THE OBJECTIVE
Alfonso Carbajo

La culpa no es de Putin

«La culpa no es de Putin, ni de Soros ni de la codicia de las compañías petroleras, sino del BCE y del Gobierno»

Opinión
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La culpa no es de Putin

Una pintada de Vladimir Putin entre rejas en Barcelona. | Europa Press

La inflación ha surgido con toda su crudeza, para sorpresa del Gobierno y del Banco Central Europeo (BCE) –que lo calificaban de «aumento de precios transitorio»– y acaloramiento de tertulianos. Hay explicaciones para todos los gustos. La causa de la inflación es Putin o son los altos impuestos o es el mercado eléctrico, y así. Algunas son viejas como el mundo –e igualmente erróneas–. Así, nuestro Gobierno ha acusado a las grandes empresas energéticas de elevar artificialmente sus precios, usando su poder oligopolístico, y el presidente Biden, por su lado, ha atribuido la inflación a «price gouging by the big corporations». Y fieles a una tradición muy española, los arbitristas no descansan proponiendo remedios.

Para evitar la confusión conviene aclarar de qué se habla. La inflación es un proceso de aumento del nivel general de precios, y atenerse a la definición es una actitud prudente para evitar equivocarse. Así, «precios que aumentan», cosa que no es lo mismo que «precios altos». Entre el nivel de precios y la inflación hay la misma relación que la existente entre distancia y velocidad. Se puede estar lejos de la salida y marchando lentamente; y se puede estar todavía cerca y rodando a velocidad de vértigo. Los que sostienen que la inflación está causada por impuestos excesivos incurren en esta confusión. La fuerte fiscalidad sobre el gasóleo hace que su precio sea más alto de lo que sería de otro modo, pero ahí se queda. De hecho, como está integrada por dos figuras, el IVA, proporcional al 21% del precio de coste, y el impuesto especial sobre hidrocarburos, que es específico–0,379 euros por litro en el gasóleo–, según sube el gasóleo, los impuestos van teniendo un peso cada vez menor sobre su precio final.  

La inflación es un proceso de aumento general de precios en el tiempo, a distinguir de una subida de precios instantánea, de una vez por todas, como ocurre, por ejemplo, en una reforma monetaria. Mientras que en esta última no hay posibilidad de reaccionar, en la inflación, las gentes van modificando sus planes, adaptándolos según su experiencia, a sus previsiones de inflación. Y el efecto más patente de esta adaptación a la inflación se manifiesta en los tipos de interés. En los países con precios estables, los tipos de interés nominales son bajos; en los que experimentan inflación crónica, los tipos nominales son altos, y tanto más altos cuanto más fuerte es la inflación que sufren. La experiencia confirma que en todos los episodios inflacionarios los tipos de interés nominales son superiores a los tipos de interés reales (los que se observarían con precios estables) en un importe igual a la tasa esperada de inflación.

En la medida en que no está anticipada, lo que ocurre predominantemente en la fase inicial, la inflación redistribuye riqueza de los acreedores a los deudores, de los que dependen de ingresos nominales rígidos a los que viven de ingresos indiciados al movimiento de los precios. Con una deuda pública superior al 120% del PIB, a este Gobierno le viene muy bien esta ayudita. La administración central, las autonómicas y los municipios verán mejoradas sus finanzas gracias a la depreciación en términos reales de la masa de deudas en títulos negociables, préstamos bancarios y obligaciones pendientes de pago a contratistas y proveedores. En general, los deudores netos ganan y los acreedores netos pierden.

Además de los efectos redistributivos, que son los que atraen a los comentaristas mediáticos, la inflación atenta a la eficiencia del sistema económico al aumentar la incertidumbre, dificultando la correcta asignación de los recursos y desalentando la inversión productiva. La inflación es un impuesto sobre los saldos monetarios con el atractivo añadido –para el Gobierno– de no requerir aprobación parlamentaria –ni papeleos, ni transferencias bancarias, ni siquiera inspectores–. Pero quizá su efecto más pernicioso sea el derivado de la tentación que asalta a muchos gobernantes de atacar los síntomas con el vano empeño de eliminarla. La tentación consiste en prohibir los aumentos de todos o algunos precios, estableciendo topes máximos, o interviniendo las transacciones de los compradores de bienes considerados «estratégicos». La experiencia histórica, desde Diocleciano, demuestra que ese remedio es peor que la enfermedad.

El proceso de aumento del nivel general de precios en que la inflación consiste solo se puede cortar eliminando sus causas. La causa inmediata de las alzas generales de precios es un exceso de la demanda agregada de bienes y servicios sobre la oferta disponible a esos precios. Y ese exceso de demanda está determinado, a su vez, por dos causas mediatas: una política monetaria expansiva y una política fiscal descontrolada.

El tono expansivo de la política monetaria es una de las pocas cosas de las que Sánchez no es culpable. La responsabilidad es exclusivamente del Banco Central Europeo (BCE) que, olvidando su misión de mantener la estabilidad de precios, ha estado alimentando las tensiones inflacionistas con su política de tipos de interés negativos y de compras masivas de activos de estos años. Sánchez es culpable de una política fiscal desordenada, reflejada en una sucesión de déficit que ponen a nuestra economía en la zona peligrosa del riesgo de rescate. 

Para salir del atolladero es preciso que el BCE, imitando a la Reserva Federal, emprenda una política estabilizadora enérgica y que el gobierno adopte una política fiscal dirigida a la eliminación del déficit público. No hay otra solución. Los sindicatos proponen controles de precios «para proteger a los ciudadanos y las ciudadanas», copiando curiosamente a Richard Nixon, que los introdujo en 1972, y a Jimmy Carter, que los estableció en 1974–reforzados con un racionamiento de la gasolina–, y que fueron un desastre.  

La culpa no es de Putin–autor de muchas fechorías en la KGB, pero menos culpable que la Comisión, Merkel, Biden y Sánchez y sus secuaces del alto precio del gas–, ni de Soros ni de la codicia de las compañías petroleras, sino del BCE y del Gobierno. La oposición pide bajadas de impuestos, algo que solo tiene sentido en las actuales circunstancias si se baja mucho más todavía el gasto público, cosa que, con el volumen de grasa superflua acumulada en el abdomen de la administración social-comunista es perfectamente posible y deseable.

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