J.H. Elliott, un Sir en la corte de Felipe IV
John Elliott fue uno de los más rigurosos historiadores en cuanto al manejo de fuentes, además de caracterizarse también por su asepsia ideológica
“Dios es español y lucha por nuestra nación en estos días” (Don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares)
John H. Elliott, uno de los más conocidos y reconocidos (Premio Príncipe de Asturias en 1996) hispanistas británicos falleció este jueves a la provecta edad de 91 años. Junto a Henry Kamen, Hugh Thomas, Geoffry Parker, Gabriel Jackson o John Lynch (entre otros), figura dentro de la larga nómina de autores extranjeros, particularmente británicos, de gran influencia en la historiografía española, y cuyo interés por España y por su historia resulta realmente llamativo (quizás solo comparable, aunque tampoco lo creo, con los sinólogos extranjeros). Autores que, obviando las diferencias que, sin duda, existen entre ellos, articulan su relato histórico sobre una sólida base documental (siendo bastante austeros en sus especulaciones), a la que tienen acceso a través de las poderosas instituciones académicas británicas. El Reino Unido, en este sentido, ha sido muy capaz, como pocos países lo han hecho (aspecto ligado, sin duda, a su desarrollo colonial), de colocar a un número muy elevado de investigadores (becas, premios, promociones de distinto tipo) destinados a explorar los archivos de otras potencias y, en particular, los documentos de ese mastodonte histórico que es el Imperio español.
Elliott es un producto típico de este tipo de promoción académica (en su caso como investigador del Institute for Advanced Study desde 1973), siendo, además, dicho sea de paso, quizás uno de los más rigurosos en cuanto al manejo de fuentes, casi siempre agotando los archivos al abordar determinada cuestión, además de caracterizarse también por su asepsia ideológica, sin ser alicorto en cuanto a su profundidad teórica. Asepsia que tiene un doble mérito al haber centrado sus estudios, sobre todo, en el siglo XVII español, un siglo particularmente sensible al asedio de la deformación ideológica (y, por tanto, al sesgo tendencioso y partidista). Y es que es ahí en donde se sitúa el principio del fin (la “decadencia”) del Imperio hispano y, por tanto, en donde se entrecruzan todos los problemas (políticos, sociales, económicos, culturales, etc.) de su constitución y desarrollo.
Un siglo XVII español que, por otro lado, ha estado bastante descuidado historiográficamente, a pesar de su enorme importancia cultural, sobre todo literaria (es el “siglo de Oro”, según la afortunada expresión acuñada ya en 1754, por Luis José de Velázquez). Especialmente su historia política, marcada por la damnatio memoriae impuesta por la dinastía entrante en el siglo XVIII, según sostiene Roca Barea en su Fracasología (ed. Espasa, 2019), ha quedado en la penumbra historiográfica, sobre todo en contraste con la atención prestada al siglo anterior. Solo algunas monografías de Domínguez Ortiz o de José Antonio Maravall se han ocupado de la historia política, alcanzando cierta solidez en ese terreno, pero siempre tratando temas particulares.
Y es aquí en donde destaca la figura de John H. Elliott como historiador. La exploración y recopilación documental llevada a cabo por el hispanista británico en el archivo de Simancas, en donde están depositados la mayor parte de los papeles relacionados con la tarea de gobierno de los años 20 y 30 de ese siglo XVII, dará un giro a esta situación. Sobre todo, con la publicación de los Memoriales y cartas del conde-duque de Olivares (en colaboración con José F. De la Peña), una colección de documentos reunidos en dos volúmenes publicados entre 1978 y 1980, el conocimiento de los “Austrias menores”, en particular de una de las personalidades más importantes del siglo, el Conde-Duque de Olivares, se pondrá ya más en línea con la abundancia de estudios relativos al siglo anterior, el XVI, el siglo de los “Austrias mayores” y la apoteosis del Imperio español.
Hace poco contaba Elliot, en una entrevista, la impresión que le produjo siendo muy joven, en una de sus primeras estancias en España (respaldado por una de esas sustanciosas becas británicas), la visión en el Museo del Prado del retrato ecuestre que Diego Velázquez hizo del desbordante y excesivo Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar, conde-duque de Olivares. Una figura, la del poderoso valido de Felipe IV, que marcaría sin duda la obra del historiador británico, aunque también se podría decir que el historiador ha dejado una profunda huella en la manera de mirar a ese gigante del siglo XVII.
El retrato que hace Elliot de Olivares (El Conde-Duque de Olivares, 1986, con numerosas reediciones), es, en cierto modo, la réplica biográfica del cuadro de Velázquez, un retrato completísimo, casi diríamos que insuperable, definitivo por su detallado análisis, aunque montado con un material, el historiográfico, muy diferente del pictórico. Elliott tuvo que remover una cantidad ingente de material archivístico, documental y literario gigantesco, para justificar el mínimo aspecto de la vida del Conde-duque, pero sin perder de vista nunca el alcance de su figura, en el terreno de lo filosofía de la historia, que desborda el género de la biografía. Olivares cerró un ciclo histórico de larga duración, el marcado por la influencia de España en Centroeuropa, y ello requiere mirar más lejos de lo que llega Velázquez con su perfil, digamos, “psicológico” del conde-duque, retratado en la cúspide apoteósica de su poder.
La producción monográfica de Elliott arranca con Richelieu y Olivares (1984), una obra relativamente temprana en la trayectoria del autor, y que además busca una comparativa (al modo de Plutarco en sus Vidas Paralelas) con el gran rival del conde-duque de Olivares, el cardenal Richelieu, valido de Luis XIII de Francia. Ambos fueron los árbitros de la política europea durante uno de los conflictos más determinantes para la historia europea y universal, que es la Guerra de los Treinta años. Será precisamente la victoria de Richelieu sobre Olivares en esta guerra lo que ponga fin a la hegemonía española en Europa, y sea Francia, tras la paz de Westfalia (1648) y la de los Pirineos (1659), la que pase a ejercer su dominio hegemónico sobre el continente (traslati imperii), por lo menos hasta el siglo siguiente (el Tratado de Utrecht en 1714 marcará el final, liquidando allí sus restos, de la presencia centroeuropea de España). A esta pérdida se le suman, además, en contra de Olivares, los desórdenes internos derivados de la crisis de 1641 (rebelión de catalanes y portugueses, así como las producidas en Andalucía o en Nápoles, etc.), asuntos que acabarán con la caída en desgracia del valido tras perder la confianza real (como dice irónicamente Elliott en su biografía de Olivares, resulta que, al final, Dios no era español, sino más bien francés).
Sea como fuera, las interpretaciones que venían dominando sobre este hito o punto de inflexión histórico, la imposición, tras la guerra, de la hegemonía francesa y la consiguiente “decadencia” española, solían dar razón del mismo por la obsolescencia de las prácticas de Olivares al ejercer su gobierno (personalismo despótico, medievalizante), frente a la modernidad que representaría Richelieu, cuyo gobierno vendría presidido, sin embargo, en ello residiría su ventaja sobre Olivares, por la abstracta idea de “razón de Estado” (neutralizando, se supone, el capricho de la voluntad real y la de sus ministros).
Así, por ejemplo, el retrato que hace el doctor Marañón de Olivares (en su El Conde-Duque de Olivares. La pasión de mandar, 1936), única monografía, por cierto, dedicada al valido con anterioridad a la obra de Elliott, encajaría dentro de esta visión, digamos francófila, que sitúa a Olivares dentro del arquetipo de dictador “pícnico” (rechoncho, tripudo, enfático, ardiente, ciclotímico), en contraste con su gran rival Richelieu, que, por el contrario, respondería al canon de dictador “asténico” (enjuto, aguileño, felino, taimado, esquizotímico). Así, Olivares, derivado de su propia fisiología personal, quedaría retratado como una especie de intrigante ambicioso que busca imponer su voluntad de poder en una sombría España movida arbitrariamente a capricho de sus funcionarios (y esta es la visión que ofrece, por cierto, Arturo Pérez-Reverte en su famoso serial sobre El capitán Alatriste); Richelieu, sin embargo, aparecería como el paradigma del político prudente, y por descontado moderno, que pone a la razón de estado por encima de todo, ganándole de este modo la partida al obsoleto, “feudal”, Olivares.
Pues bien, probablemente desde una perspectiva positiva, ateniéndose al reposado trabajo de archivo (sine ira et studio), John H. Elliott haya sido el historiador que más ha hecho por acabar con esta oscura y sombría imagen proyectada sobre el Conde-Duque, pero también con la de Richelieu, marcada en su caso por la impronta dejada por Dumas, reequilibrando en Richelieu y Olivares a ambas figuras, y a los Estados de los que ambos eran representantes, evitando así su polarización maniquea estereotipada:
“Durante mucho tiempo los dos grandes rivales de la Europa de comienzos del siglo XVII han sido tratadas como dos entidades aisladas y estereotipadas, la una destinada a la grandeza, la otra a la decadencia. Los estereotipos están llegando a desaparecer a la luz de investigaciones recientes: España aparece como si hubiese tenido inesperadas reservas de fuerza, y Francia como si hubiese sido afectada por una debilidad que, en determinadas circunstancias, podían muy bien haber resultado desastrosas” (Elliott, Richelieu y Olivares, ed. Crítica, Barcelona, p. 15).
Según esta nueva visión de Elliott, Richelieu y Olivares serían personalidades más próximas entre sí, en cuanto a su concepción del Estado, de lo que se solía entender desde esa visión estereotipada, por lo menos al ejercer su acción ministerial, valorando ambos la prudencia y razón, y no la autoridad caprichosa, como fuente de inspiración en la acción de gobierno. El tópico, pues, de un Richelieu moderno que atiende sagazmente (incluso maquiavélicamente) a la realpolitik, frente a un Olivares lastrado por el aristocratismo medieval, y que tan solo busca ganar la reputación personal (confundiendo sus deseos con los del Estado), queda completamente desechado en manos de la obra de Elliott, situando las cosas sobre sus verdaderos quicios.
Y es que, a la luz del libro de Elliott, se puede observar cómo los planes y programas de gobierno, tanto de Olivares como de Richelieu, quedaron vertebrados en torno a dos pilares comunes: reforma y reputación. Reforma en el ámbito interior, y reputación en el ámbito exterior. Que la partida la terminase ganando Richelieu, muerto en la cima de su carrera pocas semanas antes de la destitución y caída en desgracia de Olivares, no significa, en la interpretación de Elliott, la consagración de lo “moderno”, representado por Francia, frente a lo “retardatario” representado por España, sino que el fracaso español y el éxito francés viene marcado, más bien, por la naturaleza concreta y circunstanciada de las reformas, así como de sus respectivas estrategias geopolíticas, en las que, desde una concepción muy similar de la política, Francia terminó viéndose favorecida. Un éxito francés, en cualquier caso, que, parafraseando el título de la obra de otro gran hispanista británico, Geoffrey Parker, “nunca es definitivo”, y es que, desde luego, la historia no ha terminado (y menos en el siglo XVII).
En definitiva, será sir John Huxtable Elliott, y en esto consiste lo más destacable de su larga trayectoria (por lo menos desde la parte de España), quien termine ofreciendo una visión ponderada y global del siglo XVII español, de gran profundidad documental (dejando poco margen al sesgo partidista), a través de una vasta obra que, desde los años 70 hasta la actualidad, no ha dejado de producir convirtiéndose, quizás, con el permiso de John Lynch, en la voz en inglés más autorizada al respecto.
DEP.