La peste politizadora
«El intervencionismo identitario nos ha alienado de nuestro verdadero yo, de nuestra libertad»
Las políticas de identidad nos obligan a dejar de encontrarnos en nosotros mismos para buscarnos en el grupo. El grado de felicidad o desdicha que alcanzamos como resultado de la toma de decisiones ha dejado de pertenecernos, porque hemos asumido que las mismas son ajenas a nuestra esfera de responsabilidad: tanto el éxito como el fracaso son resultado de una sinergia colectiva. El ser parte de un conjunto ha desplazado a la necesidad de ser uno mismo.
El intervencionismo identitario, ese que nos guía por la senda del buen ciudadano que siente, obra y se expresa en la forma políticamente correcta, nos ha alienado de nuestro verdadero yo, de nuestra libertad. La dicotomía entre lo que queremos y lo que debemos ser, hacer o decir para ser aceptados e integrados en la masa ha penetrado en nosotros lentamente, como la gota malaya. La cultura de la cancelación está dando sus frutos en forma de autocensura.
Han conseguido, por fin, que lo personal sea político. Lo que leemos, vemos, escuchamos o comemos tiene una adscripción ideológica: no somos más que lo que votamos, de forma que el individuo ha quedado reducido a una mísera papeleta electoral. La música, el cine, la lectura, el atuendo o el menú del día nos posicionan en el lado del bien o del mal, lo aceptable o lo censurable. Nuestros gustos forman parte de la esfera pública y, por lo tanto, deben ser moldeados en pos del bien común.
Hemos consentido que la política se siente en nuestra mesa y hasta comparta nuestra cama: algo tan íntimo y privado como el deseo o el sexo están siendo burocratizados y reglados. Ni tan siquiera podemos aferrarnos a la certeza de nuestro yo biológico, ahora transformado en un trámite administrativo, en una convención social con repercusión institucional.
Mientras predican la cultura de los cuidados y la salud mental, practican el odio al disidente, forzándonos a vivir en una insoportable impostura en la que se premia la exhibición de lo engolado y lo insustancial mientras se ridiculiza lo esencial. Nos definen etiquetas y hashtags y nos guía la búsqueda de la aceptación impersonal en forma de likes o favs. No somos más que un amasijo manipulable de fotos, post y tweets en torno a los que generar falsas polémicas que nos incitan a tomar partido en cuestiones intrascendentes en cuanto al fondo, pero que nos emplazan a significarnos en cuanto a la forma. La libertad de expresión y de elección están siendo amenazadas por una cascada de opresiones interseccionales que, a la postre, acaba definiendo nuestros gustos y nuestros odios.
Lo que ha sucedido este fin de semana con el festival de Benidorm podría, a priori, pasar por una anécdota más en la larga lista de chorradas que perpetran nuestros dirigentes casi a diario. Nada digno de mención comparado con la cantidad de tropelías políticas y jurídicas que inundan los titulares de los medios en este contexto post pandémico. Pero no se dejen seducir por la simplicidad de la irrelevancia, porque es engañosa. Tras las cuestiones que más se prestan a la chanza y la mofa, como el lenguaje inclusivo, el feminismo que sermonea contra el miedo a las tetas o los recetarios ministeriales, se oculta una enorme maquinaria de ingeniería social que pretende diluirnos en una colectividad aletargada, acobardada y manejable.
Cuanto más nos agrupamos en torno a facciones, más evidentes resultan nuestros miedos y complejos y más sencillo resulta controlarnos. Da igual que sea en torno a la vacuna, al sexo o a Eurovisión: domeñar a la masa uniforme siempre será más fácil que someter a todos y cada uno de los individuos que la integran. La colectivización es control y el control conlleva poder. La politización tiene el potencial de convertirnos en unos apestados simplemente por reivindicarnos públicamente a nosotros mismos. Nunca antes en democracia hemos cuidado tanto nuestras palabras, opiniones o expresiones artísticas. Una espiral perversa de la que solo escaparemos recorriendo el camino de la voluntad y la responsabilidad. Me consta que puede ser el camino más duro, pero es el que nos hace libres.