Muñecas y dioses en miniatura
«Ponemos tantos filtros en Instagram que acabaremos pareciendo las muñecas de nuestras hijas, diosas en miniatura»
Se dice que el siglo XVIII fue un tiempo de artificialidad, al menos en lo externo, pero, sin duda, se puede decir que en el XXI hemos superado con creces la artificialidad de las pelucas y las empolvadas pomposidades. Estas generalizaciones en realidad son un poco superficiales. Nunca hubo una época artificial. Nunca hubo una edad en la que triunfó completamente la razón, pero concederte el privilegio de ser tú mismo y creer en tu visión de las cosas, en una época que está haciendo todo lo posible, día y noche, para transformarte o cambiar tu identidad, es librar la batalla más difícil que cualquier ser humano puede librar.
Digo esto porque la búsqueda de identidades extravagantes y la manipulación llegan al punto de que haya un elfo no binario que se declara cisfóbica en el programa de First Dates. «Soy poliamoroso», dice, revelando sin querer la necesidad humana de dar y recibir amor. Esta es, de hecho, la revelación de nuestro ser auténtico, como seres humanos que necesitan a otros seres, su atención y su aceptación. La capacidad de autocreación, de tener una vida escaparate, está, más que nunca, directamente relacionada con nuestra capacidad de «ser alguien» o «estar en el mundo». Muchas veces somos alentados a asimilar una identidad, que puede implicar, por ejemplo, una irreversible operación de sexo, incluso antes de que nosotros mismos desarrollemos nuestra identidad como resultado de la experiencia personal.
«A partir de ahora, sin límites, de acuerdo con tu libre albedrío, decretarás para ti los límites de tu naturaleza. Es así como el ser humano va camino de convertirse un dios en miniatura»
Es lo que se lleva ahora, las nuevas identidades y la práctica quirúrgica. Todos luchamos en el sentido más brutal y darwiniano para establecer una nueva identidad o imagen. Una amiga se acaba de operar de la nariz en Estambul, el paraíso de las Kardashian. Ha quedado una nariz que ni pintada con un pincel. ¡Pero qué nariz ni qué narices!, le digo. Ahora se lleva el rollo élfico, y lo siguiente serán los centauros y las sirenas. A partir de ahora, sin límites, de acuerdo con tu libre albedrío, decretarás para ti los límites de tu naturaleza. Es así como el ser humano va camino de convertirse un dios en miniatura. Ser un autocreador es, por definición, trascender la naturaleza para convertirse en una especie de mago. La gente antes no pretendía parecer joven toda su vida, más bien aceptaba ser anciana, ahora ponemos tantos filtros en Instagram que acabaremos pareciendo las muñecas de nuestras hijas, diosas en miniatura.
Cuando la autocreación del individuo y las nuevas identidades son tan integrales para nuestro modo de existir socialmente, perdemos de vista aquello que nos hace reales, en el sentido de auténticos. Quizás toda esta obsesión con la imagen y las identidades digitales revela precisamente lo que nos hace humanos, nuestra vulnerabilidad, esa constante búsqueda de la atención y el amor de los demás. La libertad de autocrearse ante los ojos de los demás revela sin querer la humanidad del «yo» biológico, la necesidad de arraigo, de pertenencia, que supone al fin y al cabo la primera necesidad básica del ser humano. Con este panorama, solo queda tomarse esta fiesta de las nuevas identidades como una gran mascarada, darnos muchos likes y corazones. Si uno mira más allá del esteta o de un avatar de moda quizás puede apreciar la cara humana y vulnerable de la posmodernidad, porque esta es una época muy sentimental y muy empática.
A nivel social vivimos una época de esplendorosa artificialidad. Nuestra identidad, real o virtual, no dejan de ser hoy un juego, un ejercicio de autocreación permanente. Podemos modificar con redes sociales nuestra personalidad, distorsionar nuestras realidades biológicas y desafiar las reglas de la naturaleza. Tanto la cirugía como la tecnología digital pueden permitirnos trascender nuestros cuerpos físicos, crear nuevas identidades. Pero sólo introduzco al lector en este ambiente de las ficciones y las narices en serie, del feroz mimetismo que ahora pasa por emancipación para concluir que toda esta sofisticada moda de la autocreación no nos permite trascender las necesidades más básicas, las características más humanas. Quizás, como dijo Chesterton, «los hombres fueron siempre hombres y las mujeres, mujeres, y sus dos generosos apetitos fueron siempre expresar la pasión y decir la verdad».