Esa piedra en el zapato llamada Pasolini
«Las efemérides quedarán reducidas a la tarde-noche o a la misma mañana en que ocurrieron»
Durante el mes de marzo hemos visto infinidad de referencias a Pasolini en los medios. Sus apariciones en prensa se han concentrado alrededor del día 5 de marzo, fecha en que el escritor y cineasta italiano habría cumplido cien años. Como ya pasó la oleada de homenajes, me siento como el Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas, agobiada por esa sensación de estar llegando ya tarde a escribir sobre él, aunque mi tardanza esté emparentada con el acto de dejar posar el pastel recién hecho en el alfeizar de la ventana para que se enfríe y no siente mal al estómago. En mi retraso hay también algo de militancia para conseguir que las efemérides dejen de parecerse tanto a las fiestas patronales de las ciudades, donde fuera de los días de la llamada «Semana grande» en la que transcurren los festejos oficiales no hay ni rastro de tómbolas, fuegos artificiales o concursos de tortilla de patatas.
Auguro que, dentro de muy poco y debido a la cantidad de noticias relevantes que se agolpan por aparecer bien arriba en los medios (e incluso de «no-noticias» del tipo «10 consejos para aliñar ensaladas»), las efemérides quedarán reducidas a la tarde-noche o a la misma mañana en que ocurrieron. Y pasada la hora exacta del nacimiento o deceso, se pasará página de inmediato, pues la sed de hacer clic en la novedad y en el acontecimiento fresco será cada vez más acuciante.
Como aquí llevamos un ritmo pausado, parecido al de un Andante de sonata clásica, volvamos a Pasolini: entre los artículos recientemente publicados que tratan de esbozar un perfil artístico de su persona detecto que subyace –o más bien sobrevuela– la pregunta sobre cómo le caería hoy Pasolini al mundo. ¿Ese cóctel de misticismo, descaro y espíritu provocador serían valorados o más bien cancelados en este siglo? Yo, al menos, me decanto con dolor por lo segundo. En Italia, la gran pregunta que sobrevuela su centenario es la inversa: cómo vería hoy Pasolini a sus compatriotas, preocupación que me recuerda a la respuesta que dio Cortázar cuando le preguntaron su opinión sobre Mafalda: «No tiene importancia lo que yo pienso de Mafalda, lo importante es lo que Mafalda piensa de mí». Y es que, en este primer centenario del cineasta y escritor, todos los críticos están de acuerdo: Pasolini opinaría que Italia está medio apagada, que ha claudicado ante el atontamiento que ofrecen el consumo y la tecnología.
Pasolini se encuentra hoy a medio camino entre autor canónico y artista maldito, por eso algunos pensadores y críticos italianos como Lucrezia Ercoli, Roberto Carnero o Filippo La Porta nos proporcionan ideas sobre cómo enfocar su homenaje: en lugar de pretender amansar a Pier Paolo e integrarlo en la cultura dominante para que no cause los problemas que ocasionó en su momento, nos proponen acercarnos a él sin temor a ser incomodados por su discurso. La Porta, en su texto recientemente publicado en Letras Libres, nos hace ver que no considera especialmente originales las ideas de Pasolini, pero sí valora enormemente su modo intempestivo de formularlas y su manera de estar en el mundo haciéndose cargo de sus propias contradicciones. La incomodidad nos sirve entonces como termómetro: si no la sentimos ante la obra y las declaraciones de Pasolini, el homenaje será en vano. Así que la propuesta es exponerse al artista multifacético como si se tratase de un astro rey de rayos potentes que quizá nos genere alguna quemadura: se nos irritará la piel al ver Saló y nos hará daño a la vista la miseria que retrató en Accattone, pero nunca nos va a dejar indiferentes su legado desmedido e intenso.
Aprovechemos entonces la efeméride para recorrer la obra de Pasolini, rescatada y anotada este año más que nunca. Un buen modo de hacerlo es asomándose al libro Maravillosa y mísera ciudad, que recoge los poemas que Pasolini le dedicó a Roma, donde se instaló en 1950 con su madre, huyendo de la región de Friuli y de su padre alcohólico. Publicado hace unas semanas por la editorial Ultramarinos (ellos sí llegaron puntuales al homenaje) y traducido por María Bastianes y Andrés Catalán, el volumen es un paseo por la sensibilidad de Pasolini y por su manera intensa de mirar una ciudad que para él era «toda vicio y sol, costras y luz», según le confesó en una carta al también escritor Giacinto Spagnoletti.
En ellos Pasolini deja a un lado la belleza renacentista y barroca de Roma para centrarse en la periferia. Por sus descripciones antiturísticas, estos poemas no servirían para promocionar la capital italiana: «El viejo autobús de las siete, parado/ al final de la línea de Rebibbia, entre dos/chabolas, un pequeño rascacielos, solitario/en medio de la sensación del hielo o del bochorno…». Así miraba Pasolini su ciudad de adopción, sin rebajar lo feo ni lo doloroso. Con libros como este en las mesas de novedades, su año de agasajos no ha hecho más que empezar.