THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

'Ulises' y sus nuevos detractores

«Incluso Benet nunca dejó de manifestar en sus ensayos el respeto que le infundía Joyce como escritor»

Opinión
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‘Ulises’ y sus nuevos detractores

Una estatua de James Joyce. | Marta Carenzi (Europa Press)

Está resultando divertido observar las reacciones al centenario del Ulises, algunas tan escandalizadas como las que mereció la novela en su día. En la prensa española, Alberto Olmos nos ha contado cómo no ha podido pasar de unos pocos capítulos en su relectura adulta, visiblemente turbado por la grosería imperdonable de la obra y congratulándose de haber alcanzado por fin la madurez que le permite despreciar al clásico, ya sin los remordimientos adolescentes. (Cabría preguntarse si tiene sentido escribir artículos para decir que uno ya no es capaz de leer). Daniel Arjona se ha esforzado en demostrarnos cómo en realidad Borges despreciaba sus propias opiniones sobre la novela, para así hacer del argentino el más vocal de la tropa. (Borges se pasó la vida reflejándose en Joyce, a veces maldiciéndose como Calibán en el espejo y otras muchas fascinado con la imagen deformante que le devolvía). Arcadi Espada, tras una rápida ojeada a la contra, ha tildado el Ulises de libro «absurdo e ilegible» que sólo sirve para denunciar «la farsa del arte del siglo XX, incapaz de acudir al combate en campo abierto, sin comentario». (No está mal para una novela ser nada menos que el epítome de toda la falsedad de todo el arte de todo un siglo. Entartete Kunst. Genau. No hay, por cierto, arte sin comentario). Las palabras de los muertos se modifican en las entrañas de los vivos. Cien años después, Joyce has become his detractors. Despojadas de su autoridad, las obras del modernism, como algunos sospechábamos, vuelven a ser tan subversivas e incordiantes como el día en que nacieron. 

Por suerte, se han publicado también artículos atinados y valientes, como los de José Antonio Montano, Aloma Rodríguez o Rodrigo Fresán. En la prensa extranjera a la que suelo asomarme, sobre todo la inglesa, la francesa y la alemana, el nivel, en general, es aún decente, aunque algo predecible.  Porque no se trata de sacralizar ni elogiar rutinariamente una determinada obra literaria que sigue expuesta, como todas, a los embates de la interpretación, que no otra cosa es la hermenéutica, el proteico flujo de lecturas que desata el texto literario, como el que el propio Joyce dramatizó en el tercer capítulo del Ulises. Those are pearls that were his eyes. Hasta ahora, la conversación en torno a Joyce, incluso para denostarlo, se había mantenido en una altura que nuestro siglo, avergonzado de su propia mediocridad, se dispone a ridiculizar. Faulkner, al final de su vida, aún sostenía que uno debía leer el Ulises «como un pastor protestante lee el Antiguo Testamento, es decir con fe». Nabokov, el escritor al que tantos autores se han agarrado para salvarse en la posmodernidad, consideraba el Ulises su gran modelo. Joseph Campbell, el gran mitólogo, descubrió su vocación tras una lectura iniciática de la novela, en la que vio una puerta de acceso a la imaginación simbólica universal. (Campbell, por cierto, fue uno de los críticos menos conocidos pero más agudos de Joyce). Incluso Josep Pla solía citar el fragmento del agua como uno de los grandes momentos de la literatura de todos los tiempos. 

En las periódicas visitas que le hacíamos con Jordi Llovet, nos sorprendió y nos admiró comprobar cómo Martín de Riquer, el gran medievalista, católico de misa diaria para más señas, había leído varias veces el Ulises, siempre con una fruición que resultaba contagiosa. Pero, claro, Riquer sabía que Curtius, el maestro de los romanistas europeos, había sido uno de los primeros críticos de Joyce. «Ulysses entlarvt, exponiert, demoliert und degradiert das Menschentum mit einer Schärfe und Vollständigkeit, die im modernen Denken kein Gegenstück hat», escribió en una fecha tan temprana como 1925. «Ulises desenmascara, expone, destruye y degrada a la humanidad con una agudeza y una integridad que no tienen parangón en el pensamiento moderno». En lugar de escandalizarse cual señorona recatada, el filólogo quiso tratar de entender aquella extraña obra de su tiempo, abandonando la cómoda seguridad de sus especialidades. Por eso Curtius también sería el primer traductor de The Waste Land al alemán. Y otro romanista, Dámaso Alonso, traduciría por primera vez al español Retrato del artista adolescente.

Esa fue la conversación que se mantuvo en Europa durante el siglo XX, nuestro terrible y maravilloso siglo pasado, mon siècle merveilleux, como decía Nabokov contra todos los cenizos. Incluso un escritor como Juan Benet, programáticamente antijoyceano, que no dudó en coger el coche, tras la lectura de Tiempo de silencio, para ir a ver a su amigo Martín-Santos a San Sebastián y convencerle de que esa vía estaba muerta, de que apestaba a costumbrismo (a veces los he imaginado a los dos deambulando por las calles muertas de la ciudad, con la grisalla –el «azul reproche», como dicen en Colombia– del nuevo día asomando por encima de los tejados, de pronto fatigados y en silencio, después de tantas horas de beber, fumar y discutir, sin que ninguno de los dos haya convencido al otro, cada uno varado en su perplejidad, en su incomprensión, con esa amargura desilusionante que suelen producir los desacuerdos en el seno de una amistad que se ha fundado en la convergencia de sueños y pasiones de la inteligencia, en una misma utopía que de pronto yace hecha añicos en el serrín del primer bar de la mañana), incluso Benet, decía, nunca dejó de manifestar en sus ensayos el respeto que le infundía Joyce como escritor.

En la red puede encontrarse un programa de la televisión inglesa emitido en 1987 y que reunió a George Steiner, Anthony Burgess, Hermione Lee y Malcolm Bradbury para discutir el legado de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, el corpus literario que va de Flaubert y Dostoievski hasta Eliot, Pound y Joyce. Las opiniones de los participantes son muy diversas y en ocasiones opuestas. Steiner ningunea a Virginia Woolf frente a Hermione Lee, entonces una de sus máximas exégetas. Burgess, uno de los mejores y más estimulantes intérpretes de Joyce, discute con Steiner sobre la presunta incapacidad de la literatura moderna para concluir. La conversación no decae en ningún momento. A ratos parece que uno escucha música. Ahí nadie daba nada por sentado, todo podía ser impugnado, pero la actitud intelectual y la vibración moral de cada invitado estaba aún en la estela de lo que venía siendo la conversación canónica desde hacía siglos. Ora ad ora m’insegnavate com l’uom s’etterna.

Nuestra herencia, dijo René Char, no está precedida por ningún testamento. Eso fue el arte del siglo XX, la constatación de que la tradición se había hundido y ya sólo acertaba a transmitirse a sí misma. Es la vigencia sin significado de Kafka, el hambre de su artista. (Ein Hüngerkunstler, por cierto, es un relato que también cumple ahora cien años, por si alguien quiere apresurarse a llenar la caja vacía de su columna diciendo que todo Kafka es una memez). Ese hundimiento, sin embargo, también nos permitió sumergirnos en nuestra cultura con una libertad y una hondura que no conocíamos desde la Edad Media. Gracias a ese derrumbe, fue posible la prodigiosa tentativa filosófica de Heidegger, la interrogación pictórica de los «artistas degenerados», la experimentación musical de Janácek, de Stravinsky o de Schönberg, cuya inevitable negatividad, como demostró Leonard Bernstein en sus lecciones de Harvard, hizo posible luego la afirmación de Alban Berg en su Concierto para violín y en realidad toda la maravillosa eclosión musical del siglo XX, el ruido eterno, una detonación parecida a la que provocó Joyce con su novela y cuyo influjo va mucho más allá de su maniera. Todo eso, sin embargo, ha dejado de tener trascendencia. Hemos pasado de no tener testamento a negar la herencia misma. La cultura se ha convertido en un corro de pareceres pueriles en el que cada cual nos informa de lo que le gusta o lo que no le gusta, como si eso tuviera alguna importancia pública. Mientras, la herencia hecha pedazos sigue orbitando en torno a nuestra sociedad ensimismada, más reflejada que nunca en todo lo que ha olvidado y que, en virtud de esa ignorancia, se ha convertido en una especie de velo sobre nuestro rostro.

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