Los delirios imperiales de Putin abocan Rusia a la irrelevancia
«Moscú puede invadir impunemente Ucrania, pero sin acceso a la financiación o a la tecnología acabará reducida a la condición de potencia de segunda fila»
A una manzana de mi casa hay un parque dedicado a Eva Perón. Los españoles que sobrevivieron a la posguerra difícilmente olvidarán los cargamentos de trigo con que ella y su esposo, el general Juan Domingo, aliviaron el aislamiento decretado en 1946 por la ONU contra la España franquista. Sus espectaculares árboles y sus cuidados arriates son un recordatorio de los resultados contrapuestos de las sanciones comerciales. Por un lado, causan un daño innegable. Como explica el profesor de la Universidad Cornell Nicholas Mulder en The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War (El auge de las sanciones como una herramienta de la guerra moderna), los medios que generalmente se emplean para doblegar la voluntad de los civiles son tres: el bombardeo, la diseminación de gas y el bloqueo económico y, de todos ellos, el más mortífero es el último. Tiene la ventaja adicional de su fotogenia: la devastación raramente se airea en los telediarios. «Las plumas», escribe Mulder, «parecen unos instrumentos mucho más limpios que las bayonetas».
Pero las sanciones también permiten a la víctima construir una épica y poblarla de heroínas como Eva Perón, lo que contrarresta su impacto político. Y para lo que son definitivamente inútiles es para disuadir de una agresión militar. Al revés. El boicot da a menudo el empujón definitivo al Gobierno que buscaba camorra, pero abrigaba alguna duda. «Necesito Ucrania», proclamó Adolf Hitler en 1939, «para que no nos rindan por hambre como la última vez».
La que se avecina
¿Ha ganado, entonces, la partida Vladimir Putin a Occidente? Cuesta creer otra cosa viendo la rapidez con que su ejército se ha plantado en Kiev. Pero acuérdense de la invasión estadounidense de Irak en 2003. Aparte de las tormentas del desierto, las únicas fuerzas que contenían a los batallones estadounidenses de blindados eran los batallones estadounidenses de intendencia, incapaces de seguir el ritmo del avance. Acuérdense asimismo de George W. Bush anunciando semanas después: «Misión cumplida» desde la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln. Y acuérdense, en fin, de todo lo que vino a continuación: ocho largos años de conflicto, 5.000 soldados muertos, decenas de miles de millones de dólares sepultados en la arena…
Ucrania es un país enorme. El profesor de Relaciones Internacionales de Icade Alberto Priego calcula que los 160.000 soldados que Moscú ha desplegado sobre el terreno tocan a 4,36 kilómetros cuadrados por cabeza. «Este ratio es muy elevado», y obligará a sofocar los focos de resistencia mediante campañas aéreas, «lo que generará errores y unos daños a la población civil que incrementarán los niveles de hostilidad».
Incluso si Putin triunfa en su represión de la resistencia, una ocupación no sale barata. Y aunque las sanciones económicas distan de tener efectos instantáneos y han resultado contraproducentes en otras ocasiones, la historia enseña asimismo que rinden frutos cuando se coordinan bien y se mantienen el tiempo suficiente. «En la Antigua Yugoslavia», argumenta el investigador de Brookings Richard N. Haas, «contribuyeron a que Serbia firmara los acuerdos de Dayton en 1995. Y China ha reducido sus ventas de componentes y tecnología para misiles nucleares balísticos».
El jardín de Lukashenko
A muchos analistas, la respuesta de Occidente les ha parecido decepcionante. A pesar de las súplicas del presidente Volodímir Zelenski, no se ha impuesto una zona de exclusión aérea ni se han cerrado los estrechos que comunican el Mediterráneo y el mar Negro, lo que ha condenado el ejército ucraniano a la derrota antes incluso de que el primer cohete se disparase. Tampoco se han interrumpido las compras de petróleo y gas. ¿Qué se ha hecho, entonces? Básicamente, congelar los activos de los principales bancos rusos y los oligarcas, limitar la capacidad del país para endeudarse y prohibir la venta de alta tecnología.
El propio Joe Biden, que es el primer inquilino de la Casa Blanca que planta de verdad cara a Putin (incluido el papanatas de Donald Trump), era consciente de que las medidas difícilmente detendrían al Kremlin. Como ha explicado en The Economist el investigador del Carnegie Moscow Center Alexander Gabuev, los asesores de Putin son unos fanáticos nacionalistas, firmemente convencidos como él de que el hundimiento de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Cuatro de ellos son exagentes de la KGB y todos han experimentado en cabeza propia la inanidad de las sanciones que Occidente adoptó tras la anexión de Crimea en 2014. Peor todavía: algunos son dueños de las compañías creadas para producir los bienes y servicios que antes se importaban y la introducción de otra ronda de prohibiciones les brindará la oportunidad de ampliar sus negocios a otras áreas.
Pero lo que Biden pretende con las restricciones financieras y tecnológicas es debilitar a Rusia en el largo plazo y reducirla a la condición de potencia de segunda fila, algo que, si Moscú no rectifica, está más que garantizado. Y aunque quizás en un futuro dediquen en San Petersburgo un jardín a la esposa de Aleksandr Lukashenko, por el apoyo inapreciable que Bielorrusia está prestando a Rusia en un momento en que casi toda la comunidad internacional le da la espalda, el régimen que probablemente se encargue de sus árboles y sus arriates no tendrá nada que ver con Putin, como tampoco tiene que ver con Franco el que hoy cuida del parque de Eva Perón.