La postergada Ley de la Corona
«Lo peor es que parece que no se pretende hacer una Ley de la Corona, sino una ley específica para Juan Carlos I»
Cuando el Rey emérito acordó dejar España, y recordemos los sucesos que rodearon esa decisión, mucho se escribió sobre la inaplazable necesidad de una Ley de la Corona y de la Casa Real, destinada a fijar lo que el jefe del Estado puede o no puede hacer, el control sobre sus pasos, dentro del respeto a su persona, y muchos otros temas que hoy carecen de concreción normativa y que no pueden resolverse solo con las disposiciones del Título II de la Constitución, dedicado a la Corona dando por buena cualquier interpretación.
Esa Ley no se ha hecho, o no ha sido llevada a las Cortes, lo cual, en sí mismo, es censurable. Pero lo más sorprendente es que se haya difundido la noticia de que el anuncio de un posible regreso a España de don Juan Carlos hacía inoportuno dar el paso de abrir el obligado debate parlamentario centrado en la Corona. Todo apunta a que eso debe ser verdad, lo cual lleva a una conclusión a la vez preocupante y absurda, pues no alcanzo a saber -carezco del criterio político de los que mandan– en qué estorba la presencia del Rey Emérito para que se pueda debatir una Ley de esa clase, salvo que se suponga que su presencia física cercana levanta pasiones de todo signo en los legisladores, especialmente, después de que la Fiscalía del Estado haya decidido archivar las indagaciones sobre las actividades del Rey Emérito, en atención a la regularización de sus obligaciones fiscales y a que no existe materia para formular una acusación penal en su contra.
La conclusión, y eso es lo peor, es que parece que no se pretende hacer una Ley de la Corona, sino una Ley específica para Juan Carlos I, que sirva para una especie de ‘condena’ envuelta en una norma que proclame que nada de lo que hizo lo podía hacer y que hubiera debido ser responsabilizado.
Para constatar esa idea basta con prestar atención a lo que algunos políticos de oficio, con el presidente Sánchez a la cabeza, han comentado a propósito de la decisión de la Fiscalía a la que antes me he referido. A juicio del Sr. Sánchez el Rey emérito debe «una explicación» a los españoles porque no son de «recibo» los hechos que describió la Fiscalía al archivar las diligencias contra él. De ese modo, y sin consideración al cargo que ejerce, trazaba un diferencia entre lo «legalmente posible» y «lo justo», en abierta falta de respeto al derecho positivo y su función, y eso es lo que hay detrás de esas exigencias de mayores explicaciones. Hay que recordar que el Rey emérito abdicó, y fue por razones imaginables, y ha respetado sin hacer comentario alguno las conclusiones de la FGE, ¿qué más explicaciones se pretenden? Los ciudadanos son libres de pensar y opinar lo que quieran, pero está fuera de lugar exigir una estalinista autocrítica, como en los viejos partidos comunistas.
En otro orden de cosas sería de desear que el Sr. Sánchez mostrara la misma claridad en explicar los motivos de sus actos, además de exigírsela a sus socios de Podemos o a los intermitentes amigos de ERC, y son muchos los que tienen más interés en eso que en la atricción del Rey emérito.
Volviendo al tema de la Ley postergada, parece que uno de los puntos de mayor tensión, y no es de extrañar, es el de la inviolabilidad, proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución. Son muchas las voces que han calificado de antigualla antidemocrática la inviolabilidad, si se entiende, como mayoritariamente sucede, como imposibilidad de responsabilizar al jefe del Estado cualquiera que sea el hecho que se le quiera imputar. Ciertamente eso ha de reconsiderarse, pero lo curioso es que algún dirigente político ha clamado en contra de la inviolabilidad porque ha sido dada como obstáculo para proceder por la FGE, y en la crítica se incluye una exigencia de revisión del concepto con efecto retroactivo. Más aún: se ha dicho que a la postre era una cuestión de «interpretación» de la Constitución, siendo diversas las interpretaciones posibles.
Otra interpretación puede ser deseable, pero hoy no es posible, y, por lo tanto, la reconsideración y limitación de la inviolabilidad comporta una actuación en la Constitución, además de una concreción en la inexistente Ley de la Corona y siempre orientada al futuro. Del mismo modo, el cálculo del plazo de prescripción de los delitos debería calcularse a partir no de la consumación del hecho, sino de la abdicación, esto es, de la efectiva posibilidad de perseguir.
Muchos otros son los temas que debería abordar la Ley que no se ha presentado, como la determinación del ámbito y alcance de la privacidad del Jefe del Estado o su obligación de firmar cuantas leyes se le indiquen, evitando recientes polémicas sobre su supuesta capacidad para discrepar. La decisión de no presentar esa Ley en nada beneficia al Rey Felipe, que sería el primer interesado en ello.
El problema, del que no se habla apenas, es que la casi inevitable reforma del Título II de la Constitución ha de recorrer una liturgia políticamente complicada: habría de reunir dos tercios de las Cámaras y luego ser aprobada mediante un referéndum, y esa sería la tormenta perfecta para que, abierto el melón, unos exigieran votar la forma republicana o la desmembración del Estado. Pero el temor a esos seguros problemas no excusa de la necesidad de la Ley.
Entre tanto, bueno sería acabar de una vez con el continuo alanceamiento del anterior Rey, olvidando que, errores aparte, que sin duda puede haber cometido, ha sido, junto con Carlos III, y algo de Alfonso XII, lo mejor de su dinastía. Pero resulta fácil mostrar la discrepancia con eso que algunos llaman «el régimen del 78» vapuleando al Emérito.