Los reyes también se mueren... ¡Y cómo!
«Considérese al rey como se considere, ungido divino o primus inter pares, lo cierto es que su forma de vida ha sido y es, distinta a la del resto de los mortales».
Considérese al rey como se considere, ungido divino o primus inter pares, lo cierto es que su forma de vida ha sido y es, distinta a la del resto de los mortales. Y ello posiblemente dé pie también a una forma diferente de morir a la de sus vasallos. No me refiero tan sólo a la muerte en combate, pues ese tipo de óbito iba en su momento con el cargo, aunque también morían al fin y a la postre sus glebas en el mismo combate.
Me quiero a referir a modos o formas originales, extrañas, curiosas o extravagantes de hacer el tránsito al mas allá. Y tanto en las dinastías hispánicas como en las foráneas encontraremos ejemplos varios.
Como todos los reyes han sido y son aficionados al deporte cinegético (¡qué les voy a contar que no sepan y recuerden!), el primer caso que vamos a ver es el de Favila (como muchos de Vds. seguro qe estaban esperando). Favila fue el segundo monarca del Reino de Asturias tras su padre don Pelayo, y gobernó tan sólo un par de años pues, según la leyenda, un día de cacería en forma de cetrería, el rey se topó con un oso. Y aunque luchó bravamente con él, a espada y pavés, murió de las heridas recibidas. Evidentemente los albores históricos están sumidos en las neblinas de la duda. Conociendo a los godos y sus costumbres, lo del oso puede ser una invención gloriosa para tapar un asesinato político. Incluso, hay quien dice que la lucha con el oso fue una ceremonia de virilidad, lo que es un poco extraño para un hombre adulto, rey y casado. Lo cierto es que, desde entonces, el gracejo patrio acuñó la frase de todos conocida, «¡espabila Favila, que viene el oso!».
Andando el tiempo, en Castilla hubo un rey niño: Enrique I, que accedió al trono a la tierna edad de 10 años tras la muerte de sus hermanos y de su padre, Alfonso VIII de Castilla. Su madre fue nada menos que Leonor de Plantagenet o Leonor de Inglaterra, hermana de Ricardo Corazón de León y de Juan «Sin Tierra». Pues bien, el rey niño murió… por cosas de críos: de una pedrada que involuntariamente le propinó uno de sus compañeros de juegos en los jardines del Palacio Episcopal de Palencia. Así lo cuentan los «Anales Toledanos Primeros»: «El rey don Enric trevellaba con sus mozos e firiolo un mozo con una piedra en la cabeza non por su grado e murió ende VI días de junio en día de martes era MCCLV».
Allende Pirineos, Carlos VII de Francia, coronado regente en la catedral de Reims y que se las tuvo tiesas con el Duque de Borgoña y los ingleses de Enrique V, que reclamaba el trono por estar casado con Catalina de Valois, hermana del propio Carlos VII, murió de forma cruelmente original: se le desarrolló un absceso en la boca que los médicos de la época no consiguieron curar. La solución fue dejarlo morir de hambre, cosa que ocurrió el 22 de julio de 1461. Tuvo tiempo antes de su muerte, para protagonizar el hecho famoso de aquello de la doncella de Orleáns, Juana de Arco. Pero esa es ciertamente otra historia.
Volviendo a suelo patrio no podemos dejar pasar la muerte de Felipe «El Hermoso», consorte de la desgraciada Juana, apodada cruelmente como «La Loca». Dicen que murió por ingerir agua fría después de disputar un juego de pelota, estando sudoroso, lo que le provocó unas fiebres que le llevaron al fin. Fue en un 25 de septiembre de 1506. Hoy en día los mas benévolos achacan su muerte a la peste. Los peor intencionados, a una muerte por envenenamiento instigado por su suegro, el muy católico rey Fernando, que no veía con buenos ojos las ansias de poder de su yerno.
Lo que es curioso es que su padre, Maximiliano I de Habsburgo, Archiduque de Austria y Emperador Romano Germánico, muriese, doce años después, de una forma harto curiosa: de una indigestión provocada por la ingesta masiva de melones. Fue enterrado en el ataúd que desde 1514 le acompañaba en todos sus desplazamientos. No tuvo mal heredero: un tal Carlos I de España y V de Alemania, su nieto.
Y siguiendo con los Austrias, la muerte del primero de los mal llamados Menores, Felipe III, es un dechado de estupidez… si aceptamos como cierto lo relatado por De la Place (de los franceses, ya se sabe, hay que desconfiar), en sus «Pièces intéressants». Cuenta el francés que estaba el rey ante una gran chimenea en la que ardía abundante leña, por lo que se estaba ahogando de calor. El rey no podía levantarse para llamar a nadie, pues la rígida etiqueta borgoñona se lo prohibía. Los gentileshombres de guardia se habían ido y ningún criado se atrevía a entrar en la sala donde estaba el rey, que se seguía asando de calor. Por fin entró el Marqués de Pomar, a quien el rey pidió que apagase o disminuyese el fuego, pero el marqués se excusó, amparándose, nuevamente en la etiqueta pues para ello había que llamar al Duque de Uceda que, a la sazón, no estaba en palacio. El Rey, con grave majestad, aguantó el calor «lo que le calentó de tal forma la sangre que al día siguiente tuvo una erisipela en la cabeza con ardiente fiebre, lo que le produjo la muerte». Era el 31 de marzo de 1621.
Aunque bien parece que sí que murió de erisipela y fiebres, cuesta creer tamaña estupidez real y cortesana.
Para terminar por hoy, una muerte por glotonería muy lejos de nuestras fronteras patrias: la de Adolfo Federico de Suecia, «el rey que comió hasta morir». Falleció en 1771 por los problemas digestivos que le causó su última cena (con perdón), y que consistió en: langosta, chucrut, caviar, sopa de repollo, ciervo ahumado, regado todo ello con champán y de postre, ¡ay el postre!, uno típico de Suecia: la semla, elaborada con harina rellena de crema y mazapán, espolvoreada con canela y servido en un tazón de leche caliente. Repitió… ¡14 veces!
Quizás otro día les cuente algo sobre los menús de las comidas y cenas de la realeza. No era extraño que padecieran gota. ¡Lo extraño es que sobrevivieran a cada yantar!