Mitford revival
«Las hermanas Mitford vivieron para darnos felicidad a algunos, aunque no fuéramos sus contemporáneos»
Casi 20 años después de la edición en Circe de Las hermanas Mitford, de Annick Le Floc’hmoan, y varios menos de la publicación de las novelas de Nancy y algún libro de Jessica por Ediciones del Asteroide, acaban de aparecer en España la autobiografía de Diana –Una vida de contrastes, Ediciones del Viento– y un voluminoso tomo –más de 800 páginas, letra diminuta– de la maravillosa correspondencia entre las seis hermanas –Sílex ediciones–, mientras la plataforma Movistar prepara un programa monográfico sobre la familia y su literatura.
En el lejano origen de las Mitford en España, queda la biografía El Rey Sol, de la que es autora Nancy –Noguer la publicó en 1966 traducida por el poeta Vicente Gaos– y la novela Amor en clima frío publicada por Janés en los 50, cuya impecable adaptación televisiva británica emitió TVE muy a principios de los 80. Hasta aquí la ficha, donde he de añadir la biografía Voltaire enamorado, también de Nancy –la más escritora de la familia– que Duomo publicó pronto hará 10 años. Dejo de lado la reciente adaptación televisiva de A la caza del amor porque, más allá de sus cuidados –y demasiado esteticistas– atrezzo y escenografía, no vale un pimiento y favorece una confusión: que las Mitford no son más que frívolos personajes de Vanity Fair.
Todas las hermanas Mitford son mujeres literarias, unas por escritoras y otras por su personalidad y su amplia relación con escritores y poetas de su tiempo. Todas son perspicaces lectoras –de Shakespeare a Waugh, de Jane Austen a Proust…– aunque algunas disimulen. Todas ellas crean un mundo propio, lleno de curiosas percepciones y excéntricas sutilezas, dueño de una poderosa inteligencia –suma de inteligencias– y un finísimo sentido del humor. Su correspondencia, que abarca de 1925 a 2003 –y en tan extenso tiempo van desapareciendo una tras otra–, expone ante nuestros ojos una compleja arquitectura de los afectos, una lucidez crítica muy divertida y un delicioso estar en el mundo al margen de las normas del mundo, siempre iluminándolo, ocurra lo que ocurra en él. El universo de las Mitford es tan reconfortante como impagable: nunca se queda en la superficialidad y su apariencia es solo cuestión de modales.
Evelyn Waugh dedicó Cuerpos viles a Diana. Jean d’Ormesson las noveló como las hermanas O’Shaugnessy en su trilogía de San Miniato. Y mientras Evelyn Waugh y Nancy mantenían una relación similar a la de Henry James y Edith Wharton (aunque más directa y permisiva), Diana le comentó a lord Berners –hombre tan malhumorado y cotilla como Waugh– que el novelista le había dicho que rezaba por ella a diario. Lord Berners refunfuñó: «Dios no le hace ningún caso a Evelyn». Puro mundo Mitford, donde hasta Dios es un invitado de la familia.
Si uno piensa en Inglaterra y literatura escrita por mujeres es inevitable pensar en Nancy, que no es flor de verano. Nancy Mitford se enmarca en una tradición de mujeres muy inteligentes que hicieron literatura sin adscribirse a géneros y catalogaciones sexistas porque sabían que la literatura está por encima de los géneros. Pensemos en George Eliot, en Jane Austen, en las hermanas Brönte, incluso en Virginia Woolf y su habitación propia, o más recientemente en Janet Lewis o en la gran Rebecca West (imprescindible su Un reguero de pólvora, publicado por Javier Marías en la editorial Reino de Redonda). Que Unity se enamorara de Hitler y luego se suicidara; que Diana fuera de Mr Guiness –sí, el de la cerveza– a Oswald Mosley –líder del partido fascista británico–; que Nancy se enamorara perdida e infelizmente de un coleccionista de arte, antigüedades y mujeres como el polaco Gaston Palewski, mano derecha de De Gaulle en la liberación; que Pamela –festejada en vano por el poeta John Betjeman– se dedicara a hacer de lady-farmer y llegara a importar una raza de gallinas italianas inédita en Inglaterra; que Jessica convirtiera al comunismo a un diputado conservador que moriría en la Guerra Civil española; o que Deborah, la más pequeña, se casara con el duque de Devonshire y se dedicara al cultivo de rosas solo son rasgos menores de un gineceo deslumbrante.
Hay donde elegir, aunque es la totalidad de la familia la fuerza imantada que impide apartar la vista de ellas. Yo pasé de enamorarme de Nancy a mirar a Diana como un personaje letaniano como lo fueron Duff y Diane Cooper –Pierre Le-Tan era amigo de un Guiness hijo, y una tarde me habló también de su visita a la residencia de Palewski y sus colecciones–, para acabar rendido ante los destellos de la duquesa de Devonshire, que siempre pareció –o quiso parecer, más bien– la más simple frente a sus hermanas. Pues lean sus cartas y verán cómo se complementan ambas cosas en otro fulgurante rasgo de inteligencia y ligereza aérea. Entonces uno llega a la conclusión de que las hermanas Mitford vivieron para darnos felicidad a algunos, aunque no fuéramos sus contemporáneos. Y eso es un rasgo de generosidad –la suya– que permanece en el tiempo y lo atraviesa y dignifica. En fin, gracias por la gracia.