El amigo marroquí
«Digámoslo sin ambages: Marruecos está muy lejos de ser un amigo de España, muy lejos y nos cumple actuar en consecuencia»
La expresión ha circulado larga y anchamente: Marruecos, los marroquíes y su gobierno eran «el amigo marroquí», y todos parecían felices aceptando que el rey de España y el de Marruecos eran «primos». Creo que si alguna vez se necesita ver la necedad que no pocas veces -suponemos que con buena intención- oculta el lenguaje oficial, el de las cancillerías, por ejemplo, bastaría con acudir al tópico marrueco que vengo de mencionar. El Rey de España tiene parentesco -cercano o lejano pero real- con muchas casas reinantes en Europa (con la reina de Inglaterra, verbigracia) pero con el rey de Marruecos no tiene parentesco ninguno. Por prurito amistoso se aceptó que Juan Carlos I y Hassan II eran primos, pero en verdad sólo cuando convenía. Quienes, aunque ya hace tiempo, hemos ido mucho a Marruecos, sabemos que el pueblo marroquí suele ser muy cordial con los españoles, y en un zoco, al querer venderte una alfombra, siempre oías la palabra «hermano». Bien está. Pero eso nunca ha sido extrapolable al gobierno de Marruecos, que muy lejos de ser amigo de España -retórica hueca- intenta cuanto más puede fastidiarnos. Lo raro es que apenas nos enfadamos con ese ya viejo tábano incordio. Falsa amistad donde las haya, Marruecos se comporta antes bien como un cada vez menos solapado enemigo de España.
La prueba en el tablero. Hace poco nuestro Rey recibió a los embajadores acreditados en Madrid. ¿Quién faltó? El amigo marroquí. El caso es que el líder del Frente Polisario vino a España a ser tratado médicamente y el gesto soliviantó lo indecible a los alauitas y a una embajadora torpe que actuó del modo menos diplomático imaginable. Esa mujer debiera ser considerada «persona non grata» en España. Es posible que el gobierno Sánchez actuara sin tacto, mal, al no comunicar a Marruecos la visita médica (no política) a España del líder polisario. Error, cierto. Pero no como para desencadenar un enfado sin fin del «amigo marroquí». Digámoslo sin ambages: Marruecos está muy lejos de ser un amigo de España, muy lejos y nos cumple actuar en consecuencia. Los aviones marroquíes van a Portugal, no a España, por el sabido enfado. La política de España hacia Marruecos debe intentar la buena vecindad, pero nada de primos ni de amigos. Relaciones, la justas. Vigilancia y ojo avizor, al máximo. Turismo, desaconsejado. Y severa vigilancia a los muchos marroquíes que en España están sin papeles. Ellos no merecen la expulsión, pero si su gobierno se pone gallito, a la frontera todos. ¿Hablo con dureza? Seguro. Pero no otro es el modo que el gobierno de Mohamed VI usa con España. Mal, muy mal amigo. Adelgazar las relaciones bilaterales es un acto equitativo. Se nos dice que todo esto viene del Sahara Occidental, antigua colonia española, que no se descolonizó bien por la muerte de Franco y por la «Marcha verde» (otro gesto muy amistoso) de Hassan II. Pero resulta que hoy es Marruecos quien sigue incumpliendo los mandatos de la ONU respecto al Sahara. Aunque no debemos ser ilusos, porque si ese problema molesta a Marruecos – mucho más con Argelia- no deja de ser agua de borrajas frente al auténtico motivo por el que Marruecos incordia siempre que puede a España: Ceuta y Melilla. Tal es el verdadero problema.
Ceuta y Melilla, geográficamente están en Marruecos, pero históricamente, legalmente, son españolas desde el siglo XV. Gibraltar es más español que Ceuta y Melilla marroquíes, atendiendo a la Historia. Es posible que en algún momento pueda imponerse la geografía (para las plazas africanas y para Gibraltar) pero hoy hay lo que hay, y las políticas agresivas, como la de Franco con Gibraltar, no funcionan. Por eso el indeseable amigo marroquí se equivoca y por eso el gobierno Sánchez -aunque algo se equivocó- no debe mirar a las nubes. La política española con Marruecos debe replantearse -sin la embajadora obtusa- y aboliendo por entero falsos parentescos y falsas amistades. No existe «amigo marroquí» hasta que lo demuestre. Y nunca (en política) se pone, nunca, la otra mejilla.