La yenka de la democracia
«Los principios del PP son tan poco dogmáticos que van adaptándose al aire de los tiempos»
Las categorías políticas modernas de «derecha» e «izquierda» son prácticamente inservibles hoy en día y explican poco. Por sí mismas no evocan otra cosa que la manera en la que un mes de septiembre de 1789, en los albores de la Revolución Francesa y en virtud de un azar protocolario, los diputados de la asamblea constituyente se repartieron alrededor del presidente de la misma. A la derecha, aquellos que defendían el derecho del rey al veto legislativo; a la izquierda, aquellos que deseaban limitar ese poder de veto.
Esa organización asamblearia no duraría. A partir de 1792, las diferencias políticas entre constituyentes ya no había que buscarlas en deriva, sino en altura. Así, la parte más elevada de la Asamblea quedó ocupada por los «montañeses». En su mayoría formaban parte del club de los jacobinos y compartían espacio con los «cordeleros», todavía más radicales. Debajo de ellos, en la llamada planicie, se instalaron los girondinos. La prioridad no era la de limitar el poder de un rey que acabaría siendo uno de los primeros mártires de la modernidad. Humillación y guillotina era lo que esperaba a Luis XVI, débil en vida y grande ante la muerte.
Desde entonces han pasado algo más de dos siglos y seguimos intentando fijar categorías que están en constante cambio, porque dependen de las circunstancias históricas y los valores del régimen que las acoge. Es precisamente por eso por lo que siempre nos inducirán a error.
En España, a raíz del reciente maremoto en el Partido Popular, nos han intentado explicar qué es la derecha. Se nos ha presentado una variante «clásica», algodonosa, que se podría definir por su defensa del orden constitucional y todo el tralalá setentayochista. Frente a ella, una malvada derecha «alternativa», identitaria, de discurso autárquico y antielitista, a la que solo mueve el rencor. Supongo que la música les suena, de haberla oído hasta el aburrimiento.
El Régimen del 78 no es más que un vástago del orden liberal creado en 1945. Ha ido evolucionando con él desde hace 43 años y hoy nos encontramos en un escenario donde la mayoría de los grupos políticos están en lo mismo. Se trata de asumir un consenso, que yo no me atrevería a calificar como «progre», fuera del cual hace mucho frío. Aquellos que discrepen, o se les ocurra buscar un acuerdo de mínimos, suelen ser condenados a las tinieblas exteriores del populismo, el «iliberalismo» o, incluso, el fascismo.
Parece ser que la fe en la bondad intrínseca de este sistema impide ver a algunos que estamos ante un cambio de ciclo. Lo llevamos décadas incubando pero hoy constatamos, como nunca antes, cuáles son las particularidades con las que podría resumirse ese consenso que he mencionado anteriormente: partitocracias dedicadas a la postergación de las endebles soberanías nacionales en favor de organismos supranacionales financiados y/o sometidos a intereses de terceros (a los que nadie ha votado); primacía del interés corporativo sobre el individuo; imposición de valores, agendas y hojas de ruta de las que, en el fondo, desconocemos el alcance y debemos aceptar por la vía del hecho consumado; ridiculización, cancelación y control del discurso que no se someta a la narrativa prevista y, por último, prensa dócil y a las órdenes.
Dentro de esta configuración, uno de los timos consiste en hacernos creer que partidos como Podemos no pueden formar parte del consenso, por extremistas o antiguos. Pero no. Son la expresión más pura del liberalismo-libertario sesentayochista que tenemos en stock, que es la esencia de todo esto. Son un coadyuvante, algo necesario. Y es que pueden defender los mismos principios que promueve Google o las consignas político-sanitarias de turno. Sus huestes, pretendidamente «antifascistas», son capaces de boicotear movimientos legítimos de protesta o señalar a aquellos a los que las condiciones de vida actuales no satisfacen tildándolos de «rojipardos». Insinuar que UP tiene algo que ver con algún tipo de marxismo ortodoxo es algo ilusorio.
Ahora, es en el medio del campo donde se juega el partido. Allí donde los grupos híbridos tipo Ciudadanos no funcionan, se sueña con el acuerdo entre aparatos tradicionales de poder que, salvo diferencias cosméticas, están mucho más unidos de lo que parece. Es el terreno del Partido Popular y el PSOE. Los alumnos más obedientes y los preferidos de sus señoritos europeos o mundiales.
Pero los populares ya no son la Alianza Popular de la guerra fría o el partido de Aznar. Hoy están en un magma moldeable a placer y sus principios son tan poco dogmáticos que van adaptándose al aire de los tiempos, confundiéndose con los del PSOE o plegándose a lo que se vaya decidiendo desde las instancias pertinentes. Por tanto, llamar «derecha» a eso, y ponerle el adjetivo de «clásica», es algo que hoy no tiene ningún sentido.
Y es que lo que se conoce como «PSOE state of mind», no es sino ese consenso en el que están todos, sin excepción. Eso sí, algunos pretenden desmarcarse un poco asumiendo ese difícil pacto de mínimos. Ya veremos si lo logran. Por mucho que a algunos plumillas les entretenga llevarnos a los años 30 o a la época del desarrollismo: circulen, no hay nada que ver.
Como dicen los yanquis, no tengo caballo en esta carrera, más allá de mi oposición al consenso general y a comulgar con ruedas de molino. Si usted todavía cree en esto de la derecha y la izquierda, le supongo ilusionado y preparando el día de la yenka de la democracia. Ahora, si ya se ha quitado las legañas de encima, sabrá que el clivaje no se encuentra allí donde nos cuentan.