Julián Marías, recetas liberales para superar el cainismo
«Julián Marías se consideró “el único liberal en ejercicio” en España. Eso explica su entusiasmo ante la Transición»
Qué diría Julián Marías, uno de los pensadores españoles más importantes del siglo XX, si viviera hoy, de cuestiones de palpitante actualidad? ¿por ejemplo de la pandemia, de la crisis de la democracia, de las fake news, de la globalización, de la despersonalización de la sociedad digital, del eclipse de Europa en el mundo post-occidental, etcétera?
Una de las principales conclusiones que expone el profesor de filosofía Ernesto Baltar en su libro Julián Marías, la concordia sin acuerdo (editorial Gota a Gota), es, precisamente, que «se echa mucho de menos la presencia diaria de su mirada inteligente, dando cuenta y razón de la vida de los hombres y, en especial, de las cuestiones que atañen a la sociedad española».
Julián Marías (1914-2005) imitó a su maestro Ortega y Gasset y no se encerró en su torre metafísica, sino que fue un perspicaz espectador de la realidad que le tocó vivir, haciendo reflexiones antropológicas que plasmó en numerosos libros y artículos. Un filón inagotable que por la universalidad de sus temas (la persona, la felicidad, la libertad, el amor, el azar etc.) y la hondura de su análisis sigue teniendo singular vigencia. Prueba de ello es que, años después de su muerte, es uno de los autores de ensayo más leídos de España e Hispanoamérica y obras como Historia de la filosofía, Antropología metafísica, La educación sentimental o La felicidad humana se reeditan continuamente.
Así, por ejemplo, descubre el papel de la mujer en obras como Antropología metafísica y La mujer y su sombra: «Ninguna cosa tiene eficacia histórica si la mujer no lo adopta y lo transforma y lo hace llegar a los demás, pues es ella la gran transmisora de la cultura». Y sostiene que no se debe hablar de «igualdad» entre varón y mujer, sino de «equilibrio».
Se anticipa a la era del smartphone en Cara y cruz de la electrónica (1985), advirtiendo del peligro que supone «reducir el saber a datos» -idea que desarrolla Byung-Chul Han en su reciente ensayo No cosas-, «la adscripción de un número a cada persona y su traslado a un computador, la imagen de éste como Big Brother, la invasión de la vida privada y una nueva versión del “ojo de Dios”».
Sus aportaciones sobre la persona, una de sus grandes innovaciones filosóficas, ofrecen pistas antropológicas para orientarse en la inexplorada jungla del transhumanismo o de los desafíos que plantea la genética.
Y en política, fue siempre liberal, muy celoso ante la amenaza del intervencionismo estatal sobre la sociedad civil y muy crítico frente a la falta de democracia interna de los partidos. Ya en la Transición advirtió sobre el peligro que representan las listas cerradas y bloqueadas.
Pero Marías no fue un espectador pasivo, sino también un testigo privilegiado del convulso siglo XX español, como subraya Baltar. Estudió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid, a la que calificó como «la mejor institución de la historia española, por lo menos después del Siglo de Oro». Enseñaban en ella Ortega, García Morente, Zubiri, Julián Besteiro, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Américo Castro y Pedro Salinas, entre otros.
La Guerra Civil truncó las expectativas de un Marías recién licenciado. Aunque «la II República había quedado mortalmente herida» con la Revolución de Asturias, de 1934, Marías consideraba que la contienda «no era inevitable» y juzgó un «error» el alzamiento del 18 de julio. Su espíritu liberal le llevó a ponerse a favor de la II República. Sin embargo, también fue crítico con los errores y desmanes cometidos por Negrín, Largo Caballero y otros gobernantes republicanos. De ahí que hiciera este balance del desenlace de la guerra: «Los justamente vencidos y los injustamente vencedores».
En la etapa final de la contienda ayudó al socialista Julián Besteiro, catedrático de Lógica, que estaba al frente del Comité Nacional de Defensa. Este permaneció en su puesto, hasta que las tropas de Franco entraron en Madrid, mientras otros huían. Marías le acompañó en las últimas semanas de la Guerra, ayudándole en una empresa quijotesca llamada al fracaso: superar el cainismo. Lo hizo en una serie de artículos que publicó en el ABC republicano y que son un testimonio de la Tercera España, que perseguía la búsqueda de la paz.
No lo entendió así el bando de Franco. La colaboración de Marías con Besteiro y su amistad con Ortega le acarrearon persecución política y el ostracismo académico. En mayo de 1939, Marías fue encarcelado por una acusación falsa de un examigo. Los cargos eran surrealistas -por ejemplo, que había sido colaborador del diario soviético Pravda-, pero Marías se pasó dos meses y medio entre rejas. Vino luego la muerte civil: en 1942 el tribunal de doctorado de la Complutense le suspende la tesis. «El tribunal parecía más bien el de una cheka» llega a decir Marías. En Filosofía la doctrina oficial era el escolasticismo, por lo que Ortega y sus discípulos tenían la consideración de malditos. Excluido de la Universidad, Marías se ganó la vida escribiendo libros e impartiendo cursos en universidades de EEUU y América Latina.
Durante el franquismo, se negó a desempeñar funciones que exigieran la adhesión a los principios del Movimiento. Y se consideró «el único liberal en ejercicio» en España. Eso explica su entusiasmo ante la Transición, que calificó de «ejemplo de genialidad histórica», y sus simpatías por las figuras del rey Juan Carlos y de Adolfo Suárez y la UCD, «que no se consideraba heredera de ninguno de los dos bandos beligerantes de la Guerra Civil».
Ernesto Baltar subraya en su libro, que en sus escritos y conferencias de finales de los años 60 y principios de los 70, Julián Marías anticipó «algunas ideas básicas que configuraron la Transición». Abogaba el pensador por el liberalismo, el pluralismo y la conexión de España con Europa. Y en 1974, un año antes de la muerte de Franco, apuntó en los artículos reunidos bajo la rúbrica La España real que uno de los problemas más apremiantes era la estructura regional del país. Se anticipaba al diseño autonómico del Estado, aunque posteriormente estuvo en desacuerdo con el uso del término «nacionalidades» en la Constitución para referirse a las regiones, porque con «el uso de esa palabra -subraya Baltar- se estaba tratando de deslizar el término nación, tal y como después harían los partidos nacionalistas».
En La España real y otros ensayos -como La libertad en juego– el filósofo quiso trazar la «crónica de una intrahistoria», con la que pretendía «auscultar a la sociedad española».
Fiel a su lema, «por mí que no quede», Marías no se limitó a escribir sobre la Transición, sino que tuvo una breve actuación política: en 1977 fue designado senador por el Rey y participó en la discusión sobre el proyecto de Constitución. Y, ya en la época de Felipe González, advirtió del peligro de que la vía democrática se convierta en una excusa para ocupar los resortes de poder, en alusión al PSOE. Con este «el consenso que había sido la norma hasta entonces desapareció enteramente», sentenció. Una de las razones de su crítica al PSOE fue la ley despenalizadora del aborto, de 1985, por entender que amenazaba el más básico de los derechos y que era «síntoma de regresión y barbarie». Le parecía una hipocresía llamar al aborto «interrupción del embarazo», que es como llamar a la horca «interrupción de la respiración».
Y quien en el franquismo había sido tildado de «republicano izquierdista», durante el felipismo fue tenido por un «facha reaccionario». «En realidad -indica Baltar- él seguía pensando lo mismo, pero en la foto del momento siempre quedaba como alguien incómodo o molesto que decía lo que no correspondía». Marías siempre se consideró a sí mismo como liberal, en el sentido que le daba Marañón: «Estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y no admitir jamás que el fin justifica los medios».
En este sentido, uno de sus grandes valores es la apuesta por la concordia, que da título al libro de Baltar: «La constante exhortación a la concordia social, que no significa uniformidad ni acuerdo unánime sino discusión y debate racional». Para el historiador José Varela Ortega, Marías encarnaba «perfectamente el espíritu de la Transición».
También como humanista e intelectual fue testigo privilegiado de su época. Discípulo de Ortega y Unamuno, traductor de la Teoría del lenguaje de Karl Bühler, amigo del pensador Gabriel Marcel, mantuvo contactos con Heidegger, Gadamer, Romano Guardini, Paul Hazard o Graham Greene, y cultivó la filosofía «como visión responsable», en contacto permanente con la existencia. No hizo una filosofía especulativa alejada de las preguntas radicales que se plantea el ser humano.
Lo cual fue posible por la apertura personal de Marías ante la verdad -a los siete años se comprometió con su hermano Adolfo a no decir jamás una mentira-, su coherencia y su insobornable independencia. Todo ello le acarreó no pocos sinsabores. Algunos le tildaron, por ello, de ingenuo e idealista, pero no le importaba, porque como escribió su hijo, el novelista Javier Marías, prefirió estar dispuesto a «dejarse engañar».