Emergencia climática, emergencia autoritaria
«Postulan que es legítimo que las soluciones autoritarias primen sobre los derechos democráticos a la hora de luchar contra el cambio climático»
En un artículo titulado «Political Legitimacy, Authoritarianism, and Climate Change» y publicado en Cambridge University Press, Ross Mittiga, profesor asistente de la Universidad de Virginia, argumenta la conveniencia de primar el autoritarismo sobre los derechos democráticos para poder abordar el cambio climático. La idea sobre la que Mittiga construye sus razonamientos es que la legitimidad de un gobernante reside fundamentalmente en garantizar la seguridad de aquellos a quienes gobierna. Así, para legitimar el autoritarismo en base a la seguridad, Mittiga establece una distinción entre dos tipos de legitimades, foundational legitimacy y contingent legitimacy. Traducido al español: legitimidad fundacional y legitimidad contingente.
Según Mittiga, en condiciones normales, la legitimidad fundacional es la condición de fondo no reconocida de la legitimidad contingente. Sin embargo, en momentos de crisis, pueden surgir tensiones entre ambas. Cuando esto sucede, según el autor, la preservación o restauración de legitimidad fundacional debe tener prioridad sobre la satisfacción de cualquier demanda particular relacionada con la legitimidad contingente. Dicho en cristiano: garantizar la seguridad puede justificar la suspensión de determinados procesos democráticos o derechos individuales. En consecuencia, para abordar el cambio climático, es legítimo que las soluciones autoritarias primen sobre los derechos democráticos.
Para justificar este enfoque, Mittiga nos recuerda que en tiempos de guerra las restricciones de procesos democráticos o derechos básicos se consideran legítimas en la medida en que son necesarias para proteger a los ciudadanos. También recurre a un suceso mucho más inmediato, la crisis de la covid, para cuyo abordaje las limitaciones a los derechos de libre circulación, asociación y expresión pueden convertirse en recursos legítimos de los gobiernos, incluidos los liberal-democráticos. Y añade que, en momentos de crisis, la legitimidad política no solo puede ser compatible con un gobierno autoritario, sino que en realidad «requiere eso» (literal). Por el contrario, el respeto a las reglas democráticas liberales puede disminuir la legitimidad del gobierno en la medida en que éstas comprometen la seguridad.
Para que comulguemos con estas ruedas de molino, Mittiga nos advierte que, ante una amenaza creíble, es mejor consentir cierto autoritarismo a tiempo que empeñarse en mantener a toda costa los ineficientes ideales democráticos. En caso contrario, la crisis se agravará hasta que, al final, solo pueda ser afrontada mediante un autoritarismo severo y duradero. En otras palabras, es mejor una dictadura blanda a tiempo y, supuestamente, puntual que otra a destiempo más dura y prolongada. Tal vez no sea su intención, pero esta advertencia parece más una amenaza.
El artículo también contiene algunas propuestas, como, por ejemplo, el establecimiento de un Tribunal Constitucional Medioambiental, integrado, claro está, por expertos en la materia, cuyo cometido sería revisar las leyes que tuvieran algún impacto en el medioambiente. Esto, en la práctica, significaría que el poder legislativo pasaría a estar en manos de un puñado de «expertos», porque toda actividad humana tiene, en mayor o menor medida, algún impacto sobre el entorno, desde construir una casa, pasando por dar un simple paseo, hasta la ineludible necesidad de respirar. Y puesto que la finalidad de las leyes, en un sistema demoliberal, es establecer un cierto orden para que las personas puedan interactuar libremente y con seguridad, ninguna ley estaría al margen de la supervisión de ese tribunal.
El artículo de Mittiga, como es lógico, ha dado lugar a un acalorado debate. Sin embargo, es de agradecer la sinceridad de este politólogo porque ha sacado a la luz una idea que lleva bastante tiempo entre nosotros, y que, hasta ahora, no había sido expuesta en toda su crudeza. Idea que, además, no solo estaría germinando en entornos ideológicos de izquierda, sino a lo largo y ancho de todo el espectro político.
En este sentido, también hay que reconocerle cierto mérito a David Runciman, otro profesor de Cambridge (¿qué les pasa a los profesores en esta universidad?), que en 2019 publicaba un artículo con un título espectacular: «Democracy is The Planet’s Biggest Enemy» (La democracia es el mayor enemigo del planeta), y cuya lectura no tiene desperdicio.
No voy a analizar rigurosamente el texto de Mittiga, porque tendría que citar la vasta literatura que advierte sobre los efectos perversos de prácticamente todas las ideas expuestas en el trabajo de este politólogo. Bastará con señalar que la desvinculación del poder de los controles y derechos democráticos, aunque sea con la mejor de las intenciones, tiene una consecuencia adversa inescapable: los gobernantes tienden a favorecer sus intereses particulares y también su propia seguridad, no la de todos. De hecho, para que tal efecto se manifieste, ni siquiera es necesario abolir la democracia, es suficiente con que sus controles se relajen. Además, la historia nos proporciona evidencias más que suficientes (incluida la guerra, de la que hemos aprendido que sus excepcionalidades temporales tienden a ser duraderas) como para ser especialmente escépticos ante la idea de otorgar poderes excepcionales a los gobernantes.
Con todo, el error fundamental de Mittiga no consiste en ignorar evidencias insoslayables, sino en identificar los derechos democráticos como obstáculos. Porque el problema no es el sistema de derechos: son los gobernantes, las élites y los expertos. Debajo de todos ellos, como un convidado de piedra, estaría el ciudadano común… y sus derechos democráticos, que en la práctica han sido reducidos al derecho al pataleo. Y es que, por más que se pretenda demostrar lo contrario, las políticas cada vez están menos subordinadas a los derechos democráticos. Al contrario, tienden a restringir estos derechos, a fragmentarlos, reinventarlos, caricaturizarlos y volverlos inoperantes. Demasiadas leyes no son ya el reflejo de los principios democráticos: son el producto de confluencias de intereses, directivas y decisiones poco o nada democráticos.
Lo que sucede es que los gobiernos y los expertos están mucho más preocupados en ocultar sus errores y blindarse ante la crítica que en velar por ese bien común que tanto parece preocupar a Ross Mittiga
Las personas corrientes no han exigido la creación de un mercado de derechos de emisiones, ni han empujado a los gobiernos a tomar medidas medioambientales tan erradas que han derivado en una crisis energética monumental, el encarecimiento del precio de la electricidad hasta niveles nunca vistos, el fenómeno inflacionario… y, finalmente, la necesidad de quemar combustibles fósiles de forma masiva para evitar el colapso.
Las personas, en su gran mayoría, han sido extraordinariamente cívicas, comprensivas y pacientes con unos gobiernos y expertos que, tanto en el caso de la crisis climática como en el de la covid, se dedican a dar palos de ciego e imponer políticas y restricciones arbitrarias, como, en el caso de España, la anticientífica obligatoriedad de la mascarilla en exteriores o, como en el caso de Australia, la distópica política ‘cero covid’, o, como en el caso de Alemania, el medio billón de euros despilfarrado en la transición energética con resultados peor que patéticos.
Lo que sucede es que los gobiernos y los expertos están mucho más preocupados en ocultar sus errores y blindarse ante la crítica que en velar por ese bien común que tanto parece preocupar a Ross Mittiga. Errores que, además, comenten por anteponer el ideal de la seguridad al sentido común, no porque el sistema de derechos democrático les empuje a cometerlos.
Es el material humano que constituye el poder y no el sistema de gobierno democrático el que está fracasando miserablemente. Y lo hace no ya en la identificación del calentamiento del planeta, algo que parece indiscutible, sino en las políticas y las medidas impuestas. Ante esta realidad, otorgar aún más atribuciones a los gobernantes es la peor de todas las ideas imaginables, porque, cuando la incompetencia es notoria, el autoritarismo solo tiene una utilidad: que las equivocaciones, errores, arbitrariedades y abusos no supongan coste alguno para sus promotores.
En cualquier caso, ya era hora de que alguien expusiera con tanta claridad los argumentos de los autócratas de guante blanco. Por fin sabemos exactamente a qué nos enfrentamos.