Rusos en Marbella
«En apenas veinte años, los rusos han pasado de ser ignorados en las fiestas marbellíes a organizarlas»
Desde que vivo en Marbella tengo triple nacionalidad. Muchos creen que soy rusa o ucraniana, no sé si debido a unos pómulos sobresalientes —lo que en mi casa se llama «cara de pan»— o si intuyen mi gusto por Chéjov, quien ideó una teoría de la fisonomía rusa: cuanto más bastas y prominentes son las facciones, más tierna y benévola parece la cara. En cualquier caso, lejos de decepcionarlos, contesto como la protagonista de Glow que imita a una luchadora rusa en plena guerra fría: «En Unión Soviética nosotros comer barras y estrellas para desayunar».
En Marbella conviven sin problemas ucranianos y rusos, dos de las comunidades más numerosas. Al menos hasta ahora. Sus diferencias, más que ideológicas o culturales, son socioeconómicas. Los rusos se relajan atraídos por el mar y por el clima mientras muchos ucranianos trabajan en las tareas domésticas, en hostelería o en la construcción, ante la imposibilidad de encontrar empleo en su país; menos aún, bien remunerado. Pero hay excepciones: Marina, que llegó hace 23 años, es rusa y limpiadora. Confiesa no tener una buena vida, con su familia repartida entre Ucrania y Rusia y sin poder pagar un alquiler en solitario. Nada que ver con su compatriota Vasily, afincado hace treinta años en la Costa del Sol, que vive en la urbanización más lujosa de Europa, La Zagaleta. Tiene claro que su empresa de bienes de lujo pagará las consecuencias de las sanciones y que otros rusos, no necesariamente ricos, pero con segunda residencia aquí, se irán a Turquía o Egipto.
En apenas veinte años, los rusos han pasado de ser ignorados en las fiestas marbellíes a organizarlas. Hay ultramarinos donde encuentran sarraceno y crema de remolacha, la famosa sopa borsch, que dicen que propició el motín del acorazado Potemkin y por cuyo origen rivalizan con los ucranianos aún más que por Eurovisión; disponen de prensa, una emisora de radio, inmobiliarias y centros de estética con lámparas de araña y profusión de dorado donde pagar mucho se considera un tratamiento de belleza más. En las tiendas hay cada vez más saladillas rusas, las niñeras cotizadas dominan el idioma y es fácil encontrar ofertas de bichón ruso, su perro faldero. No es un turista escandaloso como el inglés ni gregario como el marroquí. «Más allá de la iglesia no nos reunimos en ningún sitio, ¡no somos chinos!», cuenta Marina. Pendiente de licencia está la primera iglesia ortodoxa de Andalucía, construida en Estepona, con vistas a Gibraltar. Su bulbosa cúpula facetada en plata se alza como una bola de discoteca divina.
Los carteles en alfabeto cirílico dominan la zona y en las grandes superficies comerciales el ruso ha desplazado al inglés en la megafonía. Pocos días después de la invasión, en uno de estos comercios se escucha un rumor de desaprobación tras un mensaje lanzado en ruso. Por la boca muere la paz. Vasily está seguro de que la guerra empeorará la convivencia con los españoles: él y su familia ya están sufriendo rechazo en otros países donde tienen residencia. Hay quien llama al cierre del Museo Ruso de Málaga o a dejar de leer a Dostoievski, que es como pretender derrocar a Putin eliminando las montañas rusas. Marina es más optimista: «Un mes más de guerra y los españoles se habrán olvidado».
Hay algo melancólico en la mirada del eslavo, como una suerte de retortijón del alma, y suele tener una conversación más profunda que la media. Y más directa. «La guerra nos está enfrentando y no debería: somos hermanos», sentencia Marina. En Recuerdos de la guerra de España, Orwell explicaba por qué no disparó a un enemigo que se sujetaba los pantalones con ambas manos mientras corría: «Un hombre que tiene que sujetarse los pantalones no es ‘fascista’; es a todas luces un prójimo, alguien como uno». La hija de Marina, que es ucraniana, ha tenido que escapar de Kiev. «¡Los rusos, los rusos!», le gritaba por teléfono en su huida a Dubái. Pero su madre también es rusa. A menudo se olvida que, como escribió Pushkin, el bien está mezclado con el mal.