Siete pequeñas farmacias o lugares curativos
«Un templo nos devuelve, por otra parte, a nuestro verdadero tamaño: el de criatura»
Uno, la biblioteca. Como la luna, la biblioteca exige un movimiento pausado, sin atropellos. En ella el cuerpo renuncia a su vagabundeo, bajan las pulsaciones y el ritmo respiratorio se desacelera. Una biblioteca, además de la quietud, nos obliga a guardar silencio, un silencio obligatorio que está al servicio de la atención. Entrar en una biblioteca, en fin, es una buena opción si uno quiere restar los incesantes estímulos con que nos aturden a diario. La biblioteca no solo es un espacio para el cultivo, también es un microclima que contrarresta la agresión de un mundo extrovertido y estridente.
Dos, la iglesia (no apta para sectarios). En el templo, igual que en la biblioteca, reina el silencio y el cuerpo ve reducido su movimiento, bien sentándose o bien cayendo de hinojos. Esta capacidad de arrodillarse distingue al ser humano del resto de los animales y trasluce la dimensión del espíritu: el ser humano adora, es una criatura contemplativa, puede ver más cosas en las cosas. Un templo nos devuelve, por otra parte, a nuestro verdadero tamaño: el de criatura. Al aceptar la existencia de alguien o algo superior a nuestras luces, que excede la inteligencia, entramos en el terreno de la humildad. Esta, a su vez, es el estiércol para la gratitud: solo cuando se acepta la propia estupidez, uno puede ser agradecido.
Tres, un entorno natural. La naturaleza (el bosque, la montaña, pero también el jardín o el parque público) es el lugar por excelencia para la percepción. La percepción logra que abandonemos la mente y el afán de rendimiento, donde solemos vivir, y sencillamente seamos. La cantidad exuberante de vida, colores y formas, a la vez que nos vuelve tolerantes con aquello que no es como nosotros, nos hace intuir, también, una inteligencia amorosa. La naturaleza, igual que la iglesia, es un entorno donde el ser humano deja de sentirse el centro del universo y cae en la cuenta de su insuperable pequeñez.
Cuatro, el hospital. No solo impone un tiempo pausado, sino que nos enfrenta a nuestro destino: la humillación. Detiene en seco la influencia de la agenda y desbarata la teoría de la vida como negocio, enfrentándonos a las preguntas más antiguas. Igual que el cementerio, el hospital es un lugar que escandaliza porque nos recuerda que somos mortales, que existen la fiebre y la herida por mucho que nos cuidemos. Un hospital, podría decirse, es el polo opuesto de internet, donde todo es inmortal y nada está herido. Uno vive mejor cuando abraza la muerte, paradójicamente.
Cinco, el aseo. Cuando no haya más remedio, el aseo es una buena opción para lograr la soledad de manera urgente. Nada más cerrar la puerta y echar el pestillo, hemos cruzado el umbral que nos separa de los otros. Y, aunque es la sede de nuestra parte más animal, el baño es al mismo tiempo lugar de la trascendencia, como atestiguan las pintadas de la puerta, que evocan las pinturas rupestres de las cuevas. El baño es una burbuja aislante donde podemos darnos un respiro y recogernos antes de regresar a la vida social que nos espera al otro lado.
Seis, el libro, un psicólogo portátil, de bolsillo. Independientemente de la materia que trate o del lugar donde lo leamos, el libro, como el mantra o el cigarrillo, consigue que lo demás desaparezca. Focalizando nuestra atención en las líneas del texto, los pensamientos habituales se desdibujan, dejan de incordiarnos. La mente disminuye su actividad y descansamos, ocupando otras vidas.
Y siete, el prójimo. Cuando uno se siente atribulado y no le sirven los lugares antes descritos, o no puede acceder a ellos, siempre tiene la opción de acudir a otra persona. La comunicación, se sabe, tiene dos caras: el habla y la escucha. De las dos, es preferible la segunda. Si bien el desahogo desatasca nudos emocionales y destensa la espalda, también es verdad que un mejor remedio es olvidarlos de nuestros problemas escuchando los del otro. Nada más fácil para salir de uno mismo que la escucha, en la que accedemos al interior de otra existencia, dándonos cuenta de que no somos los únicos que sufrimos, y que por tanto nuestros problemas son relativos.