Contar resfriados
«Algún día habrá que dar por terminada esta pandemia; algún día habrá que buscar un equilibrio entre las medidas preventivas e informativas y la gestión individual del riesgo»
Además de cobrarse una notable cantidad de vidas en todo el mundo, la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2 está funcionando de manera parecida a eso que los economistas llaman un «experimento natural»: la presión que la enfermedad derivada del virus ejerce sobre las distintas sociedades humanas permite comparar sus diferentes respuestas, situándonos frente a un conjunto de incertidumbres que no se despejan fácilmente. Tal vez por esa razón abundan los juicios tajantes y las afirmaciones rotundas; cuando no sabemos lo suficiente, fingimos lo contrario. Pero es bajo las condiciones creadas por ese conocimiento imperfecto que tenemos que decidir: como individuos y como colectividades que imponen restricciones a lo que los individuos pueden hacer libremente. Ahí tenemos el pintoresco caso Djokovic para demostrarlo, enésima prueba de que la ciencia no le dice a la política lo que tiene que hacer y sin embargo no puede dejar de susurrarle lo que sabe.
Nuestra brújula cognitiva no carece de puntos de orientación, ya que vamos acumulando conocimiento válido: sabemos que el virus discrimina entre distintos tipos humanos, que las vacunas protegen y que las mascarillas en el exterior sirven para poco. Sucede que no todo el mundo está de acuerdo, por firme que sea la evidencia disponible: hay ciudadanos que preferirían no vacunarse y gobiernos que imponen la mascarilla al aire libre solo porque las encuestas dicen que mucha gente está de acuerdo. Las percepciones de cada cual, a su vez, están condicionadas por su posición relativa en el sistema social (mientras unos ven telediarios, otros leen papers académicos), por sus creencias subjetivas (se puede ser estatalista, libertario, positivista) e incluso disposiciones anímicas (hay miedosos, aprensivos, valientes) que a menudo cambian con la edad (dado que el virus discrimina, es racional ser más precavido cuanto mayor edad se tenga). Así como la enfermedad no afecta por igual a todos los individuos, pues, no todos los individuos se relacionan con el riesgo de contraerla del mismo modo.
Este «conocimiento situado» se ve además permanentemente expuesto a los estímulos que producen los sistemas político y mediático, cuya acción está regida por un conflicto inconfeso de intereses. O sea: gobiernos y partidos tienen la obligación de gestionar con éxito la pandemia, pero no quieren hacerlo a costa de perder apoyo electoral y de ahí que sus decisiones e iniciativas tengan siempre presente —con el rabillo del ojo— su efecto sobre el votante; en cuanto a los medios, la pandemia es un tema goloso que ofrece innumerables oportunidades para el sensacionalismo y el click-bait, aunque todos las aprovechen de la misma manera. Para complicar las cosas, aunque no necesariamente para mal, las redes sociales hacen posible la difusión de conocimiento experto y de conocimiento aficionado, al tiempo que proporcionan un entretenidísimo foro para la expresión de opiniones personales, la producción de ironía y la circulación de bulos. Solemos identificar estos últimos con el movimiento antivacunas, tan aficionado al razonamiento absurdo, pero haríamos mal en minusvalorar la merma de confianza que se deduce de las mentiras de los gobiernos: desde la negativa a reconocer la gravedad de la pandemia con tal de que se celebrase el 8-M al comité de expertos que regía nuestros destinos y nunca existió.
Desmentido en varias ocasiones el fin de la pandemia, nos encontramos ahora con el imparable avance de la variante Ómicron y nos cuesta ver en el mismo la buena noticia que es. ¡Gato escaldado huye del agua fría! Sin embargo, pese a que los profetas de la letalidad llevaban un tiempo diciendo que este coronavirus no tenía por qué debilitarse nunca, el SARS-CoV-2 está siguiendo la senda evolutiva prevista: perdiendo gradualmente su capacidad para causar una enfermedad grave a cambio de ganar la contagiosidad que le convertirá en un amigo más de la familia. De ahí que cada vez tenga menos sentido informar sobre cómo se «dispara» la incidencia o se obligue a personas asintomáticas a quedarse en casa a la fuerza durante una semana; aunque los expertos consultados sigan hablando de ventilar las viviendas o propongan que llevemos mascarilla todos los inviernos de nuestra vida. Por esa misma razón, la decisión del gobierno de imponer esta última es contraproducente: da a entender que seguimos como estábamos hace un año y que las vacunas no sirven para nada. Tal como ironizaba Daniel Gascón en una de sus viñetas, es como si enarbolásemos una pancarta que dijese «sigamos a la pseudociencia» y nos fuéramos disciplinadamente detrás de ella.
En el fondo, nos vamos manejando con una mezcla de hipocresía —esos alcaldes que han programado actos navideños multitudinarios mientras se decían alarmados por los contagios— y decisiones cosméticas: rezando para que cese la nueva ola sin desincentivar el consumo y la inversión. Pero no parece razonable que sigamos poniendo el acento sobre la incidencia estimada, cuando podemos fijarnos en las hospitalizaciones como criterio para determinar el impacto del virus sobre la salud pública. Y tampoco podemos andar poniéndonos nuevas dosis de refuerzo cada seis meses, por muy dispuestos a ello que se muestren los españoles cuando se les pregunta. Algún día habrá que dar por terminada esta pandemia; algún día habrá que buscar un equilibrio entre las medidas preventivas e informativas y la gestión individual del riesgo: igual que hacemos con tantas otras enfermedades. No está claro que ese momento haya llegado ya; en el peor de los casos, parece estar muy cerca. Sería conveniente que nos fuéramos preparando: otros problemas nos esperan.