Las dos Españas del siglo XXI
«Es innegable que en las últimas dos décadas hemos progresado. Pero también es cierto que nos hemos dividido»
Ayer encontré, entre las páginas de un libro, un ticket de feria. Era de las fiestas del Pilar de 2007; no de las Fiestas del Pilar de Zaragoza, sino de las del Barrio del Pilar, en Madrid (tan lejos del Ebro y tan cerca de la M-30). El ticket era de una atracción a la que nunca nos subimos, y no me sorprende. Ya entonces la mayor parte del tiempo lo pasábamos junto a la caseta del PSOE; Lu is era militante de la agrupación de Fuencarral-El Pardo y solíamos echar una mano sirviendo y (sobre todo) bebiendo cervezas. A nuestra derecha estaba la caseta de los Populares, donde atendían mujeres uniformadas, relucía la fruta y sonaba el Color esperanza de Diego Torres. Al otro lado, la caseta de IU: los chicos del barrio quemando piedra, banderas de Cuba, fotos del Che y algún tema de La polla records. En menos de 200 metros se desplegaba el arco ideológico, exhibiéndose sin orgullo ni complejo, sobre el parque de La Vaguada: a pesar de las diferencias ideológicas, pisábamos un mismo suelo cultural. Había discrepancia, tensión de clase, debate e incluso odio, pero dentro de una cultura transitable; era evidente para todos que habitábamos un mismo mundo.
Que existieran dos, tres o cinco Españas ideológicas era irrelevante; no hay nada preocupante en la diversidad ideológica, pero sí lo hay en la escisión de la cultura. Y observo con temor que en la España de 2022 asoman dos paradigmas culturales irreconciliables. Empleo el término cultura en el sentido ortodoxo, para referirme a las formas de vida, códigos de conducta, gustos, prácticas culturales y, sobre todo, sistema de creencias que comparte un colectivo. Y empleo irreconciliable no para advertir un enfrentamiento, sino lo contrario: un desencuentro perpetuo. Porque desde la primaria sabemos que las líneas paralelas avanzan hacia el infinito sin cruzarse. La pega no es la discrepancia, sino la ausencia de un denominador común sobre el que discrepar.
Recuerdo que en la gala de los Premios Goya del 2000 Pedro Almodóvar, tras recibir el premio a mejor director, felicitó el cumpleaños al príncipe Felipe y provocó que los invitados le cantaran el «Cumpleaños feliz». Al lado del Príncipe estaba sentado el ministro de Educación y Cultura, Mariano Rajoy. No hay duda de que aquella España era un lugar peor: ETA todavía mataba, Pujol todavía robaba, la burbuja se inflaba, la corrupción era un río subterráneo y aún faltaban cinco años para que dos personas del mismo sexo pudieran contraer matrimonio; es innegable que en las últimas dos décadas hemos progresado. Pero también es cierto que nos hemos dividido.
Dos paradigmas culturales, dos Españas que no solo poseen visiones enfrentadas de la realidad nacional, sino que no comparten efemérides (¿cuántas personas de izquierdas honraron a Gregorio Ordóñez el 23 de enero? ¿Y cuántas personas de derechas recordaron a los abogados de Atocha el 24?), ni ídolos (¿por qué ni Pablo Iglesias, ni Irene Montero, ni Ione Belarra felicitaron a Rafa Nadal? ¿por qué el Benidorm Fest se ha convertido en un asunto de Estado?). Piensen en nuestros medallistas olímpicos: es imposible alumbrar un nuevo icono sin adscribirlo a una cultura porque hemos normalizado las pruebas de pureza de sangre. Pero hubo un tiempo en que Garci y Almodóvar eran de todos y de nadie; paradójicamente, nada nos divide más que lo nuestro. Sospecho que quienes votaban distinto hace veinte años compartían algo. Y recuerdo bien aquellas ferias donde bebíamos en distintas barras, pero sobre el mismo césped embarrado del mismo parque de barrio.