Ancianos contra máquinas bancarias
«El anciano no tiene claro de qué coño hablan los resilientes. A él le dijeron desde el primer minuto que era el principal candidato para el virus»
Resiliencia: capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un estado o situación adversos. Algo así viene a significar según la RealAcademia. Él no sabe que se trata de una de las candidatas a palabra del año por Fundéu en aquel infausto 2020. Y conste que este que les escribe cree que el premio lexicográfico está más que justificado. Desde aquel repugnanteresi marzo de 2020, la frase se la han colocado varias veces por minuto en cualquier parte. Da igual si el anciano prendió el televisor por la mañana, si se acercó a por el pan al obrador del barrio, si cayó un Riojita de buena tarde con el vecino de turno -jódase el Sintrom-, si le han intentado apañar un seguro en una llamada comercial furtiva. Todos ellos, presentadores, cajeros, amigos o agentes de seguros, han apelado a su inestimable y necesaria capacidad de resiliencia. El que resiste gana, Dios aprieta pero no ahoga, aguanta, aguanta, aguanta.
El anciano no tiene claro de qué coño hablan los resilientes. A él le dijeron desde el primer minuto que era el principal candidato para que el dichoso virus se lo llevara por delante. A él le dijeron que no podía salir más de casa, que tenía que llevar mascarilla casi ya de por vida. A él le dejaron claro que no podía ver a los nietos, y que, si se acordaba de aquella paisana que vivía en el bajo y que se fue a una residencia en otoño, en fin, que la olvidase. A él le dieron el tramo más corto para pasear cuando en este país se vivía en función del segundero. Le miraron mal los muchachillos del primero cuando era el único que podía salir, con su dosis de Pfizer, a resistir el frío de las calles vacías. A él le han olvidado cuando la gente aplaude, cuando la gente sonríe después de llorar, cuando la gente recupera su vida. Pero, en fin, por suerte las vacunas le han devuelto el paseo mañanero, y las migas de pan en el parque para las mismas palomas, que esas no faltan. Sí falta Julián, el amigo del pueblo con el que caían un par de horas de petanca los jueves. Resiliencia, amigo. La vida es esto.
Así que el anciano se acerca a la sucursal bancaria, porque la vida ha dejado de ser maravillosa, pero no cada día más cara. Él ya no puede leer las cartas porque la vista tal, pero en la radio han dicho que el precio de la luz, el gas y todo aquello se multiplica por diez. Le han subido el alquiler porque, amigo, el IPC no se perdona y este año está en máximos históricos. Esto significa que la cesta de la compra, es decir, la fruta que le recomendó el médico que ahora atiende por teléfono, está más cara que nunca. Recorre las tres calles que separan su casa de la sucursal bancaria. La puerta está trancada. Ni rastro de aquella señorita tan agradable gracias a la cual podía sacar cada semana el dinero de la pensión. Ni de ella, ni de nadie. Hay un cartel. Frunce el ceño. «Cerramos el día…». La vista, cansada y resiliente, no le deja leer más. Se acerca al cajero. Alguna vez ha visto cómo los chavales sacan dinero de aquí. Prueba con dos o tres botones. El cacharro no responde. Clear, cancel, enter y números por todas partes. Se da por vencido. Pese a todo: resiste, se dice a sí mismo. Todavía no ha memorizado la palabreja esa que pronuncia todo el mundo. Quizá mañana.