Jacobinismo frente a autonomismo, o diálogo de los dos sistemas máximos
Copérnico afirmaba en el prólogo de su libro De revolitionibus que el sistema máximo astronómico ptolemaico era muy bello en sus partes, pero un verdadero monstruo en su conjunto. Si con la figura esférica, como forma característica de la estructura del universo, se buscaba explicar, a partir de un centro, el movimiento revolucionario (circular) de los cuerpos celestes, resultaba que su concepción ptolemaica estaba llena de excepcionalidades (excéntricas, epiciclos, eferentes, ecuantes, etc) resultando, al final, una estructura completamente inarmónica. En lugar de girar en torno a la Tierra como centro se postulaban ad hoc otros centros para, de este modo, conservar el movimiento circular esférico. Pero, claro, resulta que la idea de centro, como punto equidistante con respecto a los puntos que lo rodean, es incompatible con otro centro. La idea geométrica de centro exige unicidad.
Igualmente, mutatis mutandis, ocurre con la idea de soberanía en política, es absoluta y exige unicidad (“así como no hay dos soles en el cielo, no puede haber un Alejandro y un Darío en la Tierra”). La soberanía no puede repartirse ni dividirse, ni compartirse, ni cualquier otra idea que suponga, en algún sentido, polaridad o multilateralidad. O es absoluta o no es; no hay una tercera posibilidad.
En el Concordato firmado entre el Papado y la Francia napoleónica, en 1801, se expresa esta idea de un modo muy elocuente y acertado diciendo que “la unidad del poder público y su universalidad son consecuencia necesaria de su soberanía. El poder público debe sostenerse a sí mismo, no es nada si no es todo” (Textos políticos franceses, Concordato Napoleón-Iglesia, p. 37).
En principio la pretensión de la Constitución del 78 también era la de compatibilizar la existencia de un poder administrativo regional con la idea de soberanía nacional, de la misma manera que en el universo ptolemaico se quiso salvar la idea de centro ocupado por la Tierra, a pesar de postular otros centros, para que la armonía de las esferas y la circularidad del movimiento de los cuerpos celestes persistiera. Pero resulta que ese poder regional, en cuanto reivindica “autonomía” para la región, ya pone en cuestión la soberanía nacional, de la misma manera que una excéntrica del universo ptolemaico “reivindica” su carácter central frente a la centralidad de la Tierra.
Sabido es que Copérnico, para recuperar la armonía del universo (frente a Ptolomeo), lanzó la hipótesis heliocéntrica, de tal manera que el único centro lo ocupara el Sol, sin que hicieran falta más “centros” (epiciclos, excéntricas, ecuantes, etc) que resultaban incompatibles con la idea de una estructura circular del universo.
Pues bien, aquí en España el régimen del 78 dio paso a la idea de una multiplicidad de centros soberanos (nación de naciones, etc) que son incompatibles con la soberanía nacional española (y, a la postre, con su unidad y su unicidad), generando un auténtico monstruo, que es el Estado autonómico, en el que cada parte quiere ser, se reivindica, centro soberano. Cada “capital” autonómica tiene su “parlamento”, su “gobierno”, etc, simulando la representación de un pequeño estado dentro del estado (“un imperio dentro de un imperio”). Estos simulacros de estado, que son las autonomías, en muchos casos cuentan en su seno con fuerzas políticas (“partidos políticos”) que buscan que tales simulacros dejen de ser tales, y se conviertan en estados de verdad (es decir, a los separatistas no les sirve el juguetito autonómico que les proporciona el Título VIII de la CE, y quieren ver a su “autonomía” convertida en estado de verdad).
Haría falta pues, para recuperar la armonía y el concierto político entre las distintas partes regionales de España, un giro copernicano que, de nuevo, como “hipótesis” jacobina frente al monstruo autonómico-ptolemaico, coloque a la nación española en el centro, con sus intereses comunes a los que aspirar, y hacerlo, además, colocando al separatismo fuera de la ley (que es de donde nunca debió haber salido).
La alternativa es la desaparición por fragmentación (“todo regno partido, astragado seríe”, decía Alfonso X), es decir, una disyunción fuerte que obliga a escoger entre el Estado o la sedición (entre la soberanía nacional o su descomposición), siendo una incompatible con la otra.
En definitiva, frente a las pretensiones de la Transición (y el espíritu del 78, completamente utopista), hay que saber ya que el Estado es incompatible con la sedición (separatista) del propio Estado. Hay que escoger obligatoriamente, insisto una vez más, entre César o nada, entre la soberanía nacional o su descomposición (tercero excluido).