y nos preguntaba qué pensábamos cenar. Nadie era capaz de pensar en nada, mucho menos en cenar. Todos me miraron a mí, como guía de la expedición, para que les aliviara del engorro de tener que elegir entre la extensa carta de platos de animales que jamás habían probado. Aturdido como venía del coñac al que me habían invitado en Mannix, escurrí el bulto diciendo lo que jamás se le debería decir a un gran chef: que nos pusiera lo que él creía que debiéramos probar de su cocina. Lera, que no sabía de dónde veníamos, retornó a la cocina con la convicción de que debía sacarnos todo lo que tenía esa noche. 

Acto seguido llegó un jovencísimo sommelier a preguntarnos cómo queríamos regar aquella cena y una vez más todos me miraron descargando esa responsabilidad en mí, y yo contesté que fuera sacando lo que quisiera, pero siempre en el entorno de los 30 euros como máximo. Creo que esa fue mi última interacción oral con los otros comensales, a partir de ahí me concentré exclusivamente en llegar vivo a la cama. 

Llegó la primera botella de un curioso blanco de rueda, y empezaron a desfilar por la mesa toda la lista de especies de interés cinegético que habitan los campos de España: liebre, jabalí, ciervo, pato, pichón. Yo ya había perdido el sentido del tiempo y del lugar, no sabía si estaba en las bodegas del arca de Noé o si estaba comiendo en la corte castellana de Alfonso X, el Sabio, botellas de caldos desconocidos y maravillosos se sucedían en la mesa, no entendía ya de qué hablaban mis amigos, el cámara chileno se afanaba en grabar todas las viandas que aterrizaban en nuestra mesa desde todos los ángulos, y lo único que me preocupaba era hallar un espacio libre en mi interior para acomodar cada nuevo plato que aparecía bajo mi cabeza. Sentía mis tripas como el barrio de Malasaña un viernes por la noche, en cuyas calles era imposible encontrar un espacio en que aparcar, y cada bocado recorría mi cuerpo dando vueltas en busca de una plaza. De repente llegaron las famosas lentejas del Lera, esas de las que Luis Moreno escribe que cuando está ahí, mira a las otras mesas hasta identificar a aquellos que comen en Lera por primera vez para disfrutar de su expresión de sorpresa al probarlas. 

Debo decir que a pesar del enorme empacho con el que lidiaba, pocos platos en la vida me han parecido tan incontestablemente sublimes. Le ocurre a la buena cocina como a la literatura o la pintura: es capaz de devolvernos el asombro ante aquello que pasa cada día inadvertido delante de nuestras narices. El milagro del arte es hacernos ver aquello que teníamos delante y ya no sabíamos ver, y eso lo logra Lera con su plato de lentejas.   

Yo estaba totalmente perdido con respecto a las múltiples conversaciones de los demás comensales, que quizás no dijeran ya nada con sentido, pero cuando llegaron esas lentejas de molleja de pato con un fondo de foie escabechado nadie supo hablar de otra cosa que no fuera lo que estaban sintiendo a cada cucharada que tomaban de aquella ambrosía. Tras las lentejas llegó un pichón platónico, sin nada más que una salsa caldosa, pichón que tenía toda la pichonicidad del pichonismo, y que deglutí con esfuerzo, sintiendo como el bolo alimenticio se acumulaba en el esófago sin poder bajar ya al buche. Tras el pichón hice un esfuerzo final y temerario por hincarle el diente al potentísimo royal de liebre, que solo pude terminar concitando toda la fuerza perniciosa de mi gula y dejando desolado el lomo que lo acompañaba. Fue entonces cuando le imploré al jefe de sala que no sacara más cosas, pues no tenía espacio en mi cuerpo para un solo bocado más. El jefe de sala me miró con cierta perplejidad y me dijo que solo restaban el pato y los postres, y el sommelier apareció con una nueva botella de vino. Entonces hice lo que jamás he hecho en una cena así, me levanté disimuladamente y escapé de la mesa como quien lucha por su vida. Paré en la barra para pedir un digestivo gin tonic y me refugié en un rincón del jardín, donde me fumé un puro durante tres cuartos de hora que transcurrieron sin pensamientos, mirando a las estrellas en una noche bien negra y silenciosa. Confiaba en que a mi vuelta la mesa estuviera ya recogida, todo el mundo en la cama y no quedara ya más que un mantel manchado.  

Entré con cierta dificultad al comedor, en esa fase de la ebriedad donde uno es aún consciente de la torpeza de sus movimientos y puede, con mucha concentración hacerse cargo de sus extremidades que no le responden ya con precisión. Paré delante del joven que comía solo para evitar durante un momento la difícil tarea de volver a participar en una conversación de muchos –Qué cabrón eres, me estás dando una envidia enorme, comiendo solo en un sitio como este, me encantaría hacer lo mismo– El tipo me miró con una sonrisa, se presentó, Gorka, de San Sebastián. Me dijo que tenía un puro preparado para hacer exactamente lo mismo que había hecho yo, pero tras los postres, a su debido momento. El tipo tenía los tiempos de su escapada romántica consigo mismo bien medidos. Siempre me han intrigado mucho y me han merecido el mayor de los respetos aquellas personas que viajan solas, sin necesidad de nadie, y comen en silencio, con un libro, con un cuaderno o sin nada, hablando con su conciencia, y celebrándose en un festín privado. Me vino a la cabeza ese poema que el gran Li Bai escribió hace más de mil años, acaso el poema más célebre de la historia de la poesía si atendemos a la cantidad de chinos que lo han memorizado a través de los siglos, y que celebra el poder de las mentes inteligentes para poblar la soledad de presencias con los recursos de su imaginación, reproduzco el principio: 

Entre las flores, un tazón de vino
bebo solo, ningún amigo está cerca.
Levanto mi copa, invito a la luna
y a mi sombra, y ahora somos tres.

Dejé al joven Gorka vivir su idilio consigo mismo, que esperé que terminara con el único tipo de sexo que nunca decepciona, y volví a la mesa. Comprobé con terror que se acumulaban en mi sitio un pato entero, y dos postres. Si hubiera tenido una bandera blanca la hubiera blandido ante el jefe de sala. Miré lo que me quedaba por comer como el general que desde el alto de una colina ve una batalla ya perdida, y me retiré con un lacónico buenas noches. 

Cuando ya estaba desnudo en la cama y en el primer de mis sueños, Rodrigo y Miguel aporrearon la puerta con una linterna de luces de discoteca, una gran tela india estampada de colores para hacer una jaima, la guitarra y un vaporizador de canabinoides. Yo les volví a decir buenas noches, no sabía decir otra cosa, les abracé y me metí en la cama, sin saber muy bien ya dónde estaba ni qué hora era.

Amanecí despejado, sorprendido de no padecer resaca, comprobé entonces que la habitación donde me había desplomado en total confusión la noche anterior era una estancia agradable, bañada por el sol anaranjado del amanecer, mi cuerpo recuperaba las conciencia en una cama grande y cómoda que había facilitado mi completo descanso. En la inmensa oscuridad de la noche pasada se había materializado un pueblo de casas bajas, espectrales, muchas deshabitadas. Recordé entonces que Luis Lera le había insistido a Felipe en una excursión matinal para que grabara los centenarios palomares donde cría los pichones que sirve.

En casa de Lera, que es donde nos citamos para salir en coche de excursión, uno descubre que este hombre bien podría haber salido de un libro de Delibes, antes que chef es un cazador castellano. No necesita relato alguno para explicar su gastronomía, ahí están los galgos con los que sale a caballo a por las liebres que acaban en su cocina 

–Hay días que me hago hasta sesenta kilómetros para encontrar una liebre– nos cuenta mientras nos enseña un vídeo –Por eso cuando alguien me deja un lomo de liebre en el plato, me dan ganas de…– Lera no termina la frase, pero basta con el tono para intuir que no desea nada bueno a ese alguien que como yo ayer, se dejó el lomo. Estuve a punto de arrojarme al suelo de rodillas e implorar sinceramente su perdón, explicarle que hubiera muerto de comer un solo bocado más, pero opté por no darme por aludido. 

Desde su casa, Lera nos llevó hasta las afueras del diminuto municipio vecino de Barcial de la Loma, que por su aire fantasmal podría ser la versión castellana de la Comala de Juan Rulfo. Ahí pasadas la estación de tren en ruinas y una torre medieval desmoronada, hay un par de palomares que han sido rescatados del abandono, y restaurados para surtir al restaurante. No defrauda la estampa pintoresca de estas construcciones en la llanura vacía de la Tierra de Campos. Quien llegara aquí sin referencias de lo que es un palomar pensaría que se halla ante unos santuarios de una orden de anacoretas en vías de extinción. Son pequeños como ermitas rurales, de techumbre cónica, con una planta redonda sobre la que se alza un círculo de muros ciegos con una pequeña puerta cerrada tras la que se escuchan arrullos y zureos. Por sus texturas de adobe y su sencillez me recuerdan a los morabitos que uno se encuentra de repente en los desiertos de Marruecos. Su emplazamiento allí donde ya se terminan los últimos pueblos, asomados hacia la vastedad de ese vacío, les confieren ese aire místico del morabito. Estas son las casas comunales de las palomas, esos animales con fascinantes poderes de orientación y supervivencia que los pobladores de la España llena a menudo llaman ratas del aire en su ignorancia. Luis Lera nos explica todo sobre los palomares con un candor que me reafirma en la creencia de que no hay nada que inspire más que escuchar a alguien contarte aquello que le infunde pasión. Se hace evidente entonces por qué Lera es lo que es y está donde está, y por qué Lera no podría ser lo que es si estuviera en otro lugar. –Yo no soy un cocinero creativo– nos aclara –solo trato de mantener viva la tradición de mi tierra– 

El Bar de Valladolid

Igual que Holly Golightly le puso de nombre Gato a su gato, Pedro Fuertes y su hijo Roberto le llamaron Bar a su bar. Esta es la última parada de nuestro tour de force pantagruélico. El Bar está en un cul de sac, junto a una coctelería llamada Cul de Sac (de los mismos dueños). Todo en El Bar está tan bueno que podría prescindir de esos nombres propios de los platos, cada vez más largos y pomposos, y quedarse en la desnudez de los sustantivos comunes: el arroz de El Bar es El Arroz, su puerro es El Puerro, el canelón es El Canelón, el chipirón, El Chipirón y su insuperable hamburguesa es hasta tal punto La Hamburguesa –sin más– que por no tener, ni siquiera tiene salsas. También aquí los vinos son Los Vinos, y en esto del bebercio El Bar funciona como las buenas librerías, que no son aquellas donde encuentras lo que entraste buscando (que también), sino donde te ayudan a encontrar lo que no sabías que estabas buscando. 

Le pasa a El Bar como al templete de Bramante, que está hecho a la escala de lo humano, no es grande y tampoco es pequeño, en poco espacio tiene muchos rincones, ofrece intimidad y a la vez se siente uno entre la gente. Todo es bonito dentro de El Bar, con ese punto tan difícil de la elegancia que no busca demostrarse a sí misma: unas baldosas de aire andaluz, un azul que resulta inexplicablemente cálido, antiguos anuncios de licores y tabacos bien enmarcados, y al frente de todo, siempre inmaculados, uniformados con sus chaquetas blancas y con la sonrisa atenta de grandes anfitriones, Pedro y su hijo Roberto. El primero lleva la sala y el segundo los fogones. 

Conocí este sitio porque Luis Moreno celebra cada visita que hace en su cuenta de Instagram, que es sin duda la guía gastronómica más fiable de España y a la vez el testimonio del suicidio por triglicéridos más lento y gozoso que uno pueda contemplar. Durante el confinamiento de la primavera de 2020, Pedro, el jefe de sala de El Bar, angustiado como tantos por el cierre hostelero, mantuvo como pudo la conexión con su clientela a través de Instagram y una noche prometió una botella de Terreus a quien supiera contestar no recuerdo qué acertijo, pero el caso es que gané. Me pasé a por ella un año después, en lo que pretendía ser una breve escala para picar algo de camino a Santander. Error. Pedro, además de regalarnos (y abrirnos) la botella de Terreus, nos obsequió con un Valbuena de Vega Sicilia al que no supimos negarnos –en aplicación de la ley del pobre, que es reventar antes que sobre–, y ya cuando el vino había suspendido nuestra capacidad de negarnos a nada, Pedro nos volvió a regalar otro caldo excepcional, un Toro negro, denso y potente, el Yaso Matteria. El amigo que me acompañaba y yo terminamos durmiendo en el coche.

Esta vez veníamos mentalizados para hacer parada en boxes de camino a Madrid y llegar para acostar a los niños. Pedro me dijo por teléfono que hoy El Arroz era arroz con liebre. Eso y no más, le dije yo. Hay personas que cuanto mejor se conocen, más resistentes se vuelven a las triquiñuelas del autoengaño, y otras que al contrario, cuanto mejor se conocen, mejor saben cómo hacer para autoengañarse. Yo claramente pertenezco al segundo grupo. Era evidente que iba a caer media carta, pero yo aún no lo sabía. La culpa sería otra vez más de la impuntualidad de Felipe Braun, que se enredó haciendo tomas de drone de los palomares y repitió la jugada del día anterior. Tras esta excursión, Felipe ha dado pie a la expresión de nuevo cuño, hacerse un Braun. Esto es, quedar en un restaurante y llegar dos horas tarde durante las cuales llamas cada diez minutos para asegurar que estás llegando, pero que estás perdido, o aparcando, y provocar de esta manera que los asistentes empiecen a pedir media docena de aperitivos y se beban un par de botellas esperándote para empezar la comida propiamente dicha, en este caso el arroz con liebre –Puta la hue’á, está harto difícil estacionar la motorhome. Es muy alta, hue’ón. Esta hue’á no entra en ningún parqueadero, ¿cachay?–.

Para cuando Felipe consiguió aparcar la maldita motorhome eran las cuatro y media, y nosotros ya habíamos comido todos los entrantes de la carta. Unos puerros miniatura con una romescu muy fina y unas virutas de jamón, es decir, una iteración civilizadora de la experiencia pesadillesca del calçot. Un chipirón en dos texturas, el cuerpo a la plancha con una cebolla pochada por dentro y los tentáculos rebozados con una fritura fina. Un canelón de osobuco que si una mafia italiana lo prueba nos secuestran al cocinero y no nos lo devuelven. Callos canónicos, y luego, ya con Felipe en la mesa ofreciendo todo tipo de excusas para su impuntualidad, llega el arroz con liebre que es una cosa muy seria. La liebre es de monte y se nota, está estofada con su sangre y deshuesada, haciendo una salsa densa, bien ligada, color a chocolate, que baña cada grano de arroz y le da al plato esa sabor intenso y ferroso de la liebre, con sus aromas de campo. Se hizo aquí un silencio, porque el que hablara de más se quedaba sin repetir. El arroz, que se nos hizo pequeño, despertó una insoportable ansia de saciedad y aquí es donde El Bar tiene su arma secreta para rematar definitivamente cualquier comida: La Hamburguesa. Dicen que una cosa es perfecta cuando ya no le puedes quitar más cosas, y esta hamburguesa solo tiene el pan, la carne y el queso. Ahora, que el pan es un brioche esponjoso, la carne madurada es de LyO, cortada a cuchillo, y ya no es que rebose umami, va más allá: es lo que los japoneses llaman kokumi. Investiguen lo de kokumi, lo entenderán. Y aparte, con un golpe de teatralidad que excita al comensal casi como número erótico, llega el chedar fundido en una raclette, y uno lo va viendo derramarse sobre la carne mientras se contiene antes de asaltar el plato. Yo sinceramente no he probado una hamburguesa mejor, si ustedes conocen una más rica, avísenme que voy. Luego hubo quesos para acabar con el vino –o con nosotros.

Felipe quería grabar una conversación paseando por Valladolid, pero los demás ya estábamos en esa fase donde uno mira el reloj, pregunta con culpa y casi con miedo qué tal los niños, manda un mensaje con hora estimada de llegada y busca un poco de aire y silencio antes de retomar ese otro rol privado que solo conocen en nuestras casas. 

De haber llegado puntual le hubiera dado a Felipe un paseo por esta ciudad, que elegí precisamente para mostrarle a un ciudadano de Iberoamérica la que fue capital del primer imperio transoceánico en su máxima extensión, ciudad en cuya vecindad se firmó el tratado por el que Portugal y Castilla se repartían el mundo en dos mitades, y en donde hasta se llegó a pergeñar un plan para invadir China que hoy parece irrisorio cuando se ven los pueblos medio vacíos y los castillos derruidos que la rodean. Sic transit gloria mundi. 

Y sin embargo, le hubiera contado a Felipe para acabar su programa, no todo se pierde, pues en cualquier sitio que haya sido imperio –México, Perú, Japón, China, Francia– queda siempre lo mejor, una gran gastronomía y el arte de saber recibir en torno a una mesa.

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