La economía española al desnudo
«Estamos en manos de unos mercados nerviosos que no han visto una subida de los tipos de interés en más de diez años»
De 2014 a 2019 la inflación media en la eurozona fue del 0,9%. En estos tiempos post-pandémicos está cada vez más claro que esas cifras no las volveremos a ver en el medio plazo. Ni falta que hace. Tras luchar con todos los medios durante esos años contra la deflación, que el crecimiento se vea acompañado por una subida de precios es un síntoma indiscutible de vigor económico. Sobre todo viniendo de donde venimos. Con caídas del PIB cercanas al 11%, como es el caso de España. Pero dentro de un orden.
La clave aquí es la duración del fenómeno inflacionista, identificar los factores que lo alimentan y evitar que este se convierta en estructural. Y la otra gran cuestión es la de las consecuencias del vuelco en la política monetaria, de ultra laxa a acomodaticia o restrictiva. Está por ver por cuál de ellas optará el BCE. Pero sus efectos en las economías europeas que aún se están recuperando del shock provocado por la pandemia del coronavirus son indiscutibles y también inciertos. Digamos que estas, en ausencia del generoso soporte monetario, quedan al desnudo, con sus desequilibrios y deficiencias. Y a merced del juicio de los mercados que ahora decidirán a qué precio compran la deuda que emitan. O lo que es lo mismo, cuánto les va a costar financiar sus déficit fiscales.
Pido disculpa a mis lectores porque puede parecer que me repito. Yo misma lo siento así. Con este van tres Subjetivos dedicados al tema. Intentaré aportar algo nuevo. Empecemos por las señales que vienen del Banco Central Europeo. Su economista jefe, Philip Lane, hace pocos días descartaba, sin cataplasma alguno, que la inflación baje del 2% en los próximos dos años, el objetivo principal del mandato de la autoridad monetaria. Pero no sólo no lo hará en 2022 pese a que hace nada vaticinaba que sí lo hiciera. Tampoco en 2023 ni en 2024. Este cambio en su predicción es un indicador de por dónde van a ir los tiros. Desde que la inflación media de los 19 miembros del euro se ha situado en 5,1% en enero, se han intensificado presiones para que el banco central acelere la retirada estímulos y se considere una subida de los tipos en la segunda mitad del año.
La cuestión es que el BCE ha comprado el 100% de las emisiones de deuda de los estados pertenecientes al euro. Un colchón impresionante que da cuenta de su poderosa influencia en los mercados y que una vez sea retirado, condicionará sobremanera las futuras emisiones de cualquier Tesoro. En algo más de dos años, los bonos soberanos de los países miembros del euro se han multiplicado por dos en el balance del banco central. Pues bien, su programa de compras se termina el mes que viene. Una vez que se retire esta respiración asistida, por un importe de 4,8 billones de euros (cuatro veces y pico el PIB español) y de prestar dinero a tipos negativos a los bancos, las economías pedirán prestado en los mercados financieros en función de su solvencia y de la credibilidad de sus cuentas públicas.
Y no les quepa duda de que los inversores volverán a mirar con lupa la sostenibilidad fiscal de cada estado miembro. Y eso ya se empieza a notar en la prima de riesgo, que mide la diferencia en tipos de interés que exigen los inversores para comprar nuestra deuda frente a la más solvente de todas las economías de la UE: Alemania. Ese diferencial ha subido en España, Grecia e Italia hasta el nivel más alto de los últimos tres años. Y no es la crisis de Ucrania, como quieren hacernos creer algunos. Que también influye. Es el riesgo de fragmentación que regresa ante la perspectiva de que desaparezca el apoyo incondicional del BCE.
Veamos qué le espera a España. La referencia puede ser el informe del FMI publicado esta semana. En su diagnóstico hay algo de aliento pero también una llamada (o varias) de atención. Nos dice que el PIB crecerá un 5,8% en 2022, lo que significa que después de tres años por fin recuperaremos el nivel prepandemia. Y aunque la recuperación llegue francamente más tarde que en otros países socios, destaca lo positivo de que la política fiscal haya servido para mantener el apoyo a los más vulnerables. Ya sea vía ERTEs o el IMV o las ayudas directas a las pymes que han permitido sortear los efectos del choque económico provocado por el coronavirus y mantener la cohesión social.
Y ahora, el bajonazo: ese gasto, aunque necesario, ha disparado la deuda pública en más de 20 puntos en apenas dos años, hasta situarla por encima del 120% del PIB, un nivel nunca alcanzado por España desde su pertenencia a la Comunidad Europea. Y advierte que el país acumula 14 años seguidos sin superávit público y que tiene el déficit estructural más alto de la eurozona. Esto es; hay partidas ineludibles del gasto que impiden corregir ese desequilibrio. Y por eso España debe presentar un plan de consolidación fiscal creíble a medio plazo. Y puesto que el porcentaje del gasto público sobre el PIB en el caso de España está entre los más bajos de la UE, le anima a racionalizarlo. Y a mejorar su recaudación de impuestos para incrementar los ingresos fiscales, también entre los más bajos, de nuevo por «ineficiencias del sistema».
A ver cómo y quién interpreta esa recomendación. Porque eficiencia e ideología son términos a menudo incompatibles. Y ya estamos viendo que el socio del PSOE en el Gobierno de coalición, tal vez para sacar la cabeza del fango de sus reiterados fracasos electorales allí donde se van convocando elecciones, no ha tenido ni siquiera la deferencia de esperar al dictamen del comité de expertos designado por el Ministerio de Hacienda del Gobierno-más-progresista-de-la-historia del que forma parte. Su propuesta (o huida hacia delante) ha sido un aumento de los impuestos a los ricos. Y ya conocemos los desastrosos resultados similar medida en Francia por parte del socialista François Hollande en 2012. Se elevó al 75% el impuesto a quien superara un ingreso anual de un millón de euros. Duró poco su golpe de efecto y le costó a las arcas del Estado la fuga fiscal a la vecina Bélgica de importantes fortunas que cotizaban en el país.
Para incrementar los ingresos fiscales, el FMI aconseja subir el IVA y los impuestos medioambientales. No el IRPF. Y en cuanto al gasto, señala que España falla porque invierte menos en las partidas que promueven el crecimiento, como la educación o la Investigación y el Desarrollo (I+D). Y el presupuesto destinado a esta última es un drama: el 1,25% del PIB, lo que nos sitúa a la cola de la OCDE, de la UE y de la Europa mediterránea. Portugal, Grecia, Hungría, Polonia o Chequia están por delante. Sólo Turquía de los 34 países miembros queda por debajo. Y sin embargo gasta más que sus competidores en protección social, las pensiones y las prestaciones por desempleo. Por el contrario, España, con la tasa de paro más alta de todos, es el tercer país que más penaliza las rentas de los trabajadores. Según la OCDE, está entre las economías que más recauda a través de las cotizaciones a la Seguridad Social y el IRPF: el 61,3% de los ingresos fiscales proceden de estas dos fuentes. ¿Conviene darle un vuelco a los ingresos y gastos para fomentar una España más próspera? La cuestión parece bastante obvia y urgente. Esperemos el dictamen de los expertos.
Y sin querer dejar fuera el punto sobre cómo encajar la inflación y cuán grave o cuán asumible es, hay economistas que aconsejan tomársela con calma. Don’t panic about inflation, dicen. Visto el vigor económico de algunos países que se recuperan de la recesión provocada por la pandemia, hay que considerar temporales los desajustes entre la escasa oferta y la fuerte demanda que la han disparado. ¿Deben los bancos centrales aceptar una subida puntual de los precios fruto de esos desajuste antes de dañar la recuperación con una subida precipitada de los tipos de interés? Sí. Siempre que esta no se convierta en estructural. Es decir; que las subidas salariales no se vinculen al aumento de los precios para evitar entrar en una espiral de incremento de precios y salarios que provoque que cualquier mejora del poder adquisitivo se vea condenada a ser evaporada por la consecuente subida de la inflación. En un reciente editorial el Financial Times señalaba las dificultades de los bancos centrales para retirar sus estímulos sin dañar la economía y aconsejaba prudencia.
La esperanza es que a medida que los efectos de la pandemia cedan, como ya está ocurriendo, se restablecerán las cadenas de suministro y la oferta se acabe equilibrando con una demanda que una política monetaria más restrictiva acabará moderando. ¿Es mucho desear? Quizás. Pero lo más importante: ¿cuánto tiempo se les puede exigir a los trabajadores que aguanten una disminución de su poder adquisitivo en aras de una próxima corrección de la inflación que no hace más que dilatarse en el tiempo? ¿Y qué margen tienen los empresarios para encajar las subidas de precios de sus materias primas y componentes sin trasladarlas en su totalidad a su producto final con el fin de evitar perder competitividad? La espera es tensa. Y los datos no acompañan. Y estamos en manos de unos mercados nerviosos que no han visto una subida de los tipos de interés en más de diez años. ¿Sabrán encajar un poco de inflación y una respuesta moderada de las autoridades monetarias, eso que llaman una política acomodaticia, y evitar que cunda el pánico? ¡Ay!