Primeras lecturas del año
«Qué fuerza, entre disuasoria y fascinante, sigue teniendo el Ulises de Joyce»
Pequeña sorpresa en la exposición de Morandi. Yo tenía asumido, sin haberlo comprobado mucho, que el boloñés era por antonomasia el pintor contemporáneo del silencio, de la quietud, de lo eterno que descansa en la mutabilidad constante, la sencillez esencial de la vida retratada a través de las variantes infinitas de algunos objetos humildes y familiares, o de algunas flores… Pero, a juzgar al menos por los cuadros que han traído a la Mapfre, la verdad es que producen poco sosiego: no se ve en ellos mucha armonía, ni siquiera mucho equilibrio. Será por mi manía por el orden, pero, salvando dos o tres de éstos, ante la mayoría uno siente el impulso de alargar a mano y cambiar un poco la disposición de los cacharros, enderezarlos, quitar alguno.
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Carlos Zanón, en Love Song: «Sólo si se vuelve a casa uno ha hecho un viaje».
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Cocido y violonchelo está bastante bien, desmintiendo el prejuicio que sentí al ver la cubierta. La próxima vez que me cruce con Mercedes Cebrián he de pedirle perdón por ello, pues cuando me llegó pensé: mal asunto. Si alguien está dispuesto a aparecer en su propia cubierta han de saltar todas las alarmas, sobre todo cuando se hace de una forma supuestamente ingeniosa, «divertida», simpática, casual. Pero me ha gustado bastante, está a punto de ser el libro que sabemos desde hace años que puede escribir, ocurrente ya sin estridencias, informativo sin predicar, definitivamente gracioso sin recurrir a cabriolas o sin eso tan suyo de acuñar todo el rato nuevos adjetivos, implicado con la realidad pero sin presumir de enterada, inteligente sin esa angustia por gustar y sorprender y brillar que lastró otros libros suyos. Habla mucho más de música que de cocina, lo cual también se agradece: es optar, sin afectación, por lo trascendente, y atender lo cotidiano sin sobrevalorarlo. Para una futura monografía sobre Aragón en la literatura no aragonesa, sus cursos de verano en Daroca y sus palabras sobre la borraja, indiscutibles, aunque no se diga nada sobre su sabor: «La verdura más tediosa de limpiar de toda la península». He subrayado algunas cosas muy inspiradas («Que un museo sea gratis dice mucho de lo poco deseado que es») y me ha hecho mucha gracia eso de que «soy una solitaria militante»: ante esas palabras, nadie podrá decir que el libro es de no ficción. Hay cosas muy agudas y otras desafortunadas (como esa de que todas las manifestaciones callejeras son ideológicas: muchísimas no lo son), pero el cocido epilogal es de nota alta, muy alta. Y sobran espectacularmente, claro, las fotos interiores de ella con el violonchelo, y es raro que nadie se lo haya dicho en Random House: se trata de que nos cuentes la vida, no tu vida (y para contarnos la vida, por supuesto, has de utilizar tu vida, lo que conoces, lo que sabes, lo que eres…, pero una sola foto –así como determinados giros o tics en un texto– dinamita el efecto «universalizador», delata motivaciones extraliterarias). Dentro de unas semanas se reedita El comensal en la misma colección, y allí Gabriela Ybarra sí dio una lección de cómo conseguir hablar estrictamente de una misma sin sombra ninguna de egolatría, sin ninguna obsesión inquietante hacia sí misma. Así que sí: tengo que pedir disculpas a Mercedes y felicitarla por su nuevo libro, por mantener y contagiar el buen humor.
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Una amiga me cuenta que su hijo, de nueve años, anda claramente sospechando de los Reyes Magos, pero que ha pedido ir a la cabalgata «porque quiero seguir creyendo». Más o menos lo que me pasa a mí, desde hace unos años, cada vez que abro un libro de poemas.
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Me gustó Sánchez, me espantó Gordo de feria. Había que desempatar, y Spanish Beauty ha llegado para decantarlo todo hacia al lado de lo positivo. Es una buena novela, que recoge bien –supongo– el ambiente demencial de Benidorm, la corrupción y el exceso como protagonistas de todos los detalles de la realidad. García Llovet es muy buena reflejando la trastienda de la vida, la desesperación que tan obviamente se aprecia tras la alegría y la libertad postizas, tras el placer de mentira. Es ácida, y descarnada, y hay imágenes brillantes, que impresionan, como esa de Michela caminando por una azotea abandonada entre rascacielos como «las reinas medievales caminando por castillos vacíos». La trama da igual, y da igual de forma manifiesta, exagerada, lúbrica: lo que importa es el clima, sugerir el ambiente, y eso se consigue con habilidad. Me encantaría ir a Benidorm, a Las Vegas, a ese tipo de sitios que me producen tanto rechazo como fascinación. Lugares donde la vida es literalmente artificial, y donde todos los paroxismos se hacen materiales, visibles, donde todo es tan falso que acaba siendo verdad, como esos edificios tan feos que acaban siendo graciosos, o esa poesía tan patosamente mala que acaba siendo muy curiosa. Donde el egoísmo y el interés son tan transparentes, tan sin dobleces, tan profundos y tan faltos de engaño que casi casi resultan nobles, honestos, algo que los demás hemos de agradecer.
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Dicho y Hecho: nombre para una editorial.
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Luis Landero, en Una historia ridícula: «Desde aquí lo digo: maldito mil veces sea el amor que entre sus atributos no trae el descanso y la paz».
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Tren a Miranda de Ebro. Cuando acabo con el primer número de La Lectura, que ha salido hoy, saco de la mochila todo un coffee table book (que tengo que releer, precisamente, para algo que me han pedido en ese nuevo suplemento), y la gente me mira extrañada, pensando sin duda en lo poco práctico de la elección. Pero cuando atisban el título, entonces ya me miran con alarma, con preocupación, con cautela. Qué fuerza tremenda, entre disuasoria y fascinante, sigue teniendo el Ulises.